Los homenajes tienen un doble filo. Por un lado, es deseable y esperable que luego de la muerte de un referente importante para millones de personas en todo el mundo como lo fue Francisco, se pueda valorar su legado para intentar incorporarlo, que viva dentro de sus seguidores y un poco, por qué no, dentro de todo el pueblo argentino. Por el otro, el endiosamiento de una figura hace que la entendamos superficialmente por fuera de sus circunstancias, como producto de lo divino o de su propia genialidad y eso nos quita la fe en que se pueda imitarla. Es ver a la persona de carne y hueso con sus fragilidades.
¿Cuánto había de Francisco en Bergoglio, cuando era un estudiante primario en Flores, o un profesor de literatura en Córdoba o un joven novio en Buenos Aires? ¿Cuánto del papado de Francisco ya se anticipaba en el arzobispado de Buenos Aires de Bergoglio? ¿Cuál fue la evolución de su pensamiento?
El papa se dedicó a la vida espiritual, la reflexión religiosa, pero siempre ligado al sufrimiento humano, al padecer de los pobres y a la avaricia de los poderosos. En eso, era totalmente argentino: la dualidad de lo sagrado y lo profano, Dios y barro. Indudablemente, alguien de esta tierra. Sin embargo, como cura argentino, como arzobispo porteño, Bergoglio siempre estuvo del lado de los descartados, de los pobres, de los últimos. Por eso, vamos a empezar esta columna de Modo Fontevecchia, por Net TV, Radio Perfil (AM 1190) y Radio JAI (FM 96.3) con El otro país, interpretado por Pedro Aznar y Teresa Parodi.
Antes de convertirse en el primer papa latinoamericano de la historia, Jorge Mario Bergoglio fue un chico de barrio. Nació el 17 de diciembre de 1936 en el barrio porteño de Flores, hijo de Mario Bergoglio, contador y empleado ferroviario, y Regina Sívori, ama de casa. La familia, de origen piamontés, vivía en una casa modesta en la calle Membrillar, a pocas cuadras de la Basílica de San José de Flores, templo que más tarde adquiriría un significado especial en su vida.
Creció en un hogar de fuerte raigambre católica, donde la fe no se imponía como una doctrina severa, sino como una presencia cotidiana. La abuela Rosa, figura clave en su infancia, fue probablemente la influencia espiritual más temprana. En más de una ocasión, ya como papa, Francisco la evocaría como una mujer sabia, de convicciones firmes y gran ternura, que le transmitió las primeras nociones del Evangelio y de la vida de oración.
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En un reportaje con la emisora de la parroquia de la Villa 21 de Barracas, el entonces cardenal presbítero Borgoglio recordó su infancia. Fue en noviembre de 2012, en su última entrevista antes de ser nombrado papa. “La que me enseñó a rezar fue mi abuela. Mi mamá no daba abasto con los cinco hijos, entonces mi abuela, que vivía a la vuelta, me llevaba con ella”, dijo.
Jorge fue el mayor de cinco hermanos y cursó sus estudios primarios en la escuela N° 8 Pedro Antonio Cerviño. Desde pequeño se destacó por su perfil reservado y reflexivo, aunque también por su sentido del humor y una memoria prodigiosa. A diferencia de muchos chicos de su edad, no se volcó totalmente al fútbol —aunque simpatizaba con San Lorenzo—, sino que se inclinaba más por los libros y el estudio. También colaboraba en tareas del hogar, como ir a hacer las compras o cuidar a sus hermanos menores.
Con respecto a la política, Bergoglio contó que su familia era profundamente antiperonista. Inclusive, utilizó la palabra gorila. Fue en un reportaje que le hice para Periodismo Puro en marzo de 2023. “Nuestra familia heredó el ser radical. Cuando empezó el movimiento peronista eran antiperonistas tremendos. Vengo de una familia gorila, en el peor sentido de la palabra”, aseguró.
Tras finalizar la escuela primaria, ingresó al colegio secundario industrial ENET N°27, donde se recibió de técnico químico. Durante ese tiempo, trabajó en un laboratorio, experiencia que recordaría como una etapa importante de su formación humana por el contacto con el trabajo manual y con compañeros de distintas procedencias sociales.

No fue un adolescente abocado exclusivamente a lo religioso. De hecho, tuvo experiencias amorosas, como lo contaría en entrevistas ya como pontífice. Una de ellas, según relató, lo llevó incluso a pensar en abandonar la vocación que empezaba a germinar en su interior. “Si no me caso con vos, me hago cura”, le dijo a Amalia, una novia de su barrio. Finalmente, su vocación seminarista pudo más.
