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Argentina, hoy

Una opción de centro bajo incertidumbre en la política y la economía

Los autores exploran los límites de las predicciones que, invocando rigor científico, se realizan sobre política y economía. Advierten que pueden resultar útiles pero, sin reconocer la incertidumbre que limita sus alcances, pueden resultar meras fantasías. A partir del análisis de las proyecciones de dos trabajos que presentan una mirada más o menos optimista sobre los logros del gobierno de Javier Milei, procuran elaborar una visión de los escenarios futuros, económicos y políticos, más factibles y, a partir de ello, discuten las posibilidades del surgimiento de una opción de centro diferenciada del kirchnerismo, del mileísmo y del macrismo.

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Hacer predicciones pretendidamente científicas tiene muchos riesgos, todos menos que se las considere con escepticismo. En general son tomadas al pie de la letra, a favor o en contra. Pero en política o economía, las predicciones son fantasiosas o, como mínimo, inciertas. Proyección no es sinónimo de predicción. No lo es siempre que hagan explícitos sus límites, su naturaleza conjetural, cómo se estiman las diferentes probabilidades de los escenarios considerados factibles, o cómo podrían los cambios esperados relacionarse entre sí. Por eso, si son honestas intelectualmente, las proyecciones pueden ser útiles. ¿Qué va pasar en la Argentina hasta la noche de octubre de 2025 en que se conozcan los resultados electorales? No tenemos idea, pero sí podemos formular algunas conjeturas que, aunque no disminuirán nuestra ansiedad, pueden al menos ser guías que nos ayuden en nuestra condición de ciudadanos activos.

De las múltiples proyecciones circulantes, nos interesa particularmente considerar dos que, sin sesgos ideológicos, ejemplifican miradas más bien optimistas sobre las consecuencias de la acción oficial. Una, de Alejandro Catterberg, es de índole política. La otra, de Eduardo Jacobs, de índole económica. Vayamos a ellas. 

Básicamente, Catterberg argumenta que el Gobierno está cada vez más fuerte. En parte, gracias a una polarización que ha mutado. El macrismo ya fue y sólo quedan en el centro del ring mileísmo y kirchnerismo. “Estructuralmente –nos dice después de nueve meses el Gobierno ha disminuido la probabilidad de una crisis de gobernabilidad, porque ha sacado de la mesa el escenario de la hiperinflación y de la protesta social…mientras que la oposición está fragmentada, desgastada, desordenada y con una crisis de identidad. El discurso anticasta continuará siendo efectivo”. 

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Catterberg confía en sus encuestas: le dan entre 45 y 50% de popularidad al Presidente. Y así se aproxima al núcleo duro de su pronóstico: Milei y los nuevos gobernadores tienen incentivos para coalicionarse de cara a las elecciones de medio término. Cree que el capital temporal (para cualquier político sensato es indispensable saber cuánto tiene) del Gobierno ha crecido: “El Gobierno se ha ido afianzando. No es un gobierno que cada vez está más débil; cada vez está más fuerte”.

No resulta tan claro por qué, para él, el Gobierno pudo fortalecerse. Lo que sí es claro, es que Catterberg está marcando una tendencia. Quizás porque al kirchnerismo le está yendo mucho peor, o porque está teniendo lugar “un cambio trascendental en la reorganización de la macroeconomía argentina”: menor inflación y superávit fiscal son logros superlativos (aunque las cosas, dice atajándose, podrían ponerse difíciles si la gente pierde la paciencia). Resumiendo: “Si el Gobierno consigue que la economía empiece a crecer y a reactivarse, que la inflación siga bajando, y que la oposición y la política sigan totalmente desgastadas, va a tener una victoria rotunda”.

Aunque en septiembre la popularidad del Presidente se redujo y algunas de las decisiones del Gobierno empiezan a mostrar rendimientos decrecientes, las conjeturas optimistas de Catterberg no carecen de realismo. También Jacobs, basado en algunos logros de la política económica, es optimista (tal vez en demasía). Sugiere que Milei podrá reducir la inflación a un dígito anual rápidamente, fijar el gasto público en torno al 25% y bajar fuertemente la carga tributaria: “No podemos saber qué tan rápido se recuperará la economía… (ni) cuándo y cuánto podrá crecer el empleo en el corto plazo…(pero) una vez que la alta inflación sea un triste recuerdo y la carga tributaria haya bajado drásticamente vamos a reencontrarnos con un mundo diferente. Cuando Argentina normalice el funcionamiento de su economía… la tasa de crecimiento va a aumentar significativamente. El mejoramiento general del funcionamiento económico que describimos constituirá un mejor punto de partida para la tarea aún por hacerse…”.

Proyecciones políticas. Estas conjeturas nos evocan debates ocurridos en vísperas de la presidencia de Milei: muchos subestimaban “para bien o para mal –según las preferencias– sus posibilidades de gobernar debido a la indiscutible fragilidad política e institucional del gobierno. Evidentemente no fue así y el potencial destructivo o constructivo, según se mire, del Presidente es enorme. Milei podrá estar en la cúspide de un gobierno débil, pero el principal recurso que necesita lo tiene: una ola social compuesta por una mezcolanza de ideas y deseos, broncas y anhelos, sentimientos y resentimientos, generaciones diversas, intereses y pasiones, reflexiones e impulsos, fe y esperanzas, todo eso y más, lo tiene. Por ahora parece alcanzarle para gobernar y le sobra para fundar una religión”. Por eso nos importa tanto reflexionar tanto sobre las visiones optimistas de Catterberg y Jacobs.

