ELOBSERVADOR
Praxis del padecimiento

Un paradigma de la víctima

Ante las formas mediáticas que toman las denuncias de las víctimas y su consecuencia abyecta: el desprecio de la sede judicial.

17_08_2024_fabiola_cedoc_g
| cedoc

¿Hay que creerle a la víctima? 

A partir de los movimientos del activismo social del #Me Too, nombre de las acciones iniciadas de forma viral como hashtag en las redes, se popularizó la frase: “hay que creerle a la víctima. Aludiendo, sobre todo, a un abuso o amenaza física o psicológica contra una mujer, una persona que se perciba como mujer o como persona no binaria o de identidad divergente. 

El concepto del vocablo víctima apela a dos acepciones. Vincire: animales que se sacrifican a los dioses y deidades, o bien vincere que representa el sujeto vencido. Luego victim en inglés, victime en francés y vittima en italiano. La víctima ofrecida en cumplimiento de una ritualidad sagrada –sea animal o persona humana–, no tendría aparentemente correlación con la criminología. Los sacrificios ante los altares para evitar infortunios o iras de algún dios siguen efectuándose. Sin embargo, la víctima que interesa a la victimología clásica es el ser humano que padece daño en bienes jurídicamente protegidos por el derecho penal, a saber: la vida, la salud, la propiedad, el honor, la honestidad, etc. En un primer momento se entendió a la pareja: víctima-victimario para luego ir más allá del dueto penal. Así aparece una multiplicidad de sujetos en delitos de abuso de poder político, como corrupción o soborno.

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Desde los primeros relatos míticos, un sujeto derrama la sangre de su hermano, lo convierte en víctima. A partir de allí, él, Caín, lleva una marca que lo identificaría como el portador del crimen. El primer simposio de Victimología, llevado a cabo por la Sociedad Internacional de Victimología en Jerusalén en el año 1973, definió a esta disciplina como el estudio científico de las víctimas del delito. El daño corresponderá al ultraje de bienes jurídicamente protegidos en la normativa penal. Si nos referimos a este ámbito estamos poniendo el foco en un entramado procesal donde existe: juicio, actor y demandado. La primera instancia de la acción es la denuncia en el fuero policial o judicial y la demanda subsiguiente.

Vuelvo a la frase: hay que creerle a la víctima. Ante la denuncia, tendríamos que hablar de la “presunta víctima. Todavía no se ha dilucidado en sede judicial la responsabilidad o culpa de los sujetos. De modo que esta frase choca con un elemento esencial de la estructura democrática occidental: todos son inocentes hasta que se pruebe lo contrario. La dialéctica jurídica entiende el proceso como un espacio de enfrentamiento de dos posiciones antagónicas ante las cuales el juez, interpretando las normas vigentes, debe emitir un veredicto sujeto a las pruebas que las partes aporten. De modo tal que el hecho en el plano del derecho es un acto que debe ser demostrado, y la sustanciación de esas pruebas son puestas ante la discrecionalidad del juez. Ello es así porque la forma republicana de gobierno que se ajusta a las democracias desde la Modernidad está fundada en tres poderes: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. Y este último hace a la relación de los ciudadanos entre sí y al vínculo de los ciudadanos con el poder.

Decir“hay que creerle a la víctima sin tener un juicio previo es arrasar con este principio, es modificar la máquina mitológica, es transformar a la víctima en un instrumento regni. La modificación del pacto afectivo vincula el hecho con el resentimiento. La aristocracia del dolor ennoblece la individualidad de alguien que levanta una voz que busca re-sentir. El dispositivo victimista supone la crisis radical de los elementos republicanos y la forma de erigir una sacralidad de una política postdemocrática. 

Dice Michel Wieviorka: “la cara inquietante de la era de las víctimas aludiendo a la víctima como nuevo actor social que se contrapone al ciudadano. El imperio del trauma supone también acciones que no fueron judicializadas o que no pudieron ser judicializadas, pensemos en genocidios que no fueron juzgados. En dichos casos la denuncia se configura en términos de una narrativa de carácter social o literaria. Y aún en esas instancias, la frase tal como la venimos desgranando (“hay que creerle a la víctima”) es colocar a los sujetos en el lugar de mártires sacrificados. No sin consecuencias, el Papa canonizó a las víctimas del genocidio armenio, por ejemplo. Dicho nombramiento tiene como efecto la santificación y, por ende, la suspensión del cuerpo de cada quien. Frente a cuerpos (de víctimas) desaparecidos, la martirización los vuelve a invisibilizar en su constitución corporal. 

El símbolo de la víctima es su pasividad, no hace, sino que le hacen, requiriendo cuidado y atención. Personajes dolientes que buscan compasión, proximidad o rabia. Lo barroco de un mundo de víctimas no tiene como fin la prueba sino el mostrar, el impresionar, el fascinar y conmocionar. Lo característico de lo que podemos rastrear del barroco en la actualidad, expresa Gabriel Gatti, es cómo se representa a la víctima a través de la emoción, y cómo es proyectada como res pública.

No importa si hacemos referencia a un habitante común o a una exprimera dama de la Nación, creerle a la víctima por el solo hecho de la enunciación de una exposición nos coloca dentro de los parámetros de un tiempo dañado. Quiero decir, un tiempo donde el daño asume su poderío. Ante la destrucción de lo justiciable, la estética cumple con su potestad, busca impresionar, afectar, sobresaltar, asombrar, resentir.

*Escritora