La respuesta a la pregunta que se hace no es sencilla. Primero deberíamos definir qué nos hace humanos y, luego, tendríamos que recurrir a cuánta ciencia exista para lograr una síntesis de lo que cada una de ellas opina sobre nuestra especie.
Tampoco hay un consenso sobre qué implica vivir como humanos. Lo que sí resulta indiscutible es que la vida de las personas no es la misma desde que ocurrió la primera revolución industrial (siglo XVIII).
La implementación de las máquinas en los procesos productivos cambió las reglas del juego: se produjo la transición de una economía agraria a una basada en la industria, consolidando al capitalismo como modelo, aparecieron las fábricas y nació el movimiento migratorio de la gente del campo hacia las ciudades.
Con ello, el trabajo dejó de ser un medio de supervivencia para convertirse en el centro de la existencia humana, reorganizando el tiempo en función de las demandas de la producción. Aquel ritmo de vida que existía, en donde las personas disfrutaban de una vida tranquila y lejos de las presiones constantes de la productividad, pasó a ser historia.
En estos momentos, el mundo está siendo hackeado por una nueva revolución que no reconoce precedentes. La constante búsqueda para encontrar la forma de producir más –y mejor– ha dado lugar al desarrollo de una tecnología que está pronta a conseguir la misma capacidad cognitiva que las personas. El lejano sueño (o pesadilla) de convivir con robots se torna cada vez más factible gracias a desarrollos como Optimus, de Tesla.
Este fenómeno que promete facilitar nuestra vida laboral llega de la mano de la inteligencia artificial generativa (IAGen), que nos impone una rápida adaptación y, al mismo tiempo, nos priva del momento necesario para analizar si lo que ganamos realmente supera lo que perdemos.
Somos conscientes de que vivimos en una era de plena digitalización, donde todas nuestras tareas están mediadas por sistemas que fueron diseñados para hacer más sencillo nuestro día a día. Cada cosa que hacemos hoy pasa por una computadora, un televisor o un teléfono. De ahí que estamos permanentemente inmersos en pantallas que nos exigen una atención constante.
La tecnología, que debía darnos más tiempo para lo importante, terminó por absorberlo todo. Esa libertad que tanto se buscó mediante el reemplazo del esfuerzo humano por la máquina nos ha transformado en seres dependientes de ella por la burocracia que ostenta.
Pero esta realidad está cambiando. Las enormes capacidades de los sistemas de IAGen para crear contenido multipropósito de manera casi instantánea con un alto nivel de precisión forman parte de un nuevo paradigma que invierte la pirámide. A esto se suman los recientes anuncios vinculados a la sofisticación de los agentes artificiales, como Operator, de OpenAI, o Gemini 2.0, de Google.
Estos sistemas podrán aprender del comportamiento de las personas usuarias y actuar de manera autónoma en contextos complejos, resolviendo problemas e incluso anticipando las necesidades basándose en interacciones previas.
Es decir, lo que hasta hoy no pueden resolver las mencionadas plataformas por carecer de capacidad para ejecutar acciones autónomas, predecir nuestras necesidades o interactuar con datos multimodales (texto, imágenes, video, etc.), de manera integrada, estos programas podrán hacerlo; con la posibilidad incluso de colaborar con otros iguales y ser ajustados con pocas instrucciones.
Muestra de este panorama que se aproxima fue la campaña de la empresa Artisan “Stop Hiring Humans” (“Deje de contratar humanos”), utilizada para promocionar a Ava, su agente de ventas basado en IA, capaz de automatizar todo el flujo de trabajo de una empresa. El juego vuelve a cambiar sus reglas.
Por ello, debemos replantear seriamente cómo integraremos estas herramientas a nuestras vidas: ¿las usaremos para desconectarnos y vivir como antes o solo las utilizaremos para añadir más pasos a los procesos ya saturados?
Resulta evidente que el desafío entonces no estará en adoptar la tecnología, sino en cómo la vamos a aprovechar. Obligadamente, tendremos que reconvertirnos a partir del uso de la inteligencia artificial y dejar que sea esta la que se encargue de reemplazarnos en aquello que no requiera toque humano.
La integración tiene el potencial no solo de optimizar los procesos productivos, sino también de liberarnos del tiempo que las propias máquinas nos han reclamado durante siglos. Esta transformación nos tiene que dar el espacio para poder ser aquello que ninguna ciencia puede negar: creativos, cuidadosos, reflexivos y afectuosos. De lo contrario, perpetuaremos un ciclo en el que la tecnología nos consume, en lugar de liberarnos para ser más humanos.
*Abogado experto en nuevas tecnologías.