Nuestra impresión es que, tanto en lo político como en lo económico, el gobierno de Milei enfrenta complicaciones cuyas consecuencias no podemos prever, pero serán de extrema relevancia. Para empezar, a medida que el tiempo pasa al Gobierno le está resultando menos fácil apostar por la polarización, tan rentable para sus propósitos. Y la polarización es importante porque constituye uno de los recursos gracias a los cuales Milei pudo, al menos hasta ahora, conservar y aún aumentar su capital político. Esa apuesta está siendo menos eficaz, por el propio desprestigio del kirchnerismo, por un lado, y por las paradojas del juego institucional por el otro. En cuanto al desprestigio, el momento actual es peculiar: el kirchnerismo implosiona en tanto que el peronismo no ha generado su reemplazo (y no sabemos si lo generará); en síntesis, no ha inaugurado un nuevo ciclo del tipo al que nos tiene acostumbrados (desde 1983 la Renovación, el menemismo, el kirchnerismo). En cuanto al juego institucional, debido a la propia gravitación peronista en el Congreso, con o sin desprestigio, sus legisladores cuentan cada vez más. Al ser convocados por otras fuerzas, de algún modo reciben una legitimación que hace más difícil considerarlos parte del hecho maldito, leprosos los demás deben mantener a distancia. Lo más patético es ver cómo se desfonda la diferencia polar entre casta y anticasta: los legisladores peronistas podrían, entre otras cosas,  llegar a ser “cómplices” de La Libertad Avanza en la nominación de Lijo para la CSJN. Se concrete o no ese acuerdo, con LLA coludiendo con el FdeT por una causa tan noble (sic), la imagen de casta que alimenta la polarización tiende a desvanecerse. Algo semejante ocurre con otros bloques, como el radical, que el Gobierno logró dividir para evitar que se rechazara el veto del PEN a la ley previsional.

Además, defendiendo la nominación de Lijo a capa y espada en un contexto en el que la noción de casta se ha expandido hasta manchar a todas las élites públicas, el mileísmo le quita filo al término. En otras palabras, el mileísmo corre el riesgo de desdibujar su identidad política antes de tenerla. Aunque todavía navega con viento de cola, eventualmente el desprestigio podría terminar afectándolo. Tengamos en cuenta que se está hablando de cuestiones que no tienen directamente que ver con la economía, pero que también gravitan sobre el electorado. No es cierto que lo único que importa sea el voto económico: en el margen otras cuestiones pueden inclinar el fiel de la balanza. 

El gobierno de LLA es el de una fuerza política novel, pequeña, “líquida”, sometida a enormes presiones. Por lo tanto, no es extraño que sus problemas a nivel político se desenvuelvan desde adentro hacia afuera. Más aún si el Presidente opta –como es el caso– por entornarse. Ese entorno opera como una burbuja que lo aísla del contacto y la información proveniente de “afuera”, condicionando fuertemente sus decisiones. No todos los presidentes se entornan “Alfonsín, Menem, Macri, no lo hicieron. Milei sí, lo que es un problema político de primer orden. Por desgracia, Santiago Caputo no funciona como un pararrayos, no amortigua presiones o embates, y su erosión política es pura pérdida para el Presidente. Los entornos no son fusibles como los gabinetes y su disgregación puede transformarse en crisis sumamente costosas. Además, cuando un entorno se resquebraja, los problemas se filtran por sus grietas y las consecuencias van más allá del entorno. La vicepresidenta, por caso, es una política de personalidad y orientación definida, y estaba cantado que marginarla iba a conllevar un costo importante para el Presidente. Aunque de momento Villarruel no ha hecho mucho por perfilarse en un rol ‘opositor’, la fisura con ese entorno se volvió inocultable”.

Los problemas también se manifiestan en los conflictos que se suceden en los bloques legislativos oficialistas. Aunque sea imposible dimensionarlo a ciencia cierta, el impacto público de la visita de un grupo de diputados a presos por crímenes de lesa humanidad, con foto de familia y todo, no fue menor. Lo mismo cabe decir de la rebeldía abierta y recurrente de un senador del espacio, que hace gala de su libre pensamiento. Pero la agitación de los legisladores se inscribe en un marco más amplio, que abarca también el desplazamiento vertiginoso y generalizado de funcionarios que duran muy poco en sus cargos. 

