Desde hace un tiempo, lo que *escribo oscila entre el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad. Estas líneas estarán justificadas si consiguen transmitir a la vez un alegato contra la ignorancia del pasado, defendida por quienes sólo piensan la educación como un negocio, y un sueño para compartir.
Desde que en los albores de la Modernidad occidental las expectativas comenzaron a superar lo conocido y el futuro asomó como una categoría temporal autónoma, la Historia dejó de ser Magíster Vitae, Maestra de vida. Una minúscula elección vino a recordárnoslo hace unos días. Un personaje supuestamente marginal, pero omnipresente en TikTok, resultó el candidato más votado en la primera vuelta de las elecciones presidenciales rumanas. Se llama Calin Georgescu. Además de enarbolar su antisemitismo visceral, es un admirador confeso de Corneliu Zelea Codreanu, cuya legión rumana sirvió en el ejército alemán nazi y participó activamente en el Holocausto, del mariscal Ion Antonescu, el dictador que asoció Rumania al Tercer Reich y de Vladímir Putin.
Esa primera vuelta, a la que en otros tiempos no le habríamos prestado atención, es, como en el caso argentino, un síntoma de desplazamientos de las placas tectónicas de la política mundial: el pasado aún reciente, en tanto valor pedagógico, se volvió insignificante. Por lo menos para una fracción suficientemente considerable de la sociedad. Así el cotidiano Le Monde informa que cuatro de cada diez franceses validan las tesis del partido de Marine Le Pen.
Rindámonos a la evidencia, no es la democracia la que está de moda, sino el fascismo. Se naturaliza el discurso de gobiernos que legitiman la violencia invocando, como en las Cruzadas, en las guerras religiosas o en la conquista de nuestro continente, un más allá, que se trate del cielo o de la tradición, en Buenos Aires, Paris o Moscú. “Guerra santa” llamó Franco a la suya y así también denomina a la Cruzada contra Ucrania la Iglesia Ortodoxa que funge de Secretaría ideológica en Moscú.
La fragilidad de la política moderna, y con ella la de la democracia ideada por liberales anti-despóticos de los siglos XVII-XVIII y conquistada por los pueblos revolucionarios debe alarmar hoy a quienes no desean vivir bajo dictaduras, cualesquiera sean sus colores. La democracia liberal tiene límites y rasgos inaceptables, pero es el único sistema que permite a quienes desean ensancharla hacia la justicia social y realizar por fin el trípode de la Revolución francesa –libertad, igualdad, fraternidad– luchar por esos ideales. Y cuando menciono a la Libertad no me refiero a la que se integra en un lenguaje soez, sino a la Libertad, en primer lugar, de no ser ni oprimido ni explotado.
La otra cara de la moda fascista es la situación internacional.
La Historia que ayuda a comprender el presente es la de 1938-1939: el acuerdo de Múnich que le regaló Checoslovaquia a Hitler y excitó su apetito, y el pacto Hitler- Stalin que levantó el último dique para que se desate la Segunda Guerra Mundial. Ese escenario puede ser reactualizado, con algunas diferencias: Ucrania primero y toda Europa después, jugarían el papel que le tocó en aquel entonces a Checoslovaquia. Si se produce, sería un resultado lógico de la dinámica guerrera del Kremlin y del cambio de administración en Washington. El otro escenario es continuar con la escalada hasta que uno de los dos campos se decida por el golpe de gracia. Y como ese será mutuo ni siquiera quedará alguien para dictaminar “Game, léase la humanidad, is over”.
Estamos viviendo una preguerra nuclear, pero antes de llegar a lo irremediable, hay que subir varios peldaños en la escalada. Aquí también el pasado pide que lo recordemos. Las crisis precedentes no se transformaron en guerra abierta: Berlín en 1961, Cuba en 1962 y, en 1983 el casi inicio de la guerra atómica del que solo nos enteramos años más tarde. Algunas propuestas para evitar la guerra dan escalofríos. El exconsejero de Putin, Vladislav Surkov prototipo del Mago del Kremlin, el best-sélles de Giuliano da Empoli, reflejó la opinión de una parte de la élite política rusa en un artículo del 27 de septiembre 2023, donde propone, frente al Sur global, asumir que hay un Norte global y en alianza con EE.UU., Europa occidental y Rusia para gobernar el mundo. Los ultranacionalistas rusos lo denunciaron por querer compartir la hegemonía...
