Esta es una época en que se desvalorizan las emociones, los sentimientos, los afectos; son tiempos en los que, gracias a la instauración de la virtualidad, los encuentros entre los cuerpos y las voces en un espacio definido se vuelven una extravagancia; los abrazos y los besos se concretan sobre todo a partir de palabras, dibujos y figuras: decir “te amo” es imposible y “te quiero” una desmesura. Aunque las personas pueden vincularse virtualmente a través de las redes, se hace mucho más difícil el encuentro real y esto tiene consecuencias que son evidentes: el aislamiento conduce de manera natural al individualismo, la solidaridad entre las personas aparece como una idea casi utópica, la soledad se agrava, los vínculos afectivos se vuelven cada vez más frágiles, el futuro se presenta como más incierto e imprevisible. Sin embargo, vivimos con la ilusión de que estamos más acompañados que nunca. Todo es etéreo, la realidad se disuelve.
Al mismo tiempo, en otro orden, el sistema de producción neoliberal hegemónico genera en el mundo entero enormes transferencias de recursos desde enormes masas de desvalidos hacia grupos de élite cada vez más concentrados. De ese modo, excluye a enormes mayorías, las arroja a espantosas condiciones de vida y vuelve naturales el hambre por desnutrición, las epidemias más atroces, la zozobra, la desesperación. Y para lograr tales objetivos este sistema coloniza brutalmente los diferentes gobiernos de distintos países de todo el mundo, que se ven así reducidos a la instrumentación de políticas que legitiman permanentemente la exclusión, sólo matizadas por algunas medidas que sirven para disimular tanta injusticia y tanta indignidad. Para sostenerse como sistema hegemónico, el neoliberalismo va alentando estrategias cada vez más autoritarias; se trata de destruir poco a poco cualquier tipo de derecho que beneficie a las capas más bajas de la sociedad.
El planteo de lo que durante gran parte del siglo XX se denominó “justicia social” aparece como una fórmula vacía de contenido, carente de toda justificación y profundamente nociva. Y quienes se atreven a insistir en la defensa de los derechos más elementales son estigmatizados como “enemigos de la libertad”. De lo que se trata, en última instancia, es de destruir el “Estado de Bienestar” que dominó las políticas de gran parte del mundo occidental durante el siglo pasado. Estas estrategias conducen progresivamente a un sistema totalitario que tiene como característica fundamental el poder ocultar su propia naturaleza. De esta manera, quienes propugnan este sistema -que son sus beneficiarios- logran ocultar permanentemente sus huellas. El neoliberalismo deviene en totalitarismo: deshace de manera sistemática las expectativas de una vida mejor para una enorme parte de la sociedad. Y en este sentido, y con este fin, su estrategia más atroz y más efectiva consiste en la destrucción de la verdad. Si hay algo que va caracterizando el curso del presente siglo es la imposibilidad de encontrar una manera de distinguir lo que es cierto de lo que no lo es. Los criterios de verdad son objeto de devastación. La destrucción de la verdad vuelve imposible la vida y conduce al nihilismo más profundo que es lo que mejor define la época que vivimos. Así, de manera imperceptible, se instaura una visión apocalíptica a la que nadie se puede sustraer. Sin embargo, a pesar de este estado de cosas, que parece definitivo, seguimos esperando que todo se modifique. Muchos tenemos la convicción de que semejante estado de cosas puede cambiar y que con inteligencia y voluntad podemos oponer una gran resistencia hasta que eso suceda. La obra Limbo trata precisamente de la sensación de apocalipsis que de alguna manera nos embarga; la obra Plataforma nos habla precisamente de la posibilidad de resistir aun cuando todo parece perdido. Ambas piezas son las que componen el espectáculo Las esperas.
*Autor y director de Las esperas, que se presenta los sábados a las 17.30 h en Ítaca Complejo Teatral.