Existe una idea persistente en el imaginario colectivo: la guerra civil convirtió a Beirut en un infierno de manera sorpresiva, de un día para el otro: ¿qué le ocurrió a la “París de Oriente”?
Lo cierto es que, aunque el Líbano disfrutaba de una bonanza económica, existían marcadas diferencias en la distribución del ingreso entre cristianos y musulmanes, favoreciendo a los primeros.
Además, acuerdos de carácter cuasiconstitucional garantizaban a los cristianos una mayoría automática en la Cámara de Diputados y reservaban para ellos la Presidencia de la República.
Mientras tanto, el sur del país, habitado principalmente por chiítas, era una región marginada, con infraestructura básica deficiente.
En ese sentido, más de 300 mil refugiados palestinos habían llegado al Líbano, tras las guerras de 1948 y 1967.
Mientras el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser alentaba a sus aliados en todo el Medio Oriente a solidarizarse con la resistencia palestina, para muchos cristianos libaneses estos refugiados representaban una amenaza al frágil equilibrio demográfico del país.
La cuestión palestina contribuyó significativamente a polarizar la política libanesa, que terminó organizada en dos grandes coaliciones rivales: el Frente Libanés, nacionalista y conservador, y el Movimiento Nacional, compuesto mayoritariamente por partidos de izquierda, que abogaban por cambios estructurales en el sistema y apoyaban la causa palestina.
En resumen, aquel auge económico se sostenía sobre una estructura social extremadamente vulnerable.
El 13 de abril de 1975 el Líbano sufrió un duro golpe. Un grupo de militantes cristianos emboscó un autobús de refugiados palestinos y ejecutó a 28 personas, en una represalia brutal por un tiroteo frente a una iglesia que había dejado cuatro muertos esa misma mañana.
Estos actos, más allá de su barbarie, simbolizaron el colapso definitivo de una paz que llevaba años en tensión.
Lo que siguió después fue brutal. La división de Beirut en este y oeste y la custodia de las guerrillas en los distritos habitados por sus familias y amistades convirtió al país en un mosaico de enclaves que sirvió como reflejo de la debilidad intrínseca del Estado nacional.
La vida continuó con cierta normalidad más allá de la “línea verde” que había partido en dos la capital, en referencia a la densa vegetación que había crecido en la avenida de Damasco, por entonces peligrosamente poblada de francotiradores.
La guerra se regionalizó rápidamente en una zona donde, hasta el día de hoy, los límites entre lo interno y lo externo se presentan de forma difusa. El resultado fue un país desgarrado, con la presencia del ejército sirio ejerciendo la tutela sobre las instituciones de gobierno libanesas y la guerrilla de Hezbolá, socia de Irán, que enarbolaba las banderas de la Revolución Islámica en el sur y sudeste.
A pesar del acuerdo de reconciliación, negociado sobre el final de 1989, las marcas de aquel conflicto, que arrebató la vida de más de 150 mil personas, siguen latentes en las miradas de desconfianza que las generaciones más jóvenes, con su ímpetu y su empuje, se han empeñado en borrar.
La lucha por reconstruir un Estado funcional y una identidad común sigue siendo uno de los mayores desafíos de la política libanesa contemporánea.
*El autor es Doctor en Relaciones Internacionales. Director de las carreras de Ciencia Política y Relaciones Internacionales y del Núcleo de Estudios de Medio Oriente de la Universidad Austral.