España y América: la historia de sus relaciones, de sus encuentros y desencuentros ya está escrita; es un memorial de grandezas y de infamias, de donaciones y saqueos, de claroscuros como la vida misma, pero es una historia de solo una de las superficies de la realidad; es la historia de los hechos, de las tangibilidades que acontecieron. Sin embargo, también importa recobrar ese aspecto casi marginal, pero viviente, de la crónica de los días, constituido por lo que quiso ser, pero no fue, por lo que pudo ser, y solo vivió en el dilatado territorio de las ilusiones.
Yo evoco un costado, no por conocido menos recóndito, de la vida de Cervantes. Me refiero a las afanosas e insistentes gestiones que emprendió para obtener una colocación en ultramar. Salvo que quería venirse a Indias, es un episodio del que se conocen pocas cosas: inició sus peticiones en Lisboa en 1581 –entonces posesión española–, donde se había trasladado la corte de Felipe II, y al año siguiente regresó a Madrid para continuar sus demandas.
En 1582 Cervantes tenía 35 años; hacía dos que había sido rescatado de su cautiverio en Argel, y probablemente estaba esbozando La Galatea. Aún no había escrito, ni menos publicado, nada importante. Por ese entonces, como él privilegiaba –con ponderación evidente– el ejercicio de las armas por sobre el de las letras, en verdad se apreciaba a sí mismo como un soldado en paro forzoso y suponía poder retomar su carrera sirviendo al rey en las regiones equinocciales.
Los azares inescrutables o la mano de “quien todo puede saberlo” impidieron el viaje a América de Cervantes. Se sabe que algunos años después, cuando en Andalucía ya había obtenido el puesto de comisario real encargado de requisar trigo y aceite para la Armada Invencible, aún continuaba soñando con las distantes y vagas tierras ultramarinas.
Un interrogante se impone: ¿qué hubiera acontecido si, por una vez al menos, el éxito coronaba sus penosos afanes ocupacionales y finalmente se embarcaba para comenzar una nueva vida en América? Si este hubiera sido el caso, es posible conjeturar que quizá no fuera el único vislumbre de gran escritor que llegara por estas tierras. ¿Cuántos destinos se cruzan, cambian o se modifican por minúsculos albures? Los griegos suponían que el destino es carácter, pero tantas veces se define también a partir de las contingencias o de esa forma prestigiosa de la casualidad que es el milagro.
Si Cervantes hubiera venido a América y no hubiese escrito nunca una sola línea, no sería por eso menos grande de lo que fue: no sería el reconocido “genio de la lengua española”, pero igualmente sería el inmenso poseedor de sus propios sueños, los más hondos del mundo hispánico (porque las ensoñaciones se configuran siempre en un lenguaje); no habría compartido sus visiones, pero cuánto importa; al fin y al cabo, la diferencia entre un escritor consagrado y un hombre solitario que sueña es tan solo una cuestión externa, editorial, pero no de sustancia. Hay una inquietante belleza en los libros no escritos, en las fantasías en estado original, incomunicable.
Cervantes quiso venir a América. Por ello no es aventurado imaginar a un gris caballero silencioso, en las postrimerías del siglo XVI, vecino de nota en San Luis Potosí, La Serena o Santiago del Estero, caminando sus meditaciones en el atardecer. A veces, llena de nostalgia, su mirada se pierde hacia el horizonte: pero ya se ha acostumbrado a contemplar la tierra que lo rodea, y hasta descubre en ella un aura familiar, un matiz de territorio conocido; ese paisaje austero, esos polvorientos yermos, le recuerdan el cuerpo y el aire de Castilla.
Y es por esos ásperos caminos, bajo esos cielos siempre abiertos, donde comienza a tornarse nítida ante sus ojos una sombra –tal vez su propia sombra– que no es la de Amadís, ni Palmerín, ni Tirant, sino la de todos ellos. La sombra de un cautivo de la música de su corazón, de un poseído de Gutemberg, del lector supremo: El Caballero de la Triste Figura. Y piensa en escribir una novela sobre él –sobre los sueños y la realidad– pero solo la imagina, nunca la escribiría: vivirá su vida en América imaginando historias, viviendo sus sueños más ciertos que la realidad.
En 1609 Alonso Fernández de Avellaneda publica la primera parte de El Quijote. Luego de leerla, Cervantes sentirá la tentación de escribir una segunda parte apócrifa, pero esto tampoco lo hará.
*Sociólogo y escritor. Investigador en Unse-Indes-Conicet. Premio de Poesía 2023 de la Academia Argentina de Letras.