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relaciones peligrosas

No es que los militares vuelven, nunca se fueron

Ecuador, Chile, Bolivia, Colombia: los ejércitos en la calle parecen un nuevo factor continental. Pero el autor remarca que el poder militar siempre estuvo presente en la región.

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De punta a punta. En Brasil, las Fuerzas Armadas están entre las instituciones más prestigiosas de la sociedad. Intervienen desde la década pasada, aún en los gobiernos de Lula y Dilma. Hugo Chávez hizo crecer el poderío militar. En la crisis, Sebastián Piñera apeló al ejército para intentar evitar los desbordes. | afp / presidencia de chile

Las imágenes de Piñera rodeado de militares durante la brutal represión en las calles chilenas, o la “sugerencia” de renuncia a Evo Morales por parte de los militares bolivianos, son algunos de los sucesos recientes que desencadenaron una ola de alertas y pronósticos sobre el retorno de los militares a la política y la seguridad interior en América Latina. El problema de estas hipótesis es que hablan de retorno, cuando en verdad en buena parte de la región los militares nunca desaparecieron del escenario político. Si bien es cierto que en varios países si existieron esfuerzos reales y legítimos para alejar a las instituciones militares de la política y seguridad interior, el desplazamiento como tal nunca se consolidó. Para empeorar, muchos de los autopercibidos paladines de estos procesos para desmilitarizar nuestras sociedades terminaron reabriendo las puertas para que los sectores castrenses ocupen espacios que no les corresponden. En abril de este año una encuesta de Datafolha dio una estadística que no es novedosa, pero sí relevante: en Brasil la institución considerada más confiable siguen siendo las Fuerzas Armadas, pero no fue Bolsonaro quien logró su “reingreso” a la escena. En Brasil el instrumento militar tuvo un rol central por décadas. Recién en 1999 Fernando Henrique Cardoso fundó el Ministerio de Defensa, clave para avanzar en el control civil de las Fuerzas Armadas. Luiz Inácio Lula da Silva logró en parte convertir el rol del ministro en un cargo real en vez de una suerte de enlace como en años anteriores. Pero en 2010, durante la crisis de seguridad de Río de Janeiro, fue Lula quien aprobó el despliegue de las fuerzas armadas para “pacificar” las favelas Alemão y Penha. Dilma Rousseff anunció por Twitter el despliegue de 2.500 militares para intervenir el complejo de Maré en 2014, y el año anterior había aprobado el despliegue de militares para proteger el Palacio de Planalto y otros ministerios. Por su parte, Temer decretó la intervención militar en Río de Janeiro, y hace unos días Bolsonaro envió al Congreso un proyecto de ley para impedir la apertura de juicios por “gatillo fácil” o violencia de Estado contra militares.

Operativos. En Argentina, donde el kirchnerismo tomó como bandera propia la defensa de los derechos humanos, y donde decretos como el 727/06 de Nilda Garré contribuyeron a consolidar la separación entre Defensa Nacional y Seguridad Interior que mantenía a los militares alejados de la seguridad pública, vimos cómo se empleó el instrumento militar en la lucha contra el narcotráfico en los operativos Fortín II y Escudo Norte. Los autores intelectuales de estos operativos no perdieron la oportunidad de criticar al gobierno de Macri por dar continuidad a estas políticas que empezaron durante las presidencias de Cristina Fernández de Kirchner.

Estos casos mencionados, junto a un puñado más en el Cono Sur, son ejemplos donde los procesos para reducir el protagonismo político militar fueron más exitosos. Muy diferente es el caso de Colombia, donde no solo las Fuerzas Militares llevaban décadas involucradas directamente en la lucha contra grupos paraestatales dentro de las fronteras colombianas, sino que incluso instituciones como la Policía Nacional responden al Ministerio de Defensa y no a un Ministerio del Interior, Justicia o Seguridad. Esto significa que casi 500.000 personas están bajo la bandera y la estructura del Ministerio de Defensa; mientras que el personal activo de estas fuerzas no participa en sufragios, en la práctica son cientos de miles de familias que forman parte de este sector.  

