No hay varón argentino que no haya atravesado por la imposición paterna de tener que lavar el auto familiar. Sábados o domingos, cuando los pibes pasan de los 10 años, pasan por una suerte de rito iniciático en el que su padre quiere empezar a legarle algunas tareas y algunas pasiones. Pero suele ser una de las peores pesadillas de la adolescencia.
En las primeras páginas de Estoy enamorado de mi auto. Un padre, un hijo, cuatro ruedas, Fernando García hace un relato de cómo su papá intentó convertir en un ritual la horrible tarea de lavar el auto, tratando de que el joven autor pudiera compartir la pasión por los fierros y el cuidado de “la máquina”.
El libro es inclasificable, mezcla de memorias, sueños y recuerdos familiares, y logra un emocionante recorrido que refleja una parte de la sociedad y de la historia argentina, vinculada con la clase media y sus vehículos. El relato de García se completa con un diccionario de autos vinculados con la Argentina, con anécdotas, detalles e informaciones insólitas y asombrosas. Aquí, un fragmento del libro.
El auto que se nos había vuelto lingua franca a la vuelta de la vida antes nos separaba, cuando él era más joven y yo un preadolescente. Los domingos no eran el día de Dios (aunque él creía, si, y colgaba crucifijos del espejo del auto), sino aquel en el que se consagraban varias horas de la mañana a lavarlo. Acicalarlo como si fuera un toro campeón de La Rural.
Mi único interés en esa empresa era dejar puesto algún disco en el equipo de audio Sansei del living, abrir las ventanas y que la música invadiera la vereda jabonosa. Mi acto de presencia rocker en el mediodía del barrio. La limpieza del auto estaba lejos de mi interés y eso papá lo sabía, pero acaso confiaba en enderezarme, o esta era la única forma que había encontrado de tener un momento intimo conmigo (y el auto).
Había una suerte de teatralidad del lavado. La manguera a rayas bajaba de la terraza y se enroscaba en un árbol viejo como una serpiente yarará. Junto al cordón, los artículos de limpieza del auto se disponían como el instrumental de un quirófano. Había un cepillo especial, de cerdas suaves, que se mojaba en el espejo jabonoso del balde y recorría la superficie metálica de la carrocería y luego los vidrios. El auto quedaba como nevado, oculto tras un manto de espuma. Entonces era hora de desenroscar la yarará, cuya punta había sido retorcida para no desperdiciar agua. .O tenía un accesorio con forma de pico que regulaba la salida del agua? Sí, el accesorio de los accesorios.
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Era hora de desenroscar la yarará, sí, y bañar la superficie jabonosa como si de un incendio se tratara: máxima potencia. En otro balde, un trapo rejilla se sumergía en una mezcla de agua y aguarrás, un solvente de olor penetrante, industrial. Una vez desalojada la espuma de la carrocería le tocaba el turno al trapo radiactivo que había que frotar de forma pareja y abrasiva. El movimiento preciso de una coreografía que a mí se me daba muy mal. Luego volvía la manguera yarará a máxima potencia. Por la superficie metálica veía cómo se deslizaban formas levemente psicodélicas de grasa. Nebulas en cuyo juego (¿jugo?) óptico me dejaba ir con la música.
Yo abandonaba el ritual para dar vuelta el disco: .Sería Wish you were here? .O The Dark side of the moon? Cuando volvía, papá ya me tenía asignada la siguiente tarea. Bollos de papel de diario dispuestos como origamis para extremar el lustre de los vidrios que ya habían sido previamente secados con el trapo rejilla escurrido.
Nunca lo lograba. Papá decía que por mi mala performance los vidrios habían quedado ≪veteados≫. Entonces lo hacía él y yo, por lo bajo, bufaba. Pero los vidrios quedaban perfectos: espejos. Recuerdo un ruidito particular del bollo de diario frotando el vidrio. Una infrasonoridad aguda e irritante. Como la de los globos cuando se desinflan. Aquellos ruidos catalogados entre lo inolvidable y lo insoportable.
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Luego estaban las alfombras, a las que se les daba el mismo tratamiento que a otras alfombras, como las persas, las mágicas, las de Aladino. Como si la casa fuera una enorme usina eléctrica, por debajo del zócalo de la puerta salía un cable que alimentaba con voltaje a una ≪zapatilla≫ de madera con varios enchufes. Ahí conectábamos la aspiradora. Uno de los electrodomésticos más versátiles de la casa: chupaba todo el polvo y, puesta en modo inverso, aceleraba la combustión del carbón para el fuego del asado. Era una Yelmo gris achatada que se alargaba en una trompa retráctil, como de oso hormiguero, cuya punta tenía varias posibilidades según las necesidades de acceso. La ubicábamos en medio de la vereda, y los que pasaban tenían que sortear el cable, mientras yo ingresaba medio cuerpo dentro del auto estirando la trompa que absorbía polvo, piedritas y papelitos metalizados. El ruido de la aspiradora tapaba el sonido del vals cósmico de Pink Floyd. O lo convertía en un ejercicio extremo de música concreta. .Hacia acaso algo como ffffffzzzzzzzzzshhhhhhh?
Da igual, el ruido hacia creer que toda la materia de la que estaba hecha la realidad era aspirable. Era cuestión de esperar y el mismísimo auto se iría trompa adentro con el polvo, las piedritas, los papelitos, la casa, nosotros y el Ferro de Griguol, que entrenaba a unas doce cuadras.
Finalizada la aspiración, las alfombras mágicas se depositaban junto al cordón donde recibían el tratamiento jabonoso primero y el manguerazo después. Se sucedía una escena de cierta violencia. Una violencia criolla, campera. Papá me pedía que tomara las alfombras de un extremo y las golpeara con fuerza contra el tronco del viejo árbol para secarlas. Más fuerte. Más. Debería haber acompañado el movimiento con un grito marcial, seco y fuerte (!ho!), pero no, masticaba el aburrimiento en silencio.
Al final, llegaba el momento artístico de la higiene automotriz. Papa fumaba muy poco, excepcionalmente. Un cigarrillo, por ejemplo, los domingos a la mañana para reconvertir el filtro en la más insólita herramienta del arte moderno. Volvía de la casa con un frasco de pintura blanca y usaba la tapa como paleta. Se ponía en posición de cambiar las gomas y procedía a retocar las letras en relieve de las llantas con el filtro.
Aprendí a posar suavemente la superficie esponjosa del filtro de su único cigarrillo del día sobre el caucho para que poco a poco se descubriera la palabra mágica: FiRESTONE.