Las dificultades de Milei para mantener un vínculo de relativa estabilidad con el macrismo, por su vez, no dependen exclusivamente de Macri. Y las consecuencias se hacen visibles en votaciones decisivas en el Congreso. Aquello que la prensa denomina “derrotas” recientes (Lousteau en la presidencia de la Comisión de Inteligencia, el rechazo parcial del DNU que asignaba recursos a los organismos de inteligencia, la aprobación de la ley de reajuste de las jubilaciones o la de financiamiento universitario), tiene muy poco de derrotas; son más bien daños autoinfligidos. El veto de la ley previsional y la decisión de hacer lo propio con la de financiamiento de las universidades son significativos: el Presidente debe poner en juego su capital político. Aunque el Ejecutivo logró reunir el tercio necesario para vetar la primera de esas leyes, algo que fue presentada como una hazaña, más bien se trató de una demostración de debilidad: difícilmente un presidente pueda gobernar mediante vetos de manera permanente.

De uno u otro modo, los temas recurrentes de nuestra historia golpean la puerta del Gobierno y sus huestes: el entrelazamiento entre organismos de inteligencia y corrupción, los fantasmas de la represión, la depravación de miembros del Poder Judicial, entre otros. Cuando Lourdes Arrieta denuncia el “verticalismo totalitario” (aludiendo no precisamente a los peronistas), o expresa que “yo sé que Javier no tiene que ver con todo esto”, probablemente no tenga la menor idea de los infinitos juegos de inspiración histórica que se podrían hacer con sus palabras.

En cuanto al desarrollo de una estructura partidaria de envergadura nacional, entretanto, podemos preguntarnos: ¿LLA podrá generar equipos propios o deberá contar con estructuras partidarias preexistentes? ¿Contará con la ayuda de los nuevos gobernadores, como confía Catterberg, que por su vez necesitan de Milei? No son preguntas ociosas. Su resolución tendrá incidencia en la conformación de los partidos en los diferentes distritos, en los resultados electorales y en la solidez o fragilidad de las bancadas ampliadas. Después de todo, para un partido sin pasado como LLA, es imperioso estructurarse y dotarse de bases más allá de las redes sociales, no muy confiables a la hora de sumar votos en un contexto de escaso entusiasmo, y menos de proporcionar personal político para los diferentes niveles gubernamentales. Milei parecía tener esto claro cuando, con propuestas quiméricas como la dolarización (en la campaña), o baterías legislativas como la de enero pasado (en el inicio de su gobierno), procuraba galvanizar y soldar una base político-electoral. Pese a que muchas de sus extravagantes propuestas fueron abandonadas por posturas más pragmáticas, aquella determinación, aunque a veces parezca titubear, se mantiene.

Podemos arriesgar una primera conclusión: todo lo que hemos dicho en el plano político alude a dificultades endógenas a LLA como formación política y a su liderazgo, que combina un precipitado socio-electoral sumamente heterogéneo y un mesianismo digitalizado. Si estamos en lo cierto, ni LLA ni su líder pueden endilgar sus problemas políticos a “la casta”, “la herencia recibida”, “los comunistas”, “los populistas” ni nada por el estilo. Son problemas que ellos mismos se han creado, en un contexto, hay que admitirlo, extremadamente complejo.

Para articular lo político y lo económico (que abordaremos a continuación) es útil tomar en cuenta el estado de la opinión pública. El índice de Confianza Gubernamental de la Universidad Torcuato Di Tella (disponible mensualmente desde noviembre de 2001) parece un instrumento apropiado para ese fin. En diciembre de 2023, ya con Milei al mando, el ICG fue de 2,86 puntos (45,3% mayor al del mismo mes de 2019 y 59% mayor al de diciembre de 2015, también momentos de cambio de gobierno). En los meses siguientes el índice osciló moderadamente entre un mínimo de 2,37 registrado en julio y un máximo de 2,54 alcanzado el mes siguiente. Pero en septiembre cayó abruptamente hasta los 2,16 puntos (14,8% menos que en agosto y 24,5% menos que en diciembre pasado). 

¿Cómo interpretar estos resultados? Teniendo en cuenta las oscilaciones del indicador, es conveniente considerar tanto los valores mensuales como los promedios del período. Para los diez meses transcurridos desde la asunción de Milei, el promedio de 2,51 puntos evidencia un nivel de confianza más que aceptable para el período. No parece aventurado señalar que el descenso de la inflación fue su causa principal. Pero el índice de septiembre, significativamente menor al promedio (y más aún al del inicio del Gobierno) sugiere que la luna de miel de éste con la opinión pública está concluyendo, probablemente por el incipiente agotamiento causado por una recesión que se prolonga y por la consecuente caída de los ingresos, fenómenos que están desplazando a la inflación como preocupación prioritaria. 

El ICG es un buen indicador para captar algo en verdad complejo que nos interesa resaltar: por un lado la confianza depende de la percepción del pasado, pero por el otro proyecta cierta noción de lo que cabe esperar en el futuro; abarca además múltiples dimensiones. La gente puede confiar, por ejemplo, que “el Presidente seguirá bajando la inflación”, pero también puede pensar que “si es capaz de bajar la inflación, también puede serlo para recuperar el crecimiento y el empleo”.

Proyecciones económicas. Consideremos ahora al escenario macroeconómico. Muchos analistas sostienen que el Gobierno ha construido un puente sobre aguas turbulentas y lo está atravesando con éxito. ¿Pero, hasta qué punto es así? 

