Los cientistas políticos de la Universidad de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt publicaron en 2018 su libro Cómo mueren las democracias. Allí sostienen que desde hace un par de décadas proliferan formas novedosas de desmoronamiento de los regímenes democráticos. Hoy, los gobiernos constitucionales no mueren en manos de autócratas militares, sino que languidecen al calor de liderazgos electos popularmente, que emplean su legitimidad de origen para subvertir los mecanismos por los que llegaron al poder.
Mientras las dictaduras militares fueron el formato golpista típico del siglo XX, los outsiders provenientes de fuera de la actividad política expresan el “autoritarismo 3.0”. Como ha señalado a The New York Times John Kelly, exjefe de Gabinete de Trump (2017-2019): “Trump se ajusta a la definición de fascista, gobernaría como un dictador si se lo permitieran y no entiende la Constitución ni el concepto de Estado de derecho”. El intento de autogolpe conocido como “asalto al Capitolio” del 6 de enero de 2021, cuando una multitud de partidarios del saliente presidente Trump irrumpió en el Congreso desconociendo el triunfo electoral de Joe Biden, expresa cabalmente aquello que Kelly transmite sobre su exjefe.
Levitsky y Ziblatt asignan gran responsabilidad por la muerte contemporánea de las democracias a uno de sus clásicos objetos de estudio: los partidos políticos. Estos deberían –en la mirada de los expertos– evitar la proyección en su seno de figuras autoritarias, desplegando mecanismos de inhibición de potenciales autócratas. El mensaje de los politólogos de Harvard, en definitiva, procura desmontar la idea arraigada de que el destino de las democracias está en manos exclusivamente de los ciudadanos. Sin menospreciar el rol fundamental de la ciudadanía, Levitsky y Ziblatt efectúan un llamado urgente a los partidos políticos a desempeñar su papel como “guardianes de la democracia”.
Está claro que el Partido Republicano no ha desplegado los mecanismos sugeridos por Levitsky y Ziblatt para contener la deriva autoritaria que expresa Donald Trump. Algo similar podría argumentarse respecto de quienes facilitaron –desde diferentes ángulos del espectro político argentino– la proyección de Javier Milei durante la etapa electoral; y de quienes actualmente apuntalan su gobierno de extrema derecha poniendo a disposición sus estructuras políticas, al extremo de diluirse al interior de La Libertad Avanza (LLA).
Relaciones civiles-militares en debate. La distopía que atravesamos, con niveles de degradación pocas veces vistos en el liderazgo político, debería ayudarnos a revisar algunos postulados clásicos de la sociología militar. Esta necesidad se desprende, justamente, de una serie de contrapuntos de enorme relevancia entre Trump y diversos jefes militares, los que podrían ser fundamentales para anticipar las características de su nuevo mandato.
El profesor Peter Feaver, de la Universidad de Duke, ha escrito largamente respecto del origen de las fuerzas armadas, con el foco puesto en el caso estadounidense. Según este académico, las sociedades crean organizaciones armadas para defenderse de distinto tipo de amenazas y, simultáneamente, fijan mecanismos para protegerse de la excesiva influencia que las instituciones castrenses tienden a desarrollar sobre la sociedad.
En el caso norteamericano, los padres fundadores interpretaron –en un axioma posteriormente revisado conforme la complejidad de las sociedades contemporáneas– que un ejército permanente representaba una amenaza para la libertad. En función de ello, la Constitución de los Estados Unidos estipula un estricto control civil sobre los uniformados. La sección 8 del artículo I y la sección 2 del artículo II de la Carta Magna procuran alcanzar los equilibrios institucionales necesarios respecto de la decisión del empleo efectivo de las fuerzas armadas. En consecuencia, se obliga a los poderes Ejecutivo y Legislativo a determinar en forma conjunta todo aquello relativo al empleo del instrumento militar en los conflictos armados.
Este asunto, adaptado al contexto de principios del siglo XXI, fue puesto en discusión cuando el presidente George W. Bush (2001-2009) reformuló la grand strategy estadounidense tras los atentados terroristas de 2001 –pasando de la vieja estrategia de disuasión/contención a la entonces novel política de primacía– y lanzó las guerras de Afganistán (2001) e Irak (2003) en un contexto de unipolaridad estratégica a nivel global.
