“La tentación autoritaria es inevitable en un sistema presidencialista como el nuestro”, advertía Peyret hace más de 150 años. Sobre todo si lo ejercen falsos liberales, “que en verdad son opresores”, señalaba. Alberdi, por su lado, marcaba que “los liberales argentinos no saben respetar el disenso”, y por eso “no son liberales”. La amenaza de intervención a una provincia por parte del gobierno de Milei, como lo hicieron hace algunas semanas, por más absurdo que suene en pleno siglo XXI, reedita debates no resueltos en la Argentina. El hiperpresidencialismo es una de las principales contradicciones con el supuesto carácter federal y liberal de la organización nacional, y así lo vio Peyret, que en eso difería del propio Alberdi, quien, ingenuamente, creyó que los liberales como Mitre y Sarmiento “usarían bien” ese poder.
En el gobierno de Javier Milei, funcionarios del círculo más íntimo (como su hermana o Santiago Caputo) celebran el ocultismo y las ideas esotéricas, veneran delirios místicos, supuestamente proféticos, como los de Solari Parravicini. Por eso vale la pena recuperar otras palabras que hoy suenan proféticas, mucho menos conocidas, pero mucho más sensatas. Y preocupantes para las libertades que enuncia nuestra Constitución.
Las profecías. En notas anteriores hemos visto cómo Alejo Peyret, hace siglo y medio, reprochaba a los liberales argentinos (Mitre, Sarmiento, etcétera) su falso liberalismo. En coincidencia, además, el Alberdi de la madurez que, después de años de predicar el liberalismo como la mejor forma de organización social y económica, descubrió que para sus seguidores argentinos la palabra “liberal” era solo un rótulo sin relación con la realidad, escribió: “El liberalismo como hábito de respetar el disentimiento de los otros es algo que no cabe en la cabeza de un liberal argentino”. Y añadía tajante: “Ser libre, para ellos, no consiste en gobernarse a sí mismos, sino en gobernar a los otros. La posesión del gobierno: he ahí toda su libertad. El monopolio del gobierno: he ahí todo su liberalismo”.
Peyret había escrito palabras casi idénticas, unos años antes, en 1875: “La libertad para ellos es el derecho de ocupar el poder, de mandar, de oprimir a sus adversarios, de desterrarlos de la vida política, de esclavizarlos, de reducirlos, en el mismo seno de la patria, a una condición inferior, a un idiotismo moral”. Y estas, fulminantes: “La verdadera traducción de liberales, aquí, sería opresores”.
No viene mal recordar estas palabras de Peyret y de Alberdi, tan parecidas entre sí, pese a las profundas diferencias entre ambos pensadores en otros temas. Porque, en verdad, estas frases que duermen en archivos y bibliotecas desde hace más de un siglo y medio parecieran referirse al desequilibrado titular del Poder Ejecutivo, Javier Milei, y a su inédita intolerancia, como cabeza de un gobierno