En una nota periodística donde se pregunta si el inédito experimento libertario puede ofrecernos algún futuro, Pablo Gerchunoff sostiene que “la prioridad del gobierno de Milei es terminar con la inflación”, aunque sea con recesión. Y reconoce que “le va bien”. Sin embargo, continúa, lo conseguido hasta ahora por el ajuste fiscal “… depende del sesgo antiexportador y el proteccionismo”. Esto, que es contradictorio con las presuntas preferencias anarco-liberales del Presidente, refleja “un aspecto nodal de la complejidad argentina” e implica que la salida de la recesión “solo puede provenir del aumento de los salarios y el consumo interno”, lo que “es inevitable por la combinación de tipo de cambio (cuasi) fijo e inercia salarial”. 

Economía cerrada, apreciación real y aumento de los salarios medidos en dólares son los que motorizarán la reactivación (al parecer más despacio que lo deseado por el Gobierno). Esa, sostiene Gerchunoff, fue la respuesta para los nuevos dilemas del país que “descubrió” el peronismo en 1945 y se sostuvo hasta el presente, aunque a costa de una sociedad cada vez menos integrada y más desigual. Claro que cada vez que “la apreciación real se pasó de la raya –y casi todos los gobiernos se pasaron–, el costo fue la crisis cambiaria. Si por ahora no es así se debe a la ‘rareza’ de la austeridad fiscal (Milei como ‘peronista monetarista’ es la sugestiva expresión del autor) pero, concluye Gerchunoff con una mirada escéptica: ‘No tendría muchas expectativas ni en que la rareza se sostenga ni en que sea suficiente para evitar desarreglos mayores’”.

Conociendo nuestra historia, considerando los desafíos mayúsculos que el Gobierno aún enfrenta para consolidar la estabilización y compartiendo la mirada escéptica de Gerchunoff, a nuestro juicio sólo un milagro haría que las proyecciones de Jacobs sobre la velocidad de la desinflación y la disminución de la presión tributaria se verifiquen. En materia de inflación, no hay manera de que ésta pueda bajar rápidamente a niveles de un dígito anual. De hecho, el 4,2% de inflación en agosto es una mala noticia para el Gobierno, porque muestra una reversión (no por moderada menos significativa) de la tendencia descendente de los meses anteriores. Los niveles de inflación observados en lo que va del año implican, además, que las proyecciones incluidas en el proyecto de presupuesto 2025 (de 104,4% para este año, lo que requeriría un brusco descenso de las tasas mensuales hasta diciembre próximo, y de 18,3% para el año que viene) son de imposible cumplimiento. Por un lado, por la inercia que aportan los salarios (y algunos otros precios) indexados a la inflación pasada. Por el otro, porque es difícil imaginar que los ajustes pendientes de tarifas o la corrección del tipo de cambio podrán postergarse indefinidamente. Pese al mantra monetarista de Milei, resulta que la inflación no es exclusivamente un fenómeno monetario.

En cuanto a la presión tributaria, reducirla a 25% del PIB tampoco se logrará en un abrir y cerrar de ojos. El Gobierno hará lo que haga falta para evitar una eventual reaparición del déficit fiscal, pero la velocidad de la caída de impuestos dependerá de la evolución del gasto. Hasta ahora el ajuste de este último reposó básicamente en la caída real de jubilaciones y salarios públicos, en la paralización de la obra pública y en el recorte de transferencias a las provincias. Esto permitió generar rápidamente un importante superávit primario, pero por el momento no permitió reducir impuestos más que marginalmente. 

Con el descenso de la inflación, seguir reduciendo el gasto exigirá   internarse en aguas socialmente conflictivas, porque hará falta iniciar un proceso de reformas más profundas, como la del sistema previsional, la coparticipación federal o la eliminación de subsidios a grandes empresas y personas físicas de altos ingresos (aunque de esto el gobierno no hable). Como ya señalamos, para Milei el equilibrio fiscal sigue siendo innegociable (de hecho, el proyecto de Presupuesto 2025 contempla un superávit primario de 1,3% del PBI e incluso un superávit financiero, aunque mínimo) y por ahora una amplia mayoría de la sociedad comparte ese objetivo. Por ello, al menos a corto plazo la rigidez de los principales componentes del gasto pondrá límites estrictos a una rápida baja de impuestos. Un ejemplo evidente de los conflictos que suscita el ajuste del gasto ha sido el veto que debió imponer el Ejecutivo a la ley que modificaba el mecanismo de ajuste de las jubilaciones. 

