La palabra “talión” es de origen latino. La raíz es talis o tale, “idéntico”, “semejante”. De allí viene nuestra palabra “tal”, y la menos usada “retaliación”, que la Real Academia recoge como “represalia, castigo, venganza, desquite”.
La formulación más conocida del Talión está en el Antiguo Testamento. Allí se lee, en varias partes para que no haya duda: “Si hubiere muerte, pagarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe”. Aparece en Éxodo 21 (versículos 23 al 25), en Levítico 24 (17 al 21) y en Deuteronomio 19 (21).
Al espíritu humanista de nuestros tiempos, a la perspectiva de los derechos humanos inaugurada hace algo menos de ocho décadas, la idea del “ojo por ojo” no puede parecerle sino un rasgo de barbarie, de ferocidad. Es célebre el adagio atribuido a Gandhi: “Ojo por ojo, y el mundo se quedará ciego”.
Sin embargo, el origen del Talión fue la idea de restringir el daño por la represalia, donde si un vecino robaba una cabra a otro, éste podía quemar la casa del primero con sus hijos adentro. Así, el Talión establecía un principio de justicia retributiva: que no haya crimen sin castigo, pero que éste tuviera relación con el agravio previo. Hoy puede parecer espantoso, pero 3.500 años atrás era una forma de limitar la irracionalidad y la revancha por mano propia.
Cuarenta veces el Talión. ¿A qué viene todo esto? A la inusitada desproporción entre las víctimas mortales del infame pogrom de Hamas del 7 de octubre de 2023 y las producidas por las fuerzas militares israelíes desde entonces. Cuarenta veces el Talión, y si incluimos personas heridas o afectadas de otras maneras es horrorosamente peor.
El único estado del planeta que se autopercibe como “Estado Judío” reposa sobre la leyenda narrada en los mismos textos que establecen la idea de proporcionalidad del castigo. Y viola de manera desmesurada esos principios.
Es una espantosa aritmética del horror. Según el gobierno de Israel, 1.139 fueron las personas asesinadas por los terroristas de Hamas. Según las Naciones Unidas, solo en Gaza, la represalia israelí lleva amontonados 44.363 cadáveres. Si se añaden las cifras del Líbano, 3.754 víctimas mortales hasta el cese de fuego. Con estas cifras la proporción es de 42 a uno.
¿Es desagradable, es antipática, es irritante esta cuenta? Claro. Por eso la menciono como “aritmética del horror”. Y es imprescindible para enfrentar la anomia mundial ante el desconcertante ataque contra la población civil en Gaza que lleva más de un año y promete seguir, cometido por el autoproclamado “ejército más moral del mundo”. La ceguera moral y la falta de empatía ante esta masacre a la vista de toda la humanidad resultan incomprensibles e injustificables.
La analogía de Deutscher. Isaac Deutscher fue un notable escritor, activista y pensador “judío no-judío”. Así se definió a sí mismo y a los judíos “herejes” que trascendieron los “estrechos, arcaicos y limitados” márgenes del judaísmo tradicional. En esa lista incluía a Spinoza, Heine, Marx, Rosa Luxemburgo, Freud y Trotsky, de quien fue el biógrafo más destacado.
Aseguraba que “el mundo obligó al judío a abrazar el estado nacional y a hacer de él su orgullo y su esperanza” cuando, para Deutscher, comenzaba la época en que las ideas de soberanía nacional pasaban a estar “históricamente superadas”. No fue el mundo, claro. Fue Europa la que quiso compensar con la creación de ese nuevo estado los horrores del antijudaísmo que la propia Europa había llevado al paroxismo de la matanza nazi.
Deutscher alentaba a los judíos israelíes a “tomar conciencia de la inadecuación del estado nacional” y a buscar su camino en “la herencia moral y política de los judíos que fueron más allá de su judaísmo: el mensaje de la emancipación humana universal”. Nunca, quizás, estuvo el Estado de Israel más lejos de esas ideas que en la actualidad.
Además, propuso una analogía acerca de la creación del Estado de Israel en circunstancias por las cuales “en su nacimiento no podía menos que violar los derechos de los árabes”. Es la siguiente: “Un hombre saltó un día del último piso de una casa en llamas, donde ya había muerto una parte de su familia. Se salvó, pero al caer golpeó con alguien que estaba frente a la casa, rompiéndole los brazos y las piernas. Él no pudo elegir otra forma de salvación, pero, para aquel que resultó herido, fue el culpable de su desgracia. Si los dos hombres actúan razonablemente, no hay razón valedera para que se conviertan en enemigos. El que escapó de la casa en llamas, una vez repuesto, se esforzará en ayudar y reconfortar a la otra víctima. Ésta se dará cuenta de que su desgracia fue debida a circunstancias incontrolables de las que nadie es responsable. Pero, ¿qué sucede si ellos no adoptan esta actitud? En ese caso, el hombre herido considera al otro como el causante de su desgracia y jura tomar venganza. El otro, temiendo la venganza del tullido, lo maltrata e insulta cada vez que lo encuentra. Aquel vuelve a jurar que va a vengarse y es castigado nuevamente. Al fin, un accidente fortuito provoca una amarga enemistad que ensombrece la existencia de ambos y emponzoña sus mentes”.
