Si tuviera que resumir este año, diría que fue como pararse frente a un espejo de feria, uno de esos que distorsionan la imagen. Lo que vimos reflejado no siempre fue lo que esperábamos, pero, al mismo tiempo, era innegablemente lo que somos. Cada avance tecnológico nos empujó más lejos, nos hizo soñar con futuros más ambiciosos, pero también nos obligó a mirarnos más de cerca, a ver las grietas que dejamos atrás. Porque no basta con avanzar si el ritmo deja a millones rezagados. ¿Qué significa progreso cuando no todos tienen un boleto para el mismo tren? ¿Cómo equilibramos la fascinación por innovar con la urgencia de resolver los problemas básicos que nos definen como especie?
El 2024 fue un año que nos hizo preguntarnos si el rumbo que estamos tomando nos lleva realmente adonde queremos estar. Porque detrás de cada logro espectacular hay preguntas que no podemos seguir ignorando. Progresar no es solo llegar más lejos, es asegurarnos de que todos podamos caminar juntos hacia adelante.
¿IA generativa y un nuevo renacimiento? Las inteligencias artificiales generativas no solo fueron el gran tema de 2024, fueron el motor de un cambio de paradigma. Herramientas como ChatGPT, Gemini y Windows Copilot se integraron en nuestras vidas y se volvieron indispensables. Ya no se trataba de herramientas que asistían en tareas específicas, sino de sistemas que muchas veces anticipaban nuestras necesidades y moldeaban nuestras decisiones.
En cualquier momento podremos imaginar un día cualquiera: tu despertador suena, pero no porque hayas programado una hora especifica, sino porque tu IA personal ha calculado que, para optimizar tu productividad y salud, esa es la mejor hora para levantarte. Mientras desayunás, tu asistente de IA te sugiere una comida basada en tus niveles de estrés y tus objetivos de nutrición, y cuando salís a trabajar ya te preparó un resumen de noticias que coincide exactamente con tus intereses. Parece perfecto, ¿no? Pero hay algo polémico en ese nivel de personalización. ¿Qué sucede cuando dejamos de cuestionar y empezamos a aceptar pasivamente lo que las máquinas deciden por nosotros?
Adopción masiva y dependencia creciente. Según un informe de Gartner, más del 85% de las grandes empresas globales implementaron herramientas de IA generativa en al menos una parte de sus operaciones y cadenas de valor. En sectores como la salud, la educación y las finanzas, estas tecnologías prometieron una eficiencia inigualable. En Estados Unidos, hospitales comenzaron a utilizar IA para analizar imágenes, reduciendo los tiempos de diagnóstico. En Argentina, startups en Córdoba y Mendoza aplicaron IA para optimizar cultivos agrícolas.
Sin embargo, con estos avances vinieron nuevos desafíos. En las aulas, la IA transformó el aprendizaje, personalizando planes de estudio y ayudando a estudiantes a superar barreras. Pero también trajo consigo una dependencia preocupante. Vi personalmente cómo estudiantes entregaban ensayos impecables generados por IA, pero no podían sostener un debate sobre sus ideas. Es como si estuviéramos educando e impulsando una generación que sabe mucho, pero entiende muy poco. Es un poco como tener un GPS que siempre te lleva adonde querés ir, pero si se apaga, no sabés cómo llegar y te perdés por completo.
El dilema fundamental: ¿cómo fomentamos el pensamiento crítico en un mundo donde las respuestas están a un click de distancia?
El dilema ético: delegar o controlar. Europa intentó abordar estas tensiones con su ley de IA, que prohibió aplicaciones como el reconocimiento facial masivo en espacios públicos y exigió transparencia en los algoritmos que toman decisiones críticas. Pero en América Latina, la realidad fue otra. Según la Cepal, el 45% de los hogares rurales aún no tiene acceso a internet, lo que limita absolutamente la adopción y democratización de estas tecnologías.
La tecnología, por sí sola, no resuelve problemas estructurales. Necesitamos un enfoque que combine innovación con inversión en infraestructura y educación.
El gran dilema es: ¿estamos utilizando la IA para potenciar nuestras capacidades o para reemplazarlas? Y si estamos cediendo el control a las máquinas, ¿cómo nos aseguramos de que sus decisiones sean justas y éticas dentro de lo posible?