El momento de inflexión llegó un 21 de septiembre de 1953, día del estudiante en la Argentina, cuando tenía 17 años. Según él mismo relató años después, entró a la parroquia San José de Flores para confesarse, sin mayores expectativas. Fue allí donde, según sus palabras, “sintió algo raro”, una suerte de llamada interior que, con el tiempo, identificaría como el inicio de su camino vocacional. No fue una visión ni un éxtasis místico: fue, en sus propias palabras, una experiencia de misericordia que lo conmovió profundamente.
Tras ese episodio, y luego de concluir sus estudios técnicos, comenzó a asistir a reuniones de formación religiosa y discernimiento. En 1958, con 21 años, ingresó al seminario diocesano de Villa Devoto, y al poco tiempo decidió unirse a la Compañía de Jesús, la orden fundada por San Ignacio de Loyola. Lo atrajo, entre otras cosas, el énfasis jesuita en la formación intelectual, la disciplina y la acción pastoral en los márgenes de la sociedad, márgenes que se repetirían durante toda su vida.
En su etapa de formación jesuita, estudió Filosofía en el Colegio Máximo de San Miguel, provincia de Buenos Aires, y más tarde Teología. Fue ordenado sacerdote en 1969, a los 33 años. No pudo hacerlo antes porque tuvo una operación pulmonar que lo detuvo un tiempo.
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Hay una polémica desatada por el rol de Bergoglio durante la dictadura. Primero hay que aclarar algunas cosas. Nunca fue de la organización peronista Puerta de Hierro, de derecha. Eso es un mito que circula con fuerza, pero es falso. Luego, tampoco fue un integrante de la Teología de la Liberación, una rama de curas de la izquierda, algunos de los cuales llegó a ser parte de organizaciones armadas de los setenta en Latinoamérica. Bergoglio era parte de la corriente llamada Teología del Pueblo, una rama argentina de curas claramente involucrados en lo social, pero que no se inscribía en un proyecto político socialista ni peronista.
En ese marco, Bergoglio ayudó a quienes pudo e hizo lo posible por proteger y seguir haciendo su trabajo social en el contexto difícil de una dictadura militar que secuestraba y torturaba personas, algunas simplemente por opinar distinto. Juzgar desde la democracia el accionar de un cura en ese contexto debe tener reparos del caso.
En el reportaje de Periodismo Puro, Francisco se refirió a esos años y sostuvo: “A veces había que luchar cuerpo a cuerpo para salvar gente, y a veces había que hacerse el zonzo para lograr de otra manera una negociación”. “Discutí la libertad de presos políticos con Massera”, declaró Bergoglio.
Bergoglio fue designado arzobispo de Buenos Aires el 28 de febrero de 1998, tras la renuncia del cardenal Antonio Quarracino. Ya era una figura conocida dentro de la Iglesia argentina: jesuita, reservado, con fama de austero y de pensamiento firme. Su nombramiento, sin embargo, marcaría un cambio de estilo en la conducción pastoral de la arquidiócesis porteña.
Durante los quince años que estuvo al frente del arzobispado de Buenos Aires, Bergoglio consolidó un perfil pastoral centrado en la cercanía con los sectores más humildes, una actitud crítica hacia los excesos del poder y una relación ambivalente con la política y los medios. A diferencia de algunos de sus antecesores, evitó los grandes gestos públicos y prefirió una presencia más silenciosa pero constante en las villas y barrios populares de la ciudad.
Una de sus primeras decisiones simbólicas fue dejar de vivir en el Palacio Arzobispal para instalarse en un departamento modesto junto a la catedral metropolitana. Rechazó también el uso del auto oficial y se lo veía habitualmente viajando en subte o colectivo. En lo cotidiano, era un hombre de hábitos simples, con un estilo de vida alejado del boato eclesiástico.
Durante su gestión, impulsó una pastoral fuertemente comprometida con la realidad social. Reforzó la presencia de curas villeros en los asentamientos del Gran Buenos Aires, defendió públicamente a las víctimas de la pobreza estructural y fue crítico con el modelo económico neoliberal de la década del noventa.
Mantuvo, sin embargo, una relación tensa con sectores progresistas dentro y fuera de la Iglesia, en parte por su postura doctrinal sobre temas como el aborto, el matrimonio igualitario y la educación sexual. Algunas de estas posiciones las fue revaluando en su papado.

El año 2001 marcó un punto de inflexión. La crisis económica, política y social lo encontró al frente de la Conferencia Episcopal Argentina. Desde ese lugar, Bergoglio se convirtió en uno de los principales interlocutores del Episcopado con el gobierno de transición de Eduardo Duhalde y luego con el de Néstor Kirchner. Si bien mantuvo una relación institucional correcta con el poder político, incomodó al poder mostrándole siempre a los pobres que aún seguían sufriendo cuando se terminaban los discursos. Siempre criticó al gobierno de turno.
