La historia de la Navidad de la Iglesia Ortodoxa Rusa se entrelaza con los vaivenes históricos y políticos de la región. El origen de esta festividad se remonta a la adopción del cristianismo por la Rus de Kiev en el año 988, cuando el príncipe Vladimiro I abrazó la fe ortodoxa bizantina. Desde ese momento, las tradiciones litúrgicas y calendáricas de Bizancio se trasladaron a los territorios eslavos.
El calendario juliano, instaurado por Julio César en el 46 a.C., fue el sistema adoptado por la Iglesia Ortodoxa Rusa para regir sus festividades religiosas. A diferencia del calendario gregoriano, introducido en 1582 por el papa Gregorio XIII para corregir el desfase acumulado con el paso de los siglos, el juliano no ajustaba con precisión el año solar, acumulando un retraso de 13 días en el siglo XX.
Cuando Pedro el Grande modernizó Rusia a principios del siglo XVIII, introdujo una reforma del calendario civil en 1700, adoptando parcialmente elementos del calendario gregoriano. Sin embargo, esta modernización no afectó a la Iglesia, que se aferró al calendario juliano como un baluarte de la tradición frente a las influencias occidentales.
Durante los años soviéticos, la celebración de la Navidad enfrentó una prohibición estatal. En 1929, el régimen comunista declaró ilegal esta festividad, y eliminó los días feriados religiosos en su esfuerzo por construir un estado ateo.
La Iglesia Ortodoxa Rusa, aunque perseguida y marginada, continuó celebrando la Navidad en la clandestinidad, manteniendo el 7 de enero como fecha sagrada según el calendario juliano.
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La restauración oficial de la Navidad llegó recién en 1991, tras la caída de la Unión Soviética. El patriarcado de Moscú, encabezado en ese entonces por el patriarca Alejo II, reafirmó la importancia de esta festividad, que para entonces había recuperado su lugar como un elemento central de la identidad rusa.
A pesar de ello, la Iglesia mantuvo el calendario juliano como un símbolo de resistencia cultural y religiosa frente a la influencia occidental.
El "Viejo Año Nuevo", celebrado el 14 de enero, adquirió una importancia especial como cierre del período navideño en la tradición rusa. Aunque no es una fiesta religiosa per se, esta fecha reflejaba la antigua costumbre de recibir el año nuevo según el calendario juliano, una práctica que sobrevivió incluso a la adopción del calendario gregoriano para asuntos civiles.
Esta dualidad calendárica, propia de Rusia y otras naciones ortodoxas, marca el final de las celebraciones navideñas y ofrece una oportunidad adicional para reuniones familiares y festividades.
El simbolismo de la Navidad ortodoxa rusa se arraigó también en la liturgia. Las celebraciones comenzaban con una estricta vigilia el 6 de enero, conocida como "Svyatki", que incluía oraciones y cánticos antiguos en lengua eslava eclesiástica.
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Al día siguiente, las iglesias se llenaban para la liturgia de la Natividad, marcada por procesiones, cánticos y la lectura de los evangelios que narran el nacimiento de Cristo.
La Navidad ortodoxa rusa, con sus raíces en la historia de Bizancio y su resistencia durante la era soviética, simbolizó tanto la continuidad de una fe ancestral como la capacidad de adaptación de una nación frente a los cambios políticos y sociales. Su historia, llena de giros y retos, resuena profundamente en el alma de los fieles, conectándolos con siglos de tradición y espiritualidad.
La guerra en Ucrania y su impacto en la Navidad ortodoxa rusa
Sin embargo, este año, las campanas de la Navidad ortodoxa resuenan en un contexto sombrío. La guerra en Ucrania, que se prolonga por más de tres años, dejó una estela de destrucción y dolor que no respeta festividades ni treguas sagradas.
El conflicto tensó aún más las relaciones entre las iglesias ortodoxas de ambos países, que comparten raíces comunes pero se encuentran ahora en lados opuestos de una guerra fratricida.
El presidente ruso, Vladimir Putin, asistió la noche del 6 de enero a la misa de Navidad ortodoxa en Moscú junto a veteranos de la guerra en Ucrania. Durante la ceremonia en la Catedral de Cristo Salvador, el patriarca Kiril ofició la misa. Putin, un creyente confeso bautizado en secreto durante la Unión Soviética, aprovechó la ocasión para pedir que sus iniciales fueran grabadas en las cadenas de las cruces bendecidas por Kiril, las cuales serían enviadas a los soldados rusos que participan en la guerra en Ucrania.
Esta iniciativa fue presentada como una muestra de apoyo a los militares implicados en el conflicto. En su mensaje navideño, Putin defendió los valores familiares y el papel de la Iglesia, que respaldó la campaña militar desde el inicio.
Según fuentes independientes, el ejército ruso tuvo más de 80.000 muertos y centenas de miles de bajas desde febrero de 2022.
Por su parte, el patriarca Kiril utilizó su púlpito para justificar la intervención militar, presentándola como una defensa de los valores tradicionales rusos frente a la decadencia moral de Occidente.
En su sermón navideño, afirmó que Occidente odia a Rusia no por sus capacidades nucleares o fuerza, sino por su "camino alternativo" de desarrollo civilizado. Kiril aseguró que, aunque Occidente intenta debilitar a Rusia a través de calumnias y bloqueos, "nada funcionará porque Dios está con nosotros".
Mientras tanto, en Ucrania, la guerra llevó a una reafirmación de la identidad nacional y religiosa. La Iglesia Ortodoxa de Ucrania, que en 2019 obtuvo la autocefalia, buscó distanciarse de Moscú, y muchos ucranianos optaron por celebrar la Navidad el 25 de diciembre, alineándose con el calendario occidental, como una forma de subrayar su independencia cultural y política.
Sin embargo, esta transición no fue universal, y en muchas regiones del país las celebraciones navideñas siguen la tradición ortodoxa oriental.
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La guerra, por cierto, dejó cicatrices profundas en las comunidades religiosas de ambos países. Las iglesias, que en tiempos de paz servían como refugios espirituales, se convirtieron en ocasiones en trincheras ideológicas. La Navidad, que debería ser un tiempo de reconciliación y esperanza, se vive este año bajo la sombra de un conflicto que parece no tener fin.
En las aldeas nevadas de Rusia, las familias se reúnen en torno a la mesa festiva, comparten el kutia, un plato de trigo y miel que simboliza la esperanza y la vida eterna. Pero en muchos hogares, una silla permanece vacía, reservada para el hijo, el padre o el hermano que fue enviado al frente.
Las oraciones por la paz se entrelazan con las súplicas por el regreso de los seres queridos, mientras las velas arden en memoria de los caídos.
La Navidad ortodoxa rusa de este año es, pues, una celebración agridulce, marcada por la tradición y la fe, pero también por la realidad de una guerra que fracturó no sólo territorios, sino también almas.
NG/ff