¿Qué sentido tiene? El escritor propuso a su público israelí esta analogía a comienzos de los años 60. Imperfecta, como toda analogía –si fuera perfecta habría identidad entre los elementos en comparación– es la más esclarecedora posible para un público judío. Luego añadía: “En el hombre que salta de la casa en llamas ustedes habrán reconocido a los judíos europeos sobrevivientes que llegaron a Israel. La otra persona, por supuesto, representa a los árabes de Palestina que, en número mayor al millón, han perdido sus tierras y hogares. Ellos, amargados, miran del otro lado de la frontera lo que fue su país, atacan solapadamente y juran vengarse. Ustedes los maltratan sin piedad, les han mostrado que saben hacerlo. Pero ¿qué sentido tiene? ¿Cuál es la salida?”.
Amargamente Deutscher en 1967 reprochaba a Israel que no reconocía la legitimidad de las dolencias de los árabes. “Desde el comienzo el sionismo trató de establecer un estado puramente judío y desembarazarse de los pobladores árabes. Ningún gobierno israelí intentó seriamente aliviar sus dolencias”. Y marcaba la trágica forma de supremacismo que yacía debajo de la “explicación”, la arrogante Hasbará israelí, como le llaman en hebreo a lo que no es más que una justificación de lo que cuestionaba Deutscher: “Los judíos israelíes sienten que el daño que hicieron a los árabes es un juego de niños comparado con su propia tragedia”.
También detectaba la “arrogancia israelí”, la expresión de Gideon Levy en sus columnas actuales en Haaretz –tras la guerra de 1967–, en la que se anexaron territorios asignados por la ONU para la creación de un estado árabe: “Para Israel esta victoria ha sido peor que una derrota”, escribió, porque debilitaba su seguridad: “Si lo que temían los israelíes era caer bajo los golpes vengativos de los árabes y ser exterminados por ellos, han hecho todo lo posible para que un vano espantapájaros se transforme en una amenaza real”.
La Nakba, negada, hoy reivindicada. Deutscher murió ese mismo año. Sus textos pueden parecer proféticos, pero eran conclusiones razonables para cualquier mente (judía o no) humanista y sensata que analizara el futuro sobreviniente en base a las enseñanzas del pasado. Otros judíos en posiciones filosóficas opuestas –como Martin Buber, como Yeshayahu Leibowitz– habían dicho cosas similares. También no judíos, como Bertrand Russell.
Lo que pedía era compensar la “Nakba”, la catástrofe, como llaman los palestinos a la pérdida de sus tierras, aldeas y viviendas. La respuesta del Estado de Israel, incluidos sus líderes “de izquierda”, como Golda Meir o Ben Gurión, a quien Deutscher llama “genio maligno del chauvinismo israelí”, fue redoblar la apuesta bélica y negar durante décadas la “Nakba”. Hoy, la derecha en el poder ya no la niega: la reivindica y convoca, como el diputado Ariel Kallner, representante israelí en el Parlamento Europeo, a “una segunda Nakba” en Gaza para completar la anterior.
En el mismo sentido van los planes en marcha para “limpiar” la Franja de gazatíes como parte del expansionismo que ni siquiera oculta el gobierno de Netanyahu. Todas expresiones que dan forma muy real al temor de Buber y de Deutscher de ver convertido al sionismo en el nacionalismo fascista, indisimulado, de un país dominante.
Hacer pública la mirada. No es fácil para ninguna personalidad destacada identificada con el judaísmo tomar posición en este tema (las groseras e injustas agresiones a Norman Briski tras manifestarse en los Martín Fierro, aunque sus formas a mi juicio solo lo hacen “pescar en la pecera”, me eximen de mayores explicaciones al respecto). Por eso valoré y agradecí la columna de Martín Kohan publicada el 9 de noviembre. A eso (a “Hacer pública una mirada”, https://bit.ly/KohanMartín) apuntaban mis notas anteriores: que otras personas judías, en toda la diversidad del término, se sintieran movidas a hacerlo. Más allá de matices, es lo que considero central en este momento. En el mismo sentido valoro la columna que unos días después (el 24/11) publicó Nerina Visacovksy (https://bit.ly/Visacovsky).
En el medio de ambas, mi viejo amigo Yoel Schvartz disintió conmigo en varios aspectos (https://bit.ly/Schvartz), más o menos filosos, aunque compartimos un punto no menor: nada empezó el 7 de octubre. De su nota me interesa indagar más rigurosamente su apelación a no discutir el pasado para así encarar mejor el futuro, y sus palabras de cierre:
“Al final del día, israelíes y palestinos estamos destinados a compartir esta tierra, ya que ninguno de ambos pueblos tiene otro lugar adónde ir. El desafío real no es determinar quién tiene más razón en su narrativa histórica, sino cómo construir la posibilidad de un futuro compartido”.
