Si voy a hablar de Medio Oriente y de Israel, lo primero es contar que soy judía. Y lo soy porque mis bisabuelos vinieron a estas tierras entrerrianas a principios del siglo XX desde el Imperio Zarista, huyendo de los pogroms y la miseria. Hablaban el ídish y formaron parte de las colonias judías agrícolas fundadas por la Jewish Colonization Association. Mis cuatros abuelos nacieron en el campo, fueron de esos primeros niños nacidos argentinos. Mis padres, en pequeñas ciudades: Concordia y Zárate. Y a mí ya me tocó venir a este mundo en la capital Buenos Aires. Crecí en un entorno de fábricas, entre los judíos comunistas de un barrio textil que pasó a la historia como “la Manchester Argentina”. Allí, el Centro Cultural y Deportivo I.L. Peretz de Villa Lynch fundado en 1940 por los textiles judíos de Europa del Este fue, sin ninguna duda, mi segundo hogar.
Entre la casa de mis abuelos, los ruidosos telares y el Club Peretz crecí y me convertí en estudiante universitaria. Leí a los clásicos rusos, respiré adoración por la Unión Soviética y las vueltas de la vida me llevaron a investigar a la izquierda judía en Argentina, y por eso también, en otros países. En esta historia, las apreciaciones cuestionadoras con respecto al Estado de Israel siempre estuvieron presentes. Pero hoy, como nunca, siento la necesidad de decir que soy judía y estoy en las antípodas (como muchos otros) del gobierno de Israel, la ortodoxia judía y los fundamentalismos y fanatismos de todo tipo. Yo creo y defiendo el valor de la vida humana, la solidaridad y la paz, más allá y por sobre todo. Y eso lo aprendí del escritor polaco, nuestro prócer I.L. Peretz quien alguna vez escribió: “blancos, amarillos, negros, todos, todos son hermanos. Razas, colores y pueblos, no es más que un cuento inventado”.
Aunque esto que vi sucedió hace siete meses, yo acabo de verlo. En un informe de la BBC, donde una líder veterana del movimiento de colonos judíos en la Franja de Gaza le muestra a una periodista el mapa de los 21 asentamientos judíos que había allí hasta el año 2005, cuando el gobierno de Ariel Sharón, unilateralmente, forzó la retirada de 9 mil judíos y devolvió las tierras a los más de dos millones de palestinos. La mujer, Daniela Weiss afirma, como otras personas de su grupo, que esas tierras les pertenecen porque Dios así lo ha decidido, y ahora tienen el justo derecho de regresar. La periodista le pregunta qué pasará con los palestinos que están allí, y Weiss responde que esa gente quiere irse porque nadie “normal” desearía vivir en “el infierno”. La periodista afirma: “Lo que usted dice suena como un plan de limpieza étnica”. La mujer responde: “Usted puede llamarlo como quiera, apartheid, refugiados o limpieza étnica, yo lo llamo proteger al Estado de Israel”.
Aunque todavía no es una clara política de gobierno, hay voces, como la del ministro de Seguridad, Itamar Ben Gvir, que están promoviendo el retorno a Gaza y dan discursos con el lema: “los asentamientos traen seguridad, es hora de volver a casa”. Hay una lista de familias judías esperando, preparadas para volver. Weiss afirma que la costa de Gaza es muy bella y que muchos de sus amigos de Tel Aviv están pidiéndole un terrenito cerca de la costa mediterránea con su lindo paisaje y arena dorada (https://bit.ly/BBC-Gaza).
En mi cerebro no puedo compatibilizar estas manifestaciones con las imágenes de los niños palestinos muertos en Gaza. Según las cifras de las Naciones Unidas, a trece meses del inicio de la escalada como consecuencia del ataque terrorista de Hamas el 7 de octubre del 2023, ya suman 43 mil los muertos palestinos, en un 70% mujeres y niños. Los escombros grises que inundan las pantallas estremecen, pero los llantos de las mujeres desesperadas golpean el corazón y nos conectan con la tragedia más terrible. Nada de playas bonitas y apacibles son posible de imaginar, en lo más mínimo. Todo lo contrario.
Me pregunto una y otra vez cómo puede esta señora construir una linda casita sobre los cadáveres y la sangre de las víctimas palestinas. ¿Cómo puede invocar a Dios, cómo puede ser tanta muerte y destrucción un deseo divino? No logro entenderlo. Soy judía, pero ¿qué tengo en común con la señora Weiss y su movimiento de colonos y fanáticos religiosos? Absolutamente, nada.
La señora se parece mucho más a los terroristas de Hamas que perpetraron ese terrible pogrom el 7 de octubre en el sur de Israel. Fundamentalistas religiosos fanáticos, judíos o palestinos, se parecen bastante entre sí. En cambio, creo, como muchos judíos israelíes y del mundo, que me siento más cerca de los palestinos laicos que quieren la paz. Por eso siempre pensé, y hoy más que nunca, que la guerra no es entre israelíes y árabes, sino entre gente que respeta los valores humanos y quiere la paz y fanáticos religiosos y retrógrados que, invocando a Dios o a Alá, piensan que exterminar a los otros es la solución. “La solución final”, qué triste suena. La ceguera mediática nos sigue confundiendo, pero la guerra en Medio Oriente no es un problema étnico-religioso, es un problema ideológico y político, es un “cuento inventado”. Se trata de una guerra entre fundamentalistas y pacifistas. Y en este mundo del revés, donde la ultraderecha avanza con la globalización capitalista como escenario de fondo, los acuerdos de paz ya no están de moda. Mientras tanto, los seres humanos siguen destruyendo lo que otros han construido. Siguen matándose en un torbellino sin sentido y llorando sus pérdidas en Medio Oriente. El cuento inventado parece no tener final, pero tal vez, empezar a contar las cosas de otra manera sea el comienzo de alguna esperanza.
* Profesora de la Unsam, Investigadora de Conicet. Directora del CeDoB Pinie Katz-ICUF.