En el campo de concentración de Ravensbrück, al norte de Alemania, un puñado de bebés logró nacer y sobrevivir en condiciones inimaginables. En un lugar donde el hambre, la violencia y las epidemias eran moneda corriente, la vida de estos niños fue preservada gracias a la solidaridad silenciosa de mujeres prisioneras que desafiaron al régimen nazi, arriesgando todo.
Sudán: dos años de guerra, millones de desplazados y una tragedia silenciada por el mundo
Uno de esos niños es Guy Poirot, nacido el 11 de marzo de 1945. Hoy, con 80 años, afirma que su existencia se debe a “la voluntad colectiva de las mujeres” que lo escondieron, alimentaron y protegieron, incluso cuando ellas no tenían nada. “Somos los hijos de todas esas mujeres”, dijo a la AFP.
Ingelore Prochnow, alemana, nació casi un año antes en el mismo campo. A esas mujeres que la salvaron de la muerte, ella las llama “mis madres del campo”.
Ravensbrück fue el segundo campo nazi más grande después de Auschwitz-Birkenau y el principal destinado a mujeres y niños. Hasta 1943, los recién nacidos eran asfixiados, ahogados o quemados. Las embarazadas eran obligadas a abortar mediante inyecciones letales. Las que lograban ocultar su embarazo, lo hacían por terror a ser enviadas al “Revier”, la enfermería donde se realizaban experimentos médicos y se seleccionaba a los prisioneros para su ejecución.
A pesar de trabajar hasta 14 horas diarias en condiciones infrahumanas, las mujeres tejieron una red de protección: ocultaban los partos, robaban trapos para improvisar pañales y compartían lo poco que tenían. Waleria Peitsch, prisionera polaca, fue golpeada y pateada a pesar de su avanzado embarazo. Aun así, dio a luz a su hijo Mikolaj el 25 de marzo de 1945.
Madeleine Aylmer-Roubenne, miembro de la resistencia francesa, dio a luz a su hija Sylvie en un pasillo, sin agua, sin electricidad, con una vela en el suelo como única fuente de luz. Una reclusa alemana, considerada una delincuente común, se convirtió en su partera y arriesgó su vida al robar instrumental médico para ayudarla.
Desde septiembre de 1944, los bebés eran reunidos en una habitación conocida como “Kinderzimmer”. Su esperanza de vida era de tres meses. El hambre, el tifus, la disentería y el frío mataban más que las balas. Había apenas dos biberones para entre 20 y 40 niños. Las ratas les mordían los dedos por las noches. “Mi madre sola jamás habría podido mantenerme con vida”, dijo Prochnow.
Jean-Claude Passerat-Palmbach, nacido en noviembre de 1944, sobrevivió gracias a que una mujer romaní rumana y una rusa que habían perdido a sus hijos lo amamantaron.
Cómo funcionan las mafias narco que siembran el terror
Los bebés parecían “ancianitas”, relató la médica y resistente Marie-Jose Chombart de Lauwe: con la piel arrugada, el vientre hinchado y la mirada perdida. Cuando el avance del Ejército Rojo obligó a los nazis a evacuar el campo, muchos bebés fueron escondidos bajo las faldas de las prisioneras. Entre el 23 y 25 de abril, la Cruz Roja Sueca logró evacuar a 7.500 prisioneros.
Ingelore Prochnow no tuvo esa suerte: junto a su madre fue obligada a recorrer 60 kilómetros a pie en una “marcha de la muerte”. Fue liberada por las tropas soviéticas al final del trayecto.
Los nazis destruyeron los registros del campo. Sin embargo, un fugitivo checo logró documentar al menos 522 nacimientos en Ravensbrück. La mayoría de esos bebés no sobrevivió. Quienes lo hicieron cargan hasta hoy las cicatrices de un trauma que atravesó generaciones.
Sylvie Aylmer murió en 2019 a los 50 años. Su diagnóstico final fue “trauma transgeneracional”. "Sobrevivieron, pero nunca salieron del todo de Ravensbrück. Y aún así, nacieron, vivieron, resistieron".
LV / Gi