En medio de la incertidumbre que siguió al estallido del 2001, el entonces arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, eligió una figura inesperada para pensar la Argentina: el Martín Fierro. En la misa por la patria del 25 de mayo de 2002, lejos de los tecnicismos económicos o las consignas partidarias, el futuro papa citó al gaucho de José Hernández para retratar un país herido, desorientado y huérfano de liderazgos. A través de los versos del poema nacional, Bergoglio habló de mentira, fragmentación y exclusión, pero también de esperanza.
“La patria está herida, pero no muerta”, advirtió, y llamó a reconstruir el tejido social desde "la sabiduría del pueblo": su fe, su memoria y su capacidad de resistir. En el Martín Fierro encontró no sólo un lamento, sino una guía moral. Reivindicó al gaucho como figura ética —no folklórica—, y trazó un paralelo entre el exilio del Fierro y el desconcierto de millones de argentinos empujados a la pobreza en el 2002. La salida, sostuvo, no vendría de recetas importadas, sino de una cultura popular que aún late en los barrios, las parroquias y las cocinas familiares.
En ese mensaje, Bergoglio advirtió que “cuando se rompe el lazo de la solidaridad, los sectores más débiles son los primeros descartados”, y trazó un diagnóstico severo: “Nos hemos olvidado de mirar al otro como hermano”. Citando al Martín Fierro, reforzó su mensaje con versos cargados de denuncia social: “A los pobres todo cuesta, / nunca el trabajo aprovecha; / el que nace pobre lucha, / lucha y no tiene cosecha”.
Desde el altar, propuso reconstruir la nación no con discursos altisonantes sino con gestos concretos de justicia, porque —dijo— “una comunidad no se construye sin memoria ni sin pan compartido”. Y cerró con una exhortación ética más que política: “Los hermanos sean unidos, porque ésa es la ley primera…”, dejando en el aire la idea de una fraternidad nacional todavía posible.
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En 2005, tras la muerte de Juan Pablo II, fue considerado uno de los papables en el cónclave que terminó eligiendo a Benedicto XVI. La prensa internacional comenzó a prestarle más atención, pero él mantuvo su bajo perfil. En esos años, su figura comenzó a crecer también fuera del ámbito religioso, especialmente por su compromiso con causas sociales y su predicación sobre la “cultura del descarte”, que luego retomaría y potenciaría como papa.
Su última etapa como arzobispo estuvo marcada por una fuerte actividad pastoral en villas como la 21-24 y la 1-11-14, así como por su respaldo a los curas que trabajaban en esos territorios. También impulsó el diálogo interreligioso y la atención pastoral a migrantes y personas en situación de calle.
Además, se involucró fuertemente en actividades contra la trata y la esclavitud. Todo este trabajo social lo llevó a conocer a dirigentes como Gustavo Vera y Juan Grabois. En 2012, Bergoglio dio unas palabras en Constitución en relación a no mirar a un costado cuando desaparecen personas para ser tratadas. “¿Dónde está tu hermano esclavo? En el taller clandestino, en la red de prostitución, en las ranchadas de los chicos”, dijo en plena calle.
Desde el púlpito de la Catedral Metropolitana, durante los tradicionales Tedeum del 25 de mayo, sus homilías se convirtieron en mensajes leídos entre líneas por la dirigencia política, por lo general con un tono crítico, firme y respetuoso. En la misma anual por la educación en abril de 2010, Bergoglio se refirió a los “intereses mezquinos” de los políticos y denunció: “La dirigencia no puede ser usada como escalón para nuestra ambiciones personales”. En épocas del kirchnerismo, parecía un discurso casi “anti casta".

En febrero de 2013, tras la sorpresiva renuncia de Benedicto XVI, Bergoglio viajó a Roma para participar del cónclave sin imaginar —según quienes lo conocían— que esta vez el resultado sería distinto, que sería electo. Lo que viene después de esto es historia conocida.
Sin embargo, queríamos hacer esta columna para mostrar algo de toda la historia como hizo un joven común de Flores para convertirse en una de las personas más importantes del mundo. En su caso, el camino fue el de la humildad, siempre preocuparse por los que sufren, escuchar, empatizar el dolor antes que hablar y permitirse cambiar.
Había mucho de Bergoglio en Francisco, pero el papa fue cambiando ideas. Lo que opinaba de la inclusión de los homosexuales y gran parte de la apertura que hizo de la iglesia en ese y otros sentidos, fue la evolución de un pensamiento que se produjo con los años. Con todo el orgullo de compartir la patria con Francisco y el desafío de seguir sus pasos, nos vamos con El otro país de Pedro Aznar y Teresa Parodi.
Producción de texto e imágenes: Matías Rodríguez Ghrimoldi
TV/ff