Cuando estrenamos El último, diatriba de amor por mensaje de audio hace un par de años, yo venía particularmente afectado por dos crímenes que rebotaban en mi cabeza sin parar. Uno era el caso de Enzo Aguirre, un pibe de 23 años que laburaba como taxi boy y que había sido asesinado al final de la pandemia, en un hotel a la vuelta de mi casa, en el microcentro porteño. El crimen de Enzo me dejó profundamente afectado no solo por la proximidad geográfica, sino porque nos cruzábamos en aplicaciones de citas y charlábamos. Era un pibe hermoso, simpático y pobre. Enzo fue la primera persona a quien yo conocía que había sido asesinada por razones de género.
El otro caso era el de Fabiana Luna, una joven de 25 años a quien mataron en un camino rural de Rafaela, mi ciudad de origen. Trabajadora sexual, madre de tres criaturas y también pobre. Murió estrangulada con un cordón de zapatillas, en manos de un chabón que se aprovechó de la precariedad de las condiciones de su trabajo y de su condición de mujer. Su femicidio resonó profundamente, impulsado por los grupos feministas de Rafaela que rápidamente salieron a las calles a reclamar justicia.
La muerte de Enzo me había empujado a escribir la obra. La de Fabiana confirmó que era necesario y urgente generar conversaciones sobre el trabajo sexual, la violencia de género y las raíces de estas violencias: las formas en las que somos educados en el amor. El estreno en Rafaela, mi tierra, adquirió fuerza y sentido. Su asesinato era una herida abierta en una comunidad donde los comentarios fachos y las justificaciones de la maquinaria neoliberal erizan la piel. Allí, como en tantas localidades pequeñas, el chisme doloroso se convierte en sentencia: “¿A qué se dedicaba? ¿Cómo estaba vestida? ¿Por qué estaba en ese lugar? ¿Era buena madre?”. Esas preguntas que no buscan justicia, por supuesto, sino culpar a las víctimas, invisibilizar el contexto y perpetuar prejuicios.
A mí me interesaba corrernos del enfoque binario. En El último, quise explorar la violencia que atraviesa el vínculo entre un señor con recursos que se obsesiona con un pibe más chico y pobre. Dos formas opuestas de encarar la vida, la relación con el dinero y el amor, que no tarda en transformarse en tragedia. Pero en un debate posterior a la función, alguien afirmó que la obra no hablaba de violencia de género porque no era de un hombre ejerciéndola sobre una mujer. Esa afirmación reveló las limitaciones del enfoque binario y, al mismo tiempo, la necesidad urgente de la obra. El teatro ocurre donde es necesario, y El último era urgente y necesaria en mi tierra.
Hoy, solo un par de años después, el escenario nacional ha cambiado drásticamente. El contexto de las “malas víctimas” se ha profundizado bajo un gobierno libertario que recorta derechos, desmantela políticas de género y abandona a las personas más vulnerables. La validación de discursos de odio consolidan un retroceso alarmante. Nunca imaginamos que la extrema derecha ganaría el centro de la escena sociopolítica, y que volverían al imaginario colectivo los fantasmas del medievo, aquellos que justifican desde el poder el uso de la violencia sobre quienes intentan decidir sobre sus cuerpos. Tampoco pensamos que frases como “tu cuerpo, mi decisión” se convertirían en consignas virales, con millones de likes y comentarios de odio, legitimando una crueldad que antes se ocultaba y hoy se ostenta como bandera.
Los casos de Enzo y Fabiana resuenan en triste sintonía con las trescientas víctimas de violencia de género que son asesinadas cada año en Argentina. Una cada 20 horas en lo que va de 2025. En “El último”, estas historias encuentran eco en los personajes que habitan el escenario: cuerpos atravesados por el deseo y la violencia, relaciones marcadas por el abuso de poder y la precariedad, voces que resuenan desde los márgenes para cuestionar un sistema que perpetúa las mismas injusticias. La obra no da respuestas ni afirma verdades; intenta abrir preguntas y confrontar al espectador con las ausencias que solemos ignorar.
Desde el teatro periférico seguimos insistiendo en contar estas historias. Historias que parecieran no interesarle ni al teatro oficial ni al comercial, preocupados por otros menesteres. Nuestro teatro no cambiará nada, pero sentimos que es vital compartirnos algunas preguntas. ¿Qué hacemos con estas ausencias? ¿Cómo enfrentamos un sistema que se sostiene en nuestro silencio? ¿Cómo respondemos cuando callar ya no es una opción?
*Autor y director de El último, diatriba de amor por mensaje de audio. La obra se presenta los sábados de febrero y marzo a las 20 en El Extranjero Teatro.