En los inicios del segundo mandato de George W. Bush, la revista Harper’s lanzaba su número de abril de 2006 con el sugerente título “American Coup d’Etat: Military Thinkers Discuss the Unthinkable” (“Golpe de Estado en Estados Unidos: estudiosos militares discuten lo impensable”). Durante el mismo mes, el cronista de The Washington Post David Ignatius informaba –tras el pronunciamiento de seis generales retirados en favor de la renuncia del entonces secretario de Defensa, Donald Rumsfeld– que el 75% de los altos oficiales en actividad compartían un deseo similar respecto de la dimisión del titular del Pentágono. En resumidas cuentas, el debate de hace veinte años de los intelectuales en Harper’s y el pronunciamiento de los uniformados sobre el futuro de Rumsfeld sugerían uno de los momentos más álgidos de la historia reciente de las relaciones civiles-militares en los Estados Unidos.
El experto argentino Juan Tokatlian concluía en ese entonces: “Sea en razón de una creciente autonomía corporativa de los militares frente a los civiles, o en virtud de un impulso de algunos civiles a favor de un mayor rol militar en las cuestiones públicas, lo cierto es que desde el 11 de septiembre de 2001 nos hallamos ante una paulatina militarización de la política internacional estadounidense, fenómeno de imprevisibles consecuencias nacionales”.
Hoy la salud de la democracia estadounidense se encuentra nuevamente en tensión por la dinámica de las relaciones civiles-militares, pero en esta ocasión no es por ninguna de las dos situaciones que la ponían en entredicho en 2006. De manera sorprendente, en lo que podría exigir un aggiornamento de los tradicionales manuales de la sociología militar, las relaciones civiles-militares experimentan en la actualidad una crisis sin precedentes a raíz del sistemático menosprecio de Donald Trump sobre el papel de los militares. El futuro del gobierno que se iniciará en enero de 2025 estará signado, sin dudas, por la evolución de este problemático vínculo. Y la vigencia del régimen democrático dependerá, en buena medida, de la prudencia con que los uniformados administren su relación con Trump.
Trump y el generalato. En un imperdible artículo publicado en The Atlantic, Jeffrey Goldberg retrata las aspiraciones dictatoriales de Trump y su desprecio por los militares: “Antiguos generales que han trabajado para Trump afirman que la única virtud militar que valora es la obediencia (…). Se ha ido interesando cada vez más en las ventajas de la dictadura y en el control absoluto sobre el ejército (…). ‘Necesito el tipo de generales que tuvo Hitler’, dijo Trump en una conversación privada en la Casa Blanca”.
Sigue el artículo de Goldberg: “El deseo de obligar a los líderes militares estadounidenses a obedecerle a él y no a la Constitución es uno de los temas constantes del discurso de Trump. Durante el angustioso período de agitación social que siguió a la muerte de (George) Floyd, Trump preguntó a Milley (exjefe del Estado Mayor Conjunto) y a Esper (exsecretario de Defensa) (…) si el ejército podía disparar a los manifestantes. ‘Trump parecía incapaz de pensar con claridad y serenidad’, escribió Esper en sus memorias. ‘Las protestas y la violencia lo tenían tan enfurecido que estaba dispuesto a enviar fuerzas en servicio activo para acabar con los manifestantes. Peor aún, sugirió que les disparáramos (…). Llegamos a ese punto en la conversación en el que miró francamente al general Milley, y dijo: ‘¿No puedes dispararles, dispararles en las piernas o algo así?’. Cuando los oficiales de defensa argumentaron en contra del deseo de Trump, el presidente gritó, según los testigos: ‘¡Son unos putos perdedores!’”.
Según se aprecia, las relaciones civiles-militares estarán nuevamente en el centro de la discusión en los Estados Unidos. Sin embargo, a diferencia de lo que ha sido una regla histórica, el peligro no reside hoy –como sugieren los clásicos de la sociología militar– en una potencial proyección indebida de los uniformados sobre el sistema político, sino en las impredecibles consecuencias del autoritarismo de Donald Trump, un outsider que rompió los mecanismos partidarios inhibitorios que recomiendan Levitsky y Ziblatt. El autoritarismo 3.0 está en pleno auge y la democracia norteamericana se encuentra en peligro como nunca antes.
*Doctor en Ciencias Sociales (UBA). Profesor de Relaciones Internacionales (UBA, UNQ, Unsam, UTDT).