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Yo insulto, tú insultas, él insulta…

Insultar desde una posición de poder supone siempre una baja autoestima. Hoy, los argentinos tenemos el presidente más maleducado e irrespetuoso de nuestra historia.

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Hace un par de años, inicié una minicampaña para defender la cortesía verbal en la vieja red Twitter con el hashtag #RedesConRespeto. Por supuesto, no tuvo mucho eco, salvo en una entrevista en el programa de radio @CitasdeRadio, a quienes les sigo agradecida. Lejos estaba en esos momentos de pensar que ya no quedaría ni rastro de la cortesía verbal y muy poco del respeto. Si empezamos por los gobernantes, los presidentes se llevan la medalla de oro al insulto olímpico.

Para una investigación, estoy siguiendo la campaña electoral Trump vs. Harris. No está de más recordar los insultos de Donald en 2016, que ahora vuelven más feroces, incoherentes y repulsivos contra una vicepresidenta que responde siempre con altura y firmeza, jamás con el enojo que debe de tener seguramente después de escuchar los adjetivos ofensivos que le propina el viejo expresidente.

Pero nosotros, argentinos y argentinas, no podemos criticar, porque tenemos al presidente más insultador, maleducado e irrespetuoso de nuestra historia. Sin embargo, a la gran mayoría que apoya sus medidas extremas, sus viajes insólitos y sus funcionarios y funcionarias, muchas veces ineficaces o inhumanos, parece no llamarle la atención este léxico agresivo. El insulto se ha naturalizado. Y eso es lo peor que puede ocurrir, porque el insulto es un virus, –en latín, un veneno– que se expande descontrolado por los medios de comunicación y por las redes sociales, que causa un daño atroz en quienes lo reciben y que da un pésimo modelo de persona a las generaciones más jóvenes. 

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En un artículo publicado en LinkedIn hace unos días, Isaura Rodríguez Pérez entiende el insulto como una estrategia política procreada por Trump. La autora cita al consultor político Antoní Gutiérrez Rubí, que explicó cómo Trump marcó en su primera (y espero que última) presidencia un hito en el uso del discurso agresivo. Esto sucedió durante una clase magistral dada en la Universidad Nacional de Tres de Febrero. Así, Gutiérrez Rubí afirma que las descalificaciones furiosas son una naturalización del insulto como forma de hacer política. Agrega que se degradan claramente las formas de convivencia democrática.

Aunque Trump puede ser uno de los padres del insulto, no es el único. De derecha extrema o de izquierda extrema, los y las gobernantes exaltados creen (y parece que sus seguidores también) que uno es más fuerte cuando es radicalmente excesivo en el uso del vocabulario denigratorio o que goza de más contundencia argumentativa si grita o insulta a quienes piensan distinto.

Todos quienes estudiamos a Aristóteles, a la Nueva Retórica e incluso nuestro presidente, que parece que ha aprendido de memoria la enumeración de las falacias, sabemos que maltratar al otro, a la otra, no es un argumento válido entre seres pensantes y sintientes. Sin embargo, cuando nuestro presidente las usa, pareciera que no aplican a su caso. 

El 25 de julio, Luciano Román publicó en La Nación el artículo “Además de ‘déficit cero’ se necesita ‘insulto cero’”. Con su texto, se une a todos y a todas los que nos preocupamos por la forma y por el contenido del discurso político. En él, nos dice: “Cuando se pierde el respeto por el otro, se cae en una violencia simbólica que puede habilitar otras formas de violencia”. Como en su momento The New York Times confeccionó la lista de todos los insultos usados por Trump, Román hace un listado de las personas que fueron insultadas por la palabra presidencial: “… economistas, mandatarios extranjeros, funcionarios del FMI, periodistas, intelectuales, actrices, cantantes, gobernadores, legisladores, banqueros y empresarios”. 

Toda persona que no piensa como él es un “gil porque no la ve”. Tal vez, quizá, él podría consultar con un buen oftalmólogo, puesto que no ve el sufrimiento de tantos argentinos y argentinas de bien, como le gusta decir. Somos todos y todas quienes trabajamos y pagamos los impuestos que él prometió en campaña sacar o que sacó y puso de nuevo. 

Los agravios mileístas, eso sí, son duros y parejos ya que, cuando se refiere a quienes no comparten básicamente sus ideas, los califica de “libertarados”. En el artículo citado, Román ofrece unos cuantos insultos más, pero los evito, porque ya dejé en claro que estoy en contra de insultar a quien piensa distinto.

Aquí, en nuestro país, no se argumenta contra las ideas sino que se apedrea verbalmente a las personas, fatigamos (perdón por la expresión borgeana) la famosa falacia ad hominem (contra el hombre o la persona pero no contra sus ideas, lo aclaro por las dudas). Esta falacia es la favorita de nuestro primer mandatario y la blande a favor o en contra del que se le cruce en su pensamiento sorprendente.

Años de kirchnerismo exacerbado nos condujeron a la polarización política y afectiva (o a la grieta) en la que vivimos. Estos gritos, insultos y maltratos han contagiado también al Congreso (al que propongo llamar “menos honorable de lo que era”). Porque de honorable, entre sus decires y sus haceres, le queda muy poco.

Sergio Sinay, el 6 de junio en Facebook, escribió el texto “El insulto avanza”. Para Sinay, este consiste en el “certificado de defunción de la razón, ese atributo humano fundamental”. Y le agrego que es el certificado de defunción del bien sentir y del decir respecto de quienes piensan de modo diferente. El autor cita a Isaac Asimov cuando dijo, en los años 40: “La violencia es el último recurso del incompetente”. De este modo, insultar desde una posición de poder supone siempre una baja autoestima que esconde completamente el corazón humano de quien insulta y entierra el sentimiento esencial de que los demás importan y merecen nuestro respeto.

En un posteo de X, el comunicador político Mario Riorda enumera algunos errores recurrentes que se cometen al hablar o escribir en forma pública: 1. Descalificación incivilizada y humillante de quien piensa distinto; 2. Superioridad moral y privatización de la verdad; 3. Misoginia; 4. Desaparición de la imagen institucional, y 5, como ya citó en otro texto, “brutalismo comunicativo” (revista Anfibia, marzo de 2024).

Como los lectores y las lectoras verán, somos muchos y muchas quienes creemos que se puede tratar bien, se debe tratar bien, al prójimo, en especial han de ser modelos de esto quienes ostenten posiciones de poder.

Lamentablemente, como dice Sinay, el insulto avanza y se lleva por delante los sentimientos y la dignidad ajena, se destroza la vida en paz que merece la ciudadanía y se mancilla la dignidad de las personas que trabajan y se esfuerzan por salir adelante, incansables e incorruptibles. A esa gente que se levanta por la mañana para hacer lo mejor que puede por su familia, por su país, van mis mayores alabanzas, y a quienes piensan diferente los invito a participar de una república –de la cosa (res) pública– que es de todos y de todas y que se construye con virtud y con prudencia, con respeto y con autorrespeto.

*Escuela de Posgrados en Comunicación. Universidad Austral.