Bitcoin a $ 100 mil: una revolución financiera con fisuras. Hace muy pocas semanas, el bitcoin rompió la barrera psicológica de los 100 mil dólares, consolidándose como una alternativa al sistema financiero tradicional. Este hito no solo marcó un cambio en la economía, sino que también reconfiguró la relación de las personas con el dinero y la soberanía financiera. En un contexto global marcado por la inflación y la incertidumbre económica, las criptomonedas ofrecieron un nivel de estabilidad relativa, a pesar de su alta volatilidad, y una nueva forma de entender la transferencia de valor en internet.
Una de las noticias más destacadas de este 2024 fue el lanzamiento del primer ETF (Exchange Traded Fund) de bitcoin en Estados Unidos. Este instrumento, respaldado directamente por bitcoins, permitió que inversores tradicionales accedieran al mercado cripto sin la necesidad de comprar y almacenar las monedas digitales directamente. Esto no solo legitimó el bitcoin como una clase de activo financiero, sino que también atrajo una avalancha de capital institucional, contribuyendo al histórico aumento de su valor. Para muchos, el ETF fue un puente que conectó el mundo financiero tradicional con el ecosistema cripto, aunque también generó debates sobre el impacto de la “institucionalización” de un activo nacido para descentralizar el poder financiero.
En Argentina, donde conocemos muy bien lo que es la inflación, las criptomonedas no fueron solo un refugio para proteger ahorros, se convirtieron en herramientas de supervivencia. Freelancers y trabajadores independientes comenzaron a cobrar en bitcoins y otras criptos para evitar los estragos de la devaluación. Sin embargo, esta revolución no fue homogénea. En áreas rurales, donde el acceso a internet sigue siendo limitado y la infraestructura tecnológica precaria, la adopción de criptomonedas es prácticamente inexistente.
Un comerciante en Jujuy, luego de una conferencia, me lo resumió con claridad: “Bitcoin suena bien, pero acá lo que necesito es que no se me corte la luz cuando abro la carnicería”. Esa frase encapsula las tensiones inherentes a esta revolución financiera. Mientras el bitcoin y otros activos digitales se consolidan en mercados urbanos y entre sectores tecnológicamente conectados, millones de personas siguen lidiando con necesidades básicas que el sistema financiero digital, por ahora, no puede resolver.
La geopolítica del dinero digital. Este año, las criptomonedas se consolidaron claramente como un eje central de la competencia económica global. Estados Unidos, bajo la política procripto de Donald Trump, eliminó impuestos sobre transacciones, atrayendo inversiones y posicionándose como líder en el ecosistema digital. Por su parte, China intensificó el uso del yuan digital, promoviendo acuerdos internacionales para desplazar al dólar en el comercio global. Este enfrentamiento no solo evidenció una rivalidad económica, sino también ideológica: descentralización frente a control estatal.
Europa lanzó pruebas piloto para un euro digital, buscando reforzar su soberanía monetaria, aunque enfrentó críticas sobre la posible pérdida de privacidad financiera. En países como Nigeria, el eNaira avanzó como herramienta de inclusión, aunque su impacto sigue siendo limitado. Según Oxfam, menos del 10% de las transacciones en bitcoins se usan para remesas en países de ingresos bajos.
Si bien las criptomonedas han transformado el panorama financiero, aún no cumplen su promesa de inclusión global. Hoy son tanto un instrumento de poder como una herramienta con potencial, pero su adopción equitativa sigue siendo un desafío pendiente.
SpaceX y Marte: ¿una nueva frontera o una distracción de los problemas terrestres? Este año marcó claramente un hito para SpaceX y la exploración espacial. Con el despegue y recuperación del cohete más grande y poderoso jamás construido, no solo se desafió lo técnicamente posible, sino que se dio un paso crucial hacia un futuro donde colonizar Marte deja de ser ciencia ficción para convertirse en un plan concreto. La reutilización de cohetes, una idea revolucionaria, transformó el panorama. Antes, los cohetes eran desechables, como vasos plásticos; ahora, Elon Musk los recicla, abaratando costos y multiplicando las misiones posibles. Esto no solo acerca el sueño de pisar Marte, sino que redefine cómo entendemos la exploración espacial.