Por lo tanto, lograr una reducción significativa y persistente de la presión tributaria dependerá en buena medida del crecimiento futuro. Esto es, de que el PIB vuelva a crecer de modo sostenido a un ritmo superior al gasto público. Como era de esperar, el ajuste que impuso el Gobierno tuvo al principio un fuerte impacto contractivo. Lo que el Gobierno y muchos analistas no imaginaron es que la recuperación se hiciera esperar tanto. No hubo rebote en “V” y recién ahora, pasados casi nueve meses del cambio de gobierno, aparecen algunas tímidas señales de que la economía estaría comenzando a salir del pozo (aunque esto aún no se percibe en la calle). El proceso está básicamente impulsado por el consumo interno gracias a la gradual (pero heterogénea) mejora salarial y la reaparición del crédito. No sabemos a qué ritmo avanzará la reactivación, pero no nos ilusionemos con tasas de crecimiento “chinas”. Como en las proyecciones de inflación y tipo de cambio, también es imposible (salvo un milagro) que el crecimiento sea de 5% en 2025 como plantea el proyecto de Presupuesto, luego de la caída de alrededor de 4% que se prevé para este año. Si esto es así, reducir el peso del gasto público sobre la economía, y consecuentemente la carga tributaria, será un proceso conflictivo y lento. Incluso un crecimiento modesto, de 3% a 3,5% anual en promedio, supone un desafío mayúsculo para cualquier economía. Mucho más para una tan incierta, volátil y conflictiva como la nuestra.

Pero definir a qué ritmo se reducirá el tamaño del Estado no basta. El aumento de productividad y la cohesión social que necesitamos para que la economía crezca precisan, además, una nueva estructura de gastos e impuestos.

Las reformas en la estructura del gasto y la tributación son posibles, pero dado que afectarán (a favor o en contra) múltiples intereses particulares, no pueden hacerse con motosierra. Su implementación tiene costos y requiere que el Gobierno sea consistente en sus políticas y tenga cintura política para negociar. Así, por ejemplo, el Ejecutivo pretende eliminar cuanto antes las retenciones, un impuesto claramente distorsivo, pero por el momento éstas siguen gozando de buena salud. De hecho, los productores agropecuarios temen que el aumento del 100% en la recaudación por retenciones previsto por el proyecto de Presupuesto para 2025 encubra, pese a las desmentidas del ministro de Economía, un incremento de las alícuotas. Del mismo modo, el restablecimiento de la cuarta categoría del impuesto a las ganancias (que grava los ingresos de los trabajadores en relación de dependencia) fue sin duda una decisión correcta, pero se contradice con el voto del propio Presidente cuando, como diputado, apoyó el año pasado la reforma que propició Massa con el falaz argumento de que él “aprobaría todo lo que fuera reducción de impuestos”. Es obvio que piruetas de este tipo minan la credibilidad presidencial, algo que en algún momento puede llegar a repercutir no sólo en el comportamiento de los mercados, sino en el de los electores.

El cualquier caso, para garantizar viabilidad política, el descenso perdurable de la presión impositiva requiere que la reforma del sistema genere incentivos para mejorar la productividad y, junto a la redefinición de las prioridades de gasto, impulse al mismo tiempo la justicia social (término odioso para el actual gobierno) para la generación actual y para las futuras. Perseguir una distribución equitativa del ingreso no tiene por qué ser inconsistente con el equilibrio fiscal, pese a que el Gobierno parece considerar a este último como objetivo excluyente que solucionará todos los problemas de la economía (y de la sociedad por añadidura).

Pablo Gerchunoff conjetura que Milei podría salir del péndulo recurrente en el que se balancea la economía argentina si se consolidara un nuevo patrón productivo que, además del complejo agroindustrial, contase con una fuerte presencia de actividades sustentadas por recursos naturales no renovables: minerales (cobre, oro, litio) e hidrocarburos no convencionales. 

¿Qué podemos conjeturar más allá de lo inmediato sobre las perspectivas de crecimiento? Gerchunoff sugiere que nuestra economía podría dejar de oscilar pendularmente si se consolidara un nuevo patrón productivo, liderado por los hidrocarburos no convencionales y la minería (cobre, oro, litio). En la actualidad, argumenta, ese patrón resultaría factible y además (lo que es novedoso) permitiría “exportaciones a un tipo de cambio real históricamente bajo”. Claro que ese nivel cambiario no debería dañar a las actividades que son la fuente principal de la demanda de trabajo. Entre los años 30 y 70 del siglo pasado la industria manufacturera sustitutiva de importaciones era una de las principales generadoras de empleo, directo e indirecto, y su sobrevivencia requería un tipo de cambio alto. Si hoy en día esa siguiera siendo la situación, el modelo extractivo de cambio apreciado resultaría socialmente explosivo (el país sufriría la “enfermedad holandesa”). Pero hacia fines de los 70 el sector industrial comenzó a perder peso en el producto y el empleo. Por eso, una gran parte de la población de las periferias urbanas, con niveles de calificación cada vez menores, se vio en la necesidad de trabajar en actividades de servicios de escasa productividad y bajas remuneraciones. Esto permitiría que el nivel de vida de esa población mejorase con el crecimiento impulsado por el modelo de tipo de cambio bajo, claro que siempre y cuando una parte significativa de las divisas adicionales generadas por los nuevos emprendimientos (inducidos por el RIGI) ingresara al país. En caso contrario el dólar no se abarataría lo suficiente para mejorar la situación de ese sector. 

Pero hay, además, dos factores que podrían afectar el surgimiento de un nuevo patrón productivo. Por un lado, la estabilidad macroeconómica, que es aún muy precaria. Por el otro, la falta de una moneda creíble y un marco institucional confiable. De hecho, son esas las razones por las que desde hace décadas los argentinos mantienen en el exterior gran parte de los ahorros acumulados. Por eso mismo, las importantes inversiones que se esperan en las actividades extractivas podrían no materializarse. 