Yo no creo en el destino, creo que los seres humanos elegimos, aunque en circunstancias que no elegimos, como escribió Marx. No es verdad, empíricamente, que no tengan otro lugar adónde ir. De hecho, hasta hoy viven más personas judías fuera de Israel que dentro. ¿Eso significa postular que deben irse quienes hoy habitan el territorio Israel? Para nada. La tierra a compartir, como dice Deutscher, es toda la Tierra, todo el planeta, y no solo por parte de esos dos “pueblos” (suspendamos la discusión acerca de la razonabilidad de esa categoría tan vapuleada) sino por todos los “pueblos”.
Por otro lado, un futuro compartido requiere desactivar las narrativas en uso, porque gran parte del problema surge de ellas, de los “cuentos inventados” de los que habla Nerina en su nota, algunos heredados de un pasado remoto y otros mucho más recientes.
Theodor Herzl, el máximo impulsor del Estado de Israel, construyó una narrativa a partir de una consigna falaz: “Una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”. Vladimir “Zeev” Jabotinsky, héroe nacional israelí, afirmaba hace poco menos de un siglo: “Con el auténtico Ismael no tenemos nada en común. Eso no pasa de ser una leyenda. Gracias a Dios somos europeos, y hace dos mil años que participamos en la gestación de una cultura occidental. Nos dirigimos a Palestina para ensanchar los límites morales de Europa hasta las orillas del Éufrates”.
Cuando estuve en Israel tomé una foto en Safed o Tzfat, una hermosa y antigua ciudad en el norte. La placa es un homenaje a la “Liberación” de la ciudad en 1948. En ella se lee que en la ciudad “liberada” vivía un 10 por ciento de judíos. Es decir: la tal “liberación” no fue liberación de la dominación inglesa. La liberaron de árabes. Y eso es limpieza étnica, no hay otra forma de caracterizarla. Cuando se la mostraba a amistades y familiares de allá, me miraban con incomprensión. Es natural. Para ellos, esa tierra es suya: durante siglos les enseñaron una leyenda según la cual Dios se la prometió hace 3.500 años a un tal Jacob.
La música del futuro. Sí, hay que revisar las narrativas, y por supuesto no es lo único que debe hacerse: no se puede conducir un auto mirando solo los espejos retrovisores. Pero tampoco sin mirarlos nunca. Mi amigo Yoel me acusa de “invisibilizar” a un amplio sector de judíos que “desde el barro de la historia luchamos por otro futuro para los pueblos de Oriente Medio”. Sin duda una hipérbole que sobrestima mis capacidades. Además, es injusta: en cada nota sobre el tema remarco la existencia (y relevancia) de judíos que desde hace mucho expresan sus cuestionamientos al supremacismo israelí (desde Haaretz hasta Nueva Sión, desde Martin Buber hasta Gideon Levy).
Al contrario, creo que eligen invisibilizarse quienes, con argumentos más o menos sofisticados, reducen el problema al gobierno de Netanyahu, hacen Hasbará progre, o descalifican como “almas bellas” a quienes, desde cualquier humanismo coherente, ven como inaceptables las políticas persistentes en el tiempo hacia los palestinos, y que ya cuestionaban autores como Deutscher hace siete décadas.
Así se termina disimulando la deriva fascista del sionismo hegemónico con versiones apenas más elaboradas que “los trapos sucios se lavan adentro” o “no hacerle el juego al enemigo”. O reproduciendo “una vieja y peligrosa constante” de su discurso: la de confundir judíos con israelíes (“nos dejan tanto a judíos como a palestinos enfrentando nuestro destino en soledad”).
En cambio, muchos judíos del mundo construyen un destino común con gente muy diversa. Por eso para muchos la Tierra Prometida no está en aquel problemático suelo de Medio Oriente, sino en cualquier lugar del planeta (algún día, todo el planeta) donde las personas estén dispuestas a convivir con respeto y tolerancia. De eso se trata la toma de conciencia que proponía Deutscher, profética y amargamente: “No parece existir una solución inmediata para esta situación. Tarde o temprano podrá encontrarse una solución más allá del estado nacional, quizás en la gran armazón de una federación de Medio Oriente. Israel podría entonces jugar entre los Estados árabes un rol tan modesto como su número de habitantes y tan grande como sus recursos intelectuales y espirituales, Esta idea, me dicen, está comenzando a ganar terreno entre los jóvenes y los pensadores políticos de ambos lados; pero no es probable que gane mucho terreno en el futuro inmediato. Los judíos israelíes están aún demasiado intoxicados con su recién adquirido estado nacional, y los árabes están demasiado obsesionados con la injusticia sufrida como para poder ver más allá. Cualquier organización supranacional, tal como la federación de Medio Oriente, es una suave Zukunftsmusik para ambos. Pero a veces sólo vale la pena oír la música del futuro”.
*Periodista y filósofo. (Todas las citas de Deutscher son de su libro Los judíos no judíos, Ediciones Kikiyon, Buenos Aires, 1969).