Varios factores se oponen a una negociación que evite la guerra sin amputar el territorio ucraniano. El primero es que, por un lado, el nacionalismo ruso, la Iglesia Ortodoxa y las élites en el poder, parecen incapaces de pensar su país más que como un imperio y “potencia leader del siglo XXI” según la fórmula de Putin. Del otro lado, Europa perdió toda confianza en la palabra del Kremlin y tiene todas las razones, fundadas en el pasado y en el presente, para pensar que Ucrania es sólo una etapa de la expansión rusa. En cuanto a los EE.UU., la próxima administración podría contentarse con una nueva división del mundo, a condición de no perder su estatuto de potencia con aspiraciones a más.
El segundo factor es que Rusia puso la barra tan alto que le será difícil una salida honorable, que incluya la devolución de los territorios ocupados. En cuanto a los gobiernos europeos, si aceptan una derrota de Ucrania pierden toda credibilidad frente a sus sociedades, mayoritariamente convencidas que en ese caso se abriría el camino a una guerra continental ya que Rusia, más temprano que tarde, invadiría las repúblicas bálticas o incluso Polonia, miembros de la UE y de la OTAN.
Millones de europeos han ya recibido folletos con las indicaciones para intentar sobrevivir a la guerra. En la TV rusa, por ejemplo, en el muy popular programa Lugar de Encuentro, los dos halcones que lo animan conversan todos los días durante hora y media con sus invitados sobre si la forma de obligar al “Occidente global” a no apoyar más a Ucrania es lanzar una bomba atómica sobre Kyiv o bombardear las unidades militares estadounidenses en otras regiones del mundo o directamente destruir Londres. En la encuesta en vivo que el programa lanzó en la emisión del 18 de noviembre, a la que contestaron 26.740 telespectadores, el 28% estimó que la Tercera Guerra Mundial es inevitable, el 48% que puede haber guerra entre la OTAN y Rusia, pero sin llegar al enfrentamiento nuclear y el 27% que ninguno de los dos se animará a una guerra directa.
Lo que se está jugando en esta guerra es quien será el Amo de la Tierra en el siglo XXI. Un Amo necesita esclavos. Los candidatos a serlo son los pueblos, en primer lugar, los del Sur.
Hasta aquí el pesimismo de la razón. Dije que escribo también con el optimismo de la voluntad y deseo compartir un sueño, que puede parecer utópico, como el dream de Martin Luther King, pero pertenezco a una generación que escribió sobre los muros de París la frase de un obrero de Renault en mayo de 1968: “¡Sean realistas, exijan lo imposible!” El sueño es que la movilización de los pueblos contra la guerra pase a ser el primer punto del orden día de todo el arco político en el Sur, así como en EE.UU. y en Europa. Hoy, nuevamente, la divisora de aguas debería separar, por un lado a los portadores del ADN político fascista y por el otro, al resto de la sociedad. En las elecciones en algunos países, sectores de la derecha tradicional, auténticamente liberales, se despegaron de la extrema derecha, mientras la izquierda no jugó a favorecer al fascismo autóctono para derrotar a la derecha. Se trata de una sana flexibilidad que todavía no llegó a nuestro país. Ella es indispensable para restablecer esa divisoria, porque hay una prioridad urgente: enfrentar unidos a quienes promueven la violencia y la guerra. Pero esto no es posible si los EE.UU. no modifican sustancialmente su política, hacia el “Sur global” que ya no es más su patio interno, sino que está pasando a ser la vivienda del encargado del edificio chino o chino-ruso.
De la capacidad de los pueblos del Sur a unirse puede depender a la vez que la guerra nuclear no tenga lugar y que en el futuro sus habitantes no sean legiones de esclavos.
El Sur global puede pesar. Millones de personas en las calles del planeta podrían incitar a China a poner todo su peso en el platillo de una paz justa en Ucrania, hacerle entender a los EE.UU. que deben cambiar su política hacia el Sur, obligar a los nuevos viejos señores rusos de la guerra a abandonar sus ambiciones imperiales, respetando la integridad de los otros países y, hacer que, de ambos lados, se olviden de concebir al Sur como el pato del festín.
* Director de la Licenciatura en Historia. Universidad Nacional de San Martín.