Mientras SpaceX mira a las estrellas, su impacto inmediato se siente en la Tierra con Starlink, la red de satélites que garantiza conectividad en lugares críticos. En Gaza y Ucrania, Starlink ha mantenido activa la comunicación en zonas devastadas, permitiendo coordinar emergencias y transmitir información clave. En Argentina, Starlink está llegando a comunidades rurales, ofreciendo internet donde no había nada, pero su alto costo sigue siendo un obstáculo. La promesa de conectividad universal está al alcance, pero aún queda el desafío de democratizarla para que deje de ser un privilegio y se convierta en un derecho accesible para todos.
El progreso que representa SpaceX es fascinante, pero también nos obliga a reflexionar sobre nuestras prioridades. ¿Podemos usar esa misma ambición para resolver problemas urgentes en la Tierra? Porque, al final, la verdadera pregunta no es si podemos llegar a Marte, sino si podemos aprovechar estos avances para construir un planeta más justo y habitable aquí mismo.
Geopolítica tecnológica: la nueva Guerra Fría digital. El 2024 dejó claro que la tecnología no es solo un motor de progreso, es una herramienta estratégica en la competencia global por el poder. Estados Unidos y China intensificaron su rivalidad en áreas claves como la IA y la fabricación de chips avanzados, mientras Europa intentó posicionarse como un árbitro ético en un tablero cada vez más fragmentado. Esta “guerra fría digital” no solo redefinió los vínculos entre las grandes potencias, sino que también dejó al descubierto las vulnerabilidades de regiones como América Latina, donde la dependencia tecnológica sigue marcando el ritmo.
En el caso de Estados Unidos, se reforzaron las restricciones a la exportación de semiconductores avanzados hacia China, lo que buscaba limitar el desarrollo de tecnologías críticas en inteligencia artificial y computación cuántica del gigante asiático.
Por su parte, China redobló su apuesta por la autosuficiencia tecnológica. En 2024, Beijing lanzó una inversión histórica de 1,4 mil millones de dólares en investigación y desarrollo, destinada principalmente a tecnologías de punta como semiconductores y telecomunicaciones. A nivel interno, el país consolidó su red neuronal nacional, un sistema de IA que integró datos gubernamentales, privados y de investigación, marcando un nuevo estándar en el uso estatal de la tecnología.
Esta competencia no es solo económica, es absolutamente ideológica. Estados Unidos promueve un modelo de tecnología abierta y privada, mientras que China apuesta por un enfoque centralizado y estatal. Esto plantea un dilema para el resto del mundo: ¿de qué lado posicionarse?
Cerrando 2024: ¿qué hacemos con este avance? Fue un año que nos enfrentó con lo mejor y lo peor de nosotros mismos. Cada avance técnico nos mostró nuestras prioridades y contradicciones. Vivimos en un mundo donde la IA es capaz de anticipar nuestras necesidades, donde las criptos alcanzan valores históricos y donde soñamos con Marte mientras ignoramos crisis aquí, en la Tierra. Pero más allá de los titulares, el verdadero debate no es cuánto avanzamos, sino hacia dónde vamos y quiénes están siendo dejados atrás. Creo que entrar a 2025 no se trata de crear más tecnología, sino de aprender a usarla con sabiduría. La IA no puede ser solo eficiente, tiene que ser justa. No podemos permitir que los algoritmos perpetúen los mismos sesgos y exclusiones que decimos querer eliminar. Las criptos tienen que dejar de ser un lujo especulativo para transformarse en herramientas reales de inclusión financiera. Y si podemos imaginar colonias en Marte, también podemos imaginar un mundo donde nadie carezca de agua potable, educación o conectividad. No es una cuestión de recursos, es una cuestión de voluntad.
El futuro no es algo que nos sucede, es algo que elegimos. No hay avance tecnológico que valga si no sirve para mejorar vidas. Y eso implica priorizar la ética, cuestionar nuestras decisiones y actuar con empatía. Si algo quedó claro este año es que el progreso no está en la herramienta, sino en cómo la usamos. La verdadera pregunta no es qué puede hacer la tecnología por nosotros, sino qué hacemos nosotros con ella.
Y ahí, en esa respuesta, está todo lo que 2025 puede llegar a ser.
*Autor y divulgador. Especialista en tecnologías emergentes.