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Progresistas. En México, otro país arrasado por el accionar de grupos narcotraficantes y la corrupción en las instituciones estatales, el recientemente electo presidente Andrés Manuel López Obrador afirmó que “si no contamos con el apoyo del Ejército y la Marina no podríamos enfrentar el problema de la inseguridad”, en lo que solo puede ser visto como un cambio drástico en sus posturas sobre el rol de las FF.AA. en comparación con sus afirmaciones durante la campaña presidencial. Considerando los hechos recientes en Culiacán, donde narcotraficantes tomaron una ciudad completa para forzar la liberación del hijo del “Chapo” Guzmán, podría ser comprensible el cambio de opinión de AMLO.

Hace 20 años en Venezuela, Chávez (quien había fallado en tomar el poder por medio de un golpe de Estado) llegó a la presidencia con el apoyo de las urnas. Desde entonces se llevó adelante un profundo proceso de militarización de la sociedad, donde a la Fuerza Armada Nacional Bolivariana le fue otorgado un rol protagónico en todos los ámbitos, en un contexto en el que el chavismo consideraba que se encontraba bajo ataque constante, interno y externo, de las fuerzas vinculadas al imperialismo norteamericano. La Doctrina de Seguridad Nacional nunca murió, solo cambió de bandera ideológica.

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Doble vara. Si hay algo en común que comparten todos estos países es la doble vara con la que se mide la injerencia militar en la vida democrática. Cuando los que denuncian que un gobierno perpetra atrocidades contra su población por medio del empleo de medios militares ignoran que los mismos hechos ocurren en un país con el que se sienten más cercanamente identificados en términos ideológicos, lo único que se logra es deslegitimar décadas de lucha por los derechos humanos.  

Pero los militares no solo ocupan espacios políticos porque no se consolidaron procesos de reforma del sector de seguridad o porque sectores políticos impulsaron su reposicionamiento, también se benefician por la creciente demanda insatisfecha que existe en una de las regiones más inseguras y violentas del mundo. Nuestra percepción como zona de paz es solo válida mientras lo vemos desde la óptica de los conflictos interestatales, pero los índices muestran que 42 de las 50 ciudades más violentas del mundo están en América Latina. El auge democrático de nuestra región no logró proveer de soluciones efectivas ante el crecimiento de la criminalidad y la violencia. Es así que no debe sorprendernos que amplios sectores apoyen propuestas de mano dura, incluyendo aquellas basadas en el empleo del instrumento militar. Como latinoamericanos no solo fallamos en desplazar a los militares de la política, fallamos en explicar a la sociedad civil porque esto es tan importante.

¿Qué puede pasar en Argentina? Es difícil saberlo. Rossi, el probable ministro de Defensa de Alberto Fernández, ya anunció que quiere revertir el rol de las FFAA en seguridad interior, a pesar de que de 2013 a 2015 se jactaba de los logros del Operativo Escudo Norte. Vale destacar que la lista de diputados del Frente de Todos en la provincia de Buenos Aires fue encabezada por Sergio Massa, quien en 2015 proponía como parte de su campaña presidencial llevar los militares a las villas. A su vez, hasta hace unos días “sonaba” un candidato “mano dura” para el Ministerio de Seguridad y muy alineado con las propuestas de Massa de 2015, lo que muestra indicios sobre la futura dirección de esa cartera. Pero el mayor riesgo proviene de otra fuente: el milanismo no se limitó al armado de una red ilegal de inteligencia interior por parte del ex jefe del Ejército Argentino acusado de crímenes de lesa humanidad. Hoy sus hombres de confianza ocupan importantes posiciones donde influyen y participan sobre los procesos de toma de decisión en el área de defensa de la nueva gestión. Recordemos que el controvertido general comprometió a las instituciones castrenses con el “proyecto nacional y popular”, e incluso propuso involucrar al ejército en tareas sociales. Esto es evidencia de que, a pesar de la democratización profunda de las Fuerzas Armadas argentinas, siguen existiendo elementos que están politizados y que podrían apoyar una bolivarianización del instrumento militar que corroería drásticamente las instituciones democráticas.

Es así que el debate en la región no debe ser sobre “el retorno de los militares”. Debemos comprender que los militares no solo no salieron de la escena, sino que se los ha fortalecido y el contexto actual facilita aún más su crecimiento político dentro de nuestras sociedades. Esto, de la mano de las intenciones inescrupulosas de ciertos sectores motivados electoralmente, puede desencadenar una peligrosa tendencia hacia la militarización profunda de la seguridad interior, e incluso de otras funciones del Estado como la asistencia social, con devastadores efectos sobre la estabilidad democrática de nuestra región.

 

*Analista internacional y Director de CRIES.