Sea como fuere, antes de alcanzar un nuevo patrón productivo es necesario dejar atrás las inconsistencias actuales del funcionamiento económico, que tarde o temprano se volverán insostenibles. Eso puede hacerse o bien a través de una corrección impuesta por el mercado (a costa del fracaso del experimento “mileísta”) o bien mediante correcciones inducidas por la política económica. En cualquier caso, concluye Gerchunoff, la trayectoria de la economía cambiará, aunque no podemos saber “las características (ni) el ritmo de ese cambio, y (tampoco)… su efecto sobre el humor social”. 

Quisiéramos aquí, brevemente, problematizar dos cuestiones que nos suscita ese planteo: en primer lugar, ¿hasta qué punto es posible que surja y se consolide un nuevo patrón productivo de base extractiva?; en segundo lugar, ¿qué impacto puede tener ese nuevo patrón sobre las condiciones de vida de los sectores empobrecidos?

El nuevo patrón productivo estaría asentado en dos sectores, la minería y los hidrocarburos no convencionales, capaces de eliminar la escasez de divisas y de facilitar el crecimiento operando con tipos de cambio bajos en términos reales. Aunque las reservas detectadas en esos dos sectores son aparentemente enormes y permitirían una expansión muy veloz durante un período prolongado, la evidencia histórica muestra que la evolución de las actividades basadas en recursos naturales (especialmente en aquellos no renovables) depende sensiblemente de sus precios, cuyas variabilidad es mucho mayor que la del resto de los bienes transables internacionalmente, y ocasiona en esas actividades fluctuaciones (conocidas como “superciclos”) cuya amplitud puede ser enorme y su duración imprevisible. La alternancia de períodos más o menos prolongados de bonanza y decadencia resulta inevitable y suele tener efectos amplificados sobre el resto de la economía, especialmente dañinos en la fase descendente, cuando ocasiona crisis y disrupciones severas en los mercados cambiarios y financieros que se propagan sobre el resto de la economía.

Amortiguar los súper-ciclos y administrar la riqueza natural en países con abundancia de recursos no renovables (en nuestro caso mineros y de hidrocarburos) plantea desafíos mayúsculos que demandan condiciones políticas y técnicas muy exigentes, tanto para ejecutar políticas anticíclicas, como para gerenciar los cuantiosos excedentes generados por esas actividades (a través, por ejemplo, de fondos soberanos). Al mismo tiempo requiere una institucionalidad muy sólida (con funcionarios públicos de honradez intachable) para garantizar la seguridad jurídica y minimizar la corrupción, además de capacidades de regulación y negociación muy sofisticadas, para lidiar con una multiplicidad de actores sumamente diversos con recursos de poder muy  asimétricos (desde grandes corporaciones multinacionales, pasando por gobiernos sub-nacionales, hasta pequeñas comunidades cuya subsistencia puede verse amenazada por las actividades extractivas). Por eso, la riqueza natural puede ser una bendición o una maldición: Noruega, Australia o Canadá no son lo mismo que, digamos, Nigeria, Sierra Leona o la República Democrática del Congo. Resulta evidente que estamos muy lejos de parecernos a Noruega, Australia o Canadá.

Si esto es cierto, puede ser sumamente riesgoso apostar por un modelo que privilegia a sectores con muy baja generación de empleo y propensión a constituirse como enclaves vinculados al exterior, pero aislados del resto de la economía. Por lo general esos enclaves ocasionan escasos ‘derrames’ favorables sobre otras actividades productivas (de hecho, sus efectos sobre el ambiente y las comunidades asentadas en áreas próximas constituyen un caso típico de externalidades negativas). En el país ya existen diversas actividades dinámicas que pueden ser competitivas a nivel internacional. Además del complejo agroindustrial, esas actividades pueden detectarse tanto en la industria manufacturera como en los servicios transables (en particular los de base tecnológica) o las diferentes producciones regionales, entre otras. Las empresas que conforman ese sector dinámico están conectadas a los mercados externos, pero también interactúan dentro de nuestras fronteras, generando, a través de diferentes cadenas de valor o redes productivas locales, múltiples externalidades positivas. No obstante, con excepción de la agroindustria (hasta cierto punto), y a diferencia de la minería y los hidrocarburos, ese entramado no puede prosperar en un contexto de tipo de cambio bajo. 

En cuanto al impacto del nuevo patrón productivo sobre las condiciones de vida de los sectores populares empobrecidos que viven en el conurbano bonaerense y la periferia de otras grandes ciudades, Gerchunoff parece confiar en que quienes forman parte de “ese multitudinario hormiguero de servicios baratos ofrecidos ‘por’ las clases populares y ‘para’ las clases populares… mejorarían su calidad de vida con el crecimiento económico impulsado por las nuevas actividades”. Queda por aclarar, sin embargo, cuáles serían los mecanismos de transmisión que, a partir del crecimiento de la minería y los hidrocarburos, mejorarían la calidad de vida de esa población urbana marginada, cuya economía tiene una reducida interacción con la economía formal. También si el goteo (trickle down) que se filtraría de esas actividades sería suficiente para permitir, en las palabras de Gerchunoff, “… un poco de felicidad popular”. Nos cuesta imaginar que, por sí solos, los ingresos recibidos por esa vía serán suficientes para que ese estado de felicidad popular se prolongue por demasiado tiempo.

En cuanto al impacto del nuevo patrón productivo sobre las condiciones de vida de los sectores empobrecidos que viven en el Conurbano Bonaerense y la periferia de otras grandes ciudades, Gerchunoff parece confiar en que quienes participan en “ese multitudinario hormiguero de servicios baratos ofrecidos ‘por’ las clases populares y ‘para’ las clases populares… mejorarían su calidad de vida con el crecimiento económico impulsado por las nuevas actividades”. Queda por identificar, sin embargo, cuáles serían los mecanismos por los cuales la expansión de esas actividades mejoraría la calidad de vida de esa población marginal, cuyas actividades informales tienen una escasa interacción con la economía formal. También, si el “goteo” que se filtraría por los intersticios de la economía formal sería suficiente para permitir un aumento sostenible de sus ingresos (o en las palabras de Gerchunoff, “un poco de felicidad popular”). Nos cuesta imaginar que, por sí solos, los ingresos que eventualmente se filtren por esos intersticios alcancen para sostener mejores niveles de vida de esa población periférica.

Anudando política y economía. Supongamos que, sea como fuere, los logros alcanzados por el Gobierno en materia económica son percibidos como sostenibles. No entraremos aquí en una cuestión fundamental de carácter sociopolítico, pero que también condiciona el desempeño económico: los sesgos sociales que los procesos de cambio van ocasionando. Ellos pueden reforzar o debilitar la legitimidad y sostenibilidad de largo plazo de aquellos logros (la experiencia del ciclo menemista de reformas es bastante elocuente al respecto). Si el grado de disciplina social y de exclusión que imponen las reformas es excesivamente alto, los resultados no sólo serán socialmente injustos, sino poco legítimos, vulnerables y, a la postre, insostenibles. 

Pero dejando esta cuestión entre paréntesis, digamos ahora que la sostenibilidad debe arraigarse en una creciente incorporación de la población de ingresos bajos y medios a mercados que no segreguen entre diferentes grupos sociales. En particular a los mercados financieros. El acceso al crédito inmobiliario, por ejemplo, no sólo puede impulsar la construcción (actividad intensiva en mano de obra de baja calificación), también es crucial para que nuevos sectores de la población accedan a una vivienda propia. Es imposible pronosticar cuán rápido se extenderá esa operatoria, porque además de baja inflación, requiere un mercado financiero desarrollado que depende de múltiples variables, entre otras el retorno del ahorro que los argentinos tenemos en el exterior. No hay modo de prever la duración de este proceso, pero seguramente se medirá en años, no en meses.

Si la estabilidad se consolida podremos llegar a tener un período inicial de recuperación rápida, hasta alcanzar los niveles previos a la fuerte declinación que comenzó en el segundo gobierno de C. Kirchner. Pero a largo plazo el crecimiento depende básicamente de tres factores: un aumento sustancial de la tasa de inversión en capital físico y humano, el crecimiento de la productividad (a nivel de las empresas y sistémico) y un dinamismo exportador que elimine nuestra crónica escasez de divisas y permita abrirnos al mundo con inteligencia, sin abrazarnos a dogmas ideológicos. 

La energía y la minería, aún si se expanden aceleradamente, generarán escaso empleo y tendrán un impacto relativamente bajo sobre el crecimiento agregado. Los agronegocios pueden hacer un aporte importante, pero tampoco serán la panacea. Algo semejante puede decirse de los servicios exportables o la economía del conocimiento. En síntesis, no disponemos de una “bala de plata”, y ni Milei ni nadie podrán hacernos crecer a “tasas chinas”. 

Por eso, pensar para adelante implica, en primer lugar, reconocer que las transformaciones llevarán tiempo y que las reformas deberán ir bastante más allá de lo que plantea la ortodoxia, tanto en el contenido de las que están en la agenda (la laboral, la previsional, la tributaria, la monetario-financiera, las privatizaciones, las relaciones fiscales entre Nación y provincias y la apertura económica, entre otras), para las que no hay recetas preestablecidas, como en aquellas que no forman parte de la cartilla del mileísmo (entre ellas la problemática del desarrollo productivo sectorial y regional, la sostenibilidad ambiental y las instituciones y políticas necesarias para abordarlas).

En segundo lugar es preciso abandonar visiones demasiado simplistas sobre los problemas sociopolíticos y económicos que afectan al país. Nos interesa problematizar, en particular, una de esas visiones: la que focaliza el problema en el enfrentamiento entre corporaciones, la economía de rentas y las “minorías intensas” de un lado y, del otro, la “gente de bien”, los ilustrados, que saben que hay que terminar con todo eso y saben, además, cómo hacerlo para que el país recupere el ímpetu de algún pasado dorado. No negamos relevancia al papel conservador de las minorías intensas. Pero entendemos que la capacidad corporativa de apropiación de rentas está lejos de ser el único problema a enfrentar. Más aún, ese problema está lejos de admitir una simplificación que permita separar nítidamente ganadores y perdedores. 

Ni la búsqueda de grandes consensos, ni la conformación “a nuestro juicio más realista” de coaliciones con suficiente fuerza política (tanto para confrontar como para negociar) podrían avanzar sin reconocer la complejidad de nuestra sociedad, atravesada por múltiples conflictos de vieja y nueva data.

Y no son apenas minorías intensas las que pueden verse afectadas por el típico dilema de las reformas estructurales: aceptar elevados costos de corto plazo a cambio de hipotéticas mejoras de largo plazo. Los conflictos intergeneracionales o los regionales, por ejemplo, atraviesan a la sociedad argentina en su conjunto. Los dilemas a resolver en los campos tributario, fiscal o de integración al mundo no son meramente cuestiones corporativas. Esos dilemas no pueden enfrentarse con motosierras o licuadoras. Dado que no hay una receta común, habrá que sostener más que nunca el vínculo entre la política y el debate democrático.

Pero aterricemos. Hemos asumido que la confianza pública en el Gobierno se apoya en el descenso de la inflación y en las esperanzas suscitadas por ese descenso. Mientras, los efectos del ajuste sobre los ingresos de la mayoría no dan respiro. El Gobierno está frente a un dilema muy familiar para los argentinos. Es un dilema político, no de política económica: todavía no surgió un nuevo patrón productivo, y es difícil imaginar un modelo estable de tipo de cambio bajo. Hoy los problemas creados por el atraso cambiario son patentes. Sin embargo, Ricardo Arriazu, un economista muy reconocido, insiste en que una devaluación debe evitarse a toda costa, porque si eso ocurre “explota todo”. Con su declaración Arriazu exhibe crudamente el carácter político del problema: no se trata sólo de la recesión prolongada, también existe una creciente incertidumbre sobre la evolución cambiaria. Ambos factores tienden a debilitar la confianza en el Gobierno, tanto de la opinión pública como de los “mercados”.

Si el problema central no es de carácter técnico sino político, aunque el momento esté marcado por una polarización creciente, tal vez la coyuntura pueda ser propicia para una experiencia 

política de centro. Frente a la fragmentación en aumento del kirchnerismo y a las dificultades que enfrenta el mileísmo, ese centro puede prosperar a condición de que no se limite al Parlamento. Y si asume un proyecto modernizador y flexible. Por el momento, el bloque parlamentario del centro cuenta con apenas dieciséis diputados y es excesivamente heterogéneo. Pero aunque nos abrume con recuerdos dolorosos, podríamos traer a colación la experiencia del Frepaso: comenzó con solo ocho diputados peronistas, pero un lustro después, en los comicios que reeligieron a Menem, la coalición que integró con el Frente País obtuvo 30% de los votos.

Saltemos ahora a la experiencia de la Alianza. Más allá del consenso social por mantener la convertibilidad, esta era “para la política” una camisa de hierro que definía los límites de lo posible. La década menemista parecía, al cabo, como la de un gobierno exitoso tanto en sus logros (había detenido la inflación y soportado una dura crisis externa) como en su legado (una organización económica que nos alejaba de los males de los 80). Ese gobierno, percibido como exitoso, había dado lugar a una oposición que se presentaba como virtuosa (arrepentida de no haber votado la convertibilidad) pero que a la vez era auténtica en su voluntad de confrontar con el oficialismo. Basta observar retrospectivamente, con algo de humor negro, el cambio de gobierno. Al parecer estábamos ante una transición “perfecta”: convertibilidad sin corrupción, rectificación de las reformas sin reversión. Hoy todo esto puede hacernos reír (o llorar), pero está claro que las percepciones de entonces resultaron equivocadas.

Esa transición perfecta no se consumó, tanto por problemas intrínsecos a la convertibilidad como por debilidades de la alianza opositora (que ni siquiera los más escépticos imaginaron). Pero esto no quita que en ese momento una mayoría de la sociedad haya visto el cambio de gobierno, transcurrido bajo un régimen democrático consolidado y una economía que lucía estabilizada, como la transición hacia una sociedad más inclusiva.

Evidentemente hoy este no es el caso. No sirven para nada fórmulas trilladas como la de “acompañar lo que está bien y oponerse a lo que está mal”. Una oposición de centro responsable no puede limitarse a esperar “que Milei haga su trabajo para luego rectificar las reformas”. Ese “luego” puede ser demasiado tarde. Por el contrario, esa oposición (llámese progresista o como se llame), sin renunciar a valores como la equidad y la justicia social, debe mostrar que puede ser garante de la estabilización. Y al mismo tiempo, que puede proponer y debatir agendas alternativas, cuestionando el camino que Milei quiere imponer como el único posible.

De lo que se trata no es apenas discutir cada iniciativa oficial, sino formular una narrativa alternativa comprehensiva: lo que está en juego es, ni más ni menos, la amenaza de una mutación profunda en los trazos que juzgamos más valiosos de nuestra sociedad.

*Politólogo. Miembro del Club Político Argentino. ** Economista. Profesor de la UBA y Unsam e investigador principal del Conicet.