Los estados tratan de facilitar la constitución de las empresas para bajar las barreras a las actividades económicas. En la actualidad, el tiempo para constituir una sociedad básica se mide en días. Las inscripciones fiscales se activan en cuestión de horas.
Pero la salida no es tan simple. Los conflictos societarios exponen una realidad incómoda: no existen mecanismos claros y eficaces para disolver esta “relación”, lo que deja a los socios atrapados entre costosas disputas legales o una resignada convivencia conflictiva.

El problema es que, a diferencia del matrimonio, no existe algo así como un divorcio societario. El divorcio no solo implica la resolución del vínculo sino también de la sociedad conyugal, es decir, del régimen patrimonial que nace instantes antes de la lluvia de arroz.
La evolución del matrimonio plantea un antecedente interesante. Recordemos que a pesar de que el matrimonio civil existe en nuestro país desde 1888, el vínculo se consideraba perpetuo, en una suerte de concesión a las instituciones religiosas que en ese momento retrocedían frente al Estado liberal y laico. Recién en 1987 se admitió la disolución del vínculo matrimonial definitivamente. Décadas después el proceso se modernizó y ya no es necesario demostrar quién fue el “culpable” de la ruptura. Ni siquiera hay que pedir permiso: el divorcio procede con una sola voluntad disolutoria.
Sin embargo, en el ámbito societario, la normativa actual se encuentra algo estancada en el pasado. Hay motivos muy defendidos en viejos tratados de derecho comercial pero que sin embargo no resisten la actualidad “posmo”.
La ley contempla dos mecanismos de salida: la disolución por acuerdo de partes o como sanción, en ciertos casos, y el derecho de receso. La disolución suele funcionar más como una sanción que como una solución, aplicándose en situaciones extremas como la quiebra o la pérdida del capital. El acuerdo de partes requiere la aprobación de los socios mayoritarios, quienes la suelen resistir para no perder los llamados “beneficios privados del control”. El derecho de receso, por su parte, es tan restrictivo que apenas se convierte en una opción viable. En resumen, en la mayoría de los casos, no hay un camino claro para “divorciarse” de un socio.
Hay que advertir que existen salidas contractuales: los socios podrían acordar previamente mecanismos de disolución, de salida, de resolución de conflictos y aún de orden sucesorio para gestionar las empresas familiares. Salvo contados casos de empresas bien planificadas y con un cuidado asesoramiento, en general pocos contemplan estas cosas. Al igual que en el matrimonio, el optimismo inicial enmascara la posibilidad de fracaso, y pocos socios consideran necesario definir cláusulas de salida desde el principio. La dictadura de los modelos bajados de la web y los “estatutos tipo” que fuerzan algunos reguladores societarios conspiran contra los socios desprevenidos.
La respuesta académica y normativa a esta problemática ha sido parcial. Se ha propuesto acelerar procesos judiciales o recurrir a la figura del arbitraje, pero sin lograr consensos claros o soluciones efectivas. De ahí la necesidad de explorar alternativas innovadoras que permitan una salida justa y razonable para los socios en conflicto. Eso es justamente una ley de divorcio societario.
En un apretado resumen de un paper académico publicado hace poco, se plantea un procedimiento especial para las sociedades en conflicto. El centro del procedimiento consiste en la valuación de las participaciones societarias. La clave aquí sería recrear, de forma artificial, un “mercado secundario” (es decir, una cotización razonable, que solo está al alcance de algunas empresas con su capital en el mercado) para valorar adecuadamente la empresa.
El fundamento de la propuesta es que los problemas societarios tienen su origen en la asimetría informativa entre los socios controlantes (que conocen todo sobre la empresa) y los minoritarios (que lo ignoran todo).
El proceso podría comenzar con la declaración formal de un conflicto societario. Luego, un tribunal de valuación, bajo la supervisión judicial o a través de árbitros expertos, calcularía el valor de la empresa. El objetivo sería llegar a una cifra razonable.
Una vez determinado el valor, se abriría la posibilidad de suspender temporalmente las limitaciones a la transferencia de acciones, permitiendo la entrada de nuevos socios o la salida del accionariado conflictivo mediante subasta o transacción privada. Una suerte de “concurso de socios”. Valuar una empresa es un tema en sí mismo, pero es la única discusión que vale la pena en el marco de un conflicto societario.
Este procedimiento permitiría a los socios involucrados disolver su relación sin dañar la estructura empresarial ni exponerla a terceros.
Este enfoque, aunque necesita ajustes y discusiones, es un intento de replantear la forma en que entendemos las relaciones societarias, creando opciones que permitan a los socios liberarse de una relación indeseada sin sacrificar valor en el proceso.
Es un debate que, sin dudas, merece la atención del legislador y del ámbito académico, pues la realidad del derecho societario no puede seguir ignorando la posibilidad de una disolución fácil cuando los vínculos empresariales se tornan tóxicos.