Los resultados de las elecciones presidenciales de los Estados Unidos demostraron que más allá del lenguaje agresivo que se vio en la campaña, de la tensión –y atención- que generan las causas judiciales y de los modos que pueden ser vistos como no adecuados –especialmente en un sistema político catalogado como faro para las democracias del mundo-, lo que en el fondo importa es el ‘metro cuadrado’ de cada habitante. Es decir, ese espacio propio de la vida cotidiana que deben enfrentar los ciudadanos de a pie.
La gente ya no elige la forma ni los estilos políticamente correctos. No importa si el candidato dice que los inmigrantes se comen las mascotas o si hay islas flotantes de basura. Lo que verdaderamente importa para la gente es en quién confía que podrá acomodar su economía, de qué modo influirá en su vida diaria. Quién le dice que va a pelear su pelea y quién se va a enojar con sus mismos enojos, aunque ese voto los avergüence (en eso también se basó el error de las encuestas).
Los votantes van a las cosas simples y concretas, que generen cambios e influyan directamente en su metro cuadrado. Los grandes temas y las grandes discusiones de la agenda quedarán reservadas para otro momento u otras personas.
En nuestro país también nos encontramos con un Presidente que tiene sus incorrecciones y, además, las cultiva. Que comunica a su manera, que convoca a librar batallas y da peleas sin tregua. Algo que muchas veces, también, se evalúa con los ojos de la política tradicional, pero tiene estas nuevas formas que no encajan en esa visión. Así, la economía y el metro cuadrado de cada uno de los individuos siguen sosteniendo al Presidente en el lugar de aceptación de la sociedad.
Los Trump y los Milei saben a quién les hablan en su lenguaje streaming que los caracteriza. Y sí, “es el metro cuadrado, estúpido”.
*Ex titular de ENACOM
