El reciente lanzamiento de la miniserie Adolescencia ha generado un notable revuelo y con justa causa viene sembrando toda clase de debates. Más allá de que su calidad estética y su propósito artístico estén muy probablemente relacionados con este resultado, es la adolescencia, así, tal como lo dice el título, y su particularidad actual, aquello que parece haber despabilado a espectadores y críticos.
La serie aborda distintos aspectos que o bien caracterizan o bien orbitan a la adolescencia, o al menos a un tipo de adolescencia que se ve en crecimiento: una adolescencia atravesada por la virtualidad. Junto con esto, se ve con espantosa claridad otra realidad creciente: la de una familia que está convencida de que su hijo está a salvo por que no está en la calle.
Algunos de estos temas vienen preocupando a académicos y educadores, lo cual se ve reflejado en la cantidad de libros y artículos que se han publicado en los últimos años al respecto. Uno de los libros que más ha resonado es el de J. Haidt (2024), La generación ansiosa, en el que justamente el autor habla de La Gran Reconfiguración de la Infancia, en la cual −en algún momento de los 90s− el juego presencial con otros niños desaparece y es reemplazado por una “infancia basada en el teléfono”.
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Por muchas razones esbozadas en el libro, esto está provocando una irrefrenable epidemia de enfermedades mentales (Haidt apoya su tesis con datos de los Estados Unidos y otros países del Primer Mundo), al hacer que −además de disminuir sus interacciones sociales− los adolescentes duerman menos horas, tengan su atención fragmentada y desarrollen nuevas adicciones.
A diferencia de lo que hemos hecho con las computadoras, tablets y teléfonos (es decir, tal como dice Haidt, “dárselos a nuestros niños y adolescentes desconociendo su potencial impacto en el largo plazo”), ahora podemos basarnos en evidencia para decidir cómo intervenir para favorecer un desarrollo saludable y feliz de quienes dependen de nosotros.
Adicción al celular: pandemia de la desconexión humana
A partir de experimentos realizados en contextos de todo tipo, numerosos países y jurisdicciones (como la ciudad de Buenos Aires), y también instituciones educativas particulares, han tomado la decisión de prohibir el uso de celulares en las aulas. Personal directivo y docente con los que me ha tocado conversar sobre este tema me han revelado que el mayor desafío de implementar estas prácticas viene siendo persuadir a las familias de su valor para proteger a niños y adolescentes.
En contraste con las etiquetas de “generación ansiosa” (libro recién citado) o “adolescente desconectado” (libro reciente de J. Anderson y R. Winthrop), sumamente útiles para llamarnos la atención pero reproductoras de estereotipos, en su libro 10 a 25: un enfoque radical para conducir a la próxima generación (2024), el académico David Yeagerse enfoca en los responsables de que las escuelas no sean atractivas para los estudiantes y de que éstos estén perdidos en las pantallas: los adultos.
De acuerdo con Yeager, somos nosotros, los adultos, quienes debemos revisar nuestra actitud hacia los adolescentes, primero superando estereotipos y, en segundo lugar, construyendo un perfil o mentalidad de “mentores”. El mentor, según el autor, es quien tiene altas expectativas sobre el adolescente, pero también quien le ofrece su apoyo; desde su punto de vista, abordar con ellos cuestiones fundamentales como, por ejemplo, su propósito en la vida y sentido vital puede tener un impacto determinante en la vida de quien es mentoreado.
A través de la construcción de confianza y de retroalimentaciones constructivas, el mentor es quien ayuda al adolescente a desarrollar habilidades y profundizar en un autoconocimiento que le permitan con el tiempo ser una persona autónoma.
Ser vistos. Hallar ese otro que lo vea a uno: un padre, una tía, un docente, la profesora de gimnasia, un médico. La adolescencia se trata en gran parte de esa búsqueda (y qué difícil la vida adulta si uno no lo tuvo a la edad adecuada), y eso está claramente reflejado en la serie que nos dejó a todos atontados. No porque la tragedia esté a la vuelta de la esquina, no porque cualquier adolescente pueda cometer una atrocidad: sino porque cuando todos a su alrededor creían estar cumpliendo su rol, en realidad −tal como lo marca la madre de Jamie sobre ese final desolador− les tocó aceptar que quizás no habían hecho lo suficiente. Acaso, pues, debamos reconocer que no estamos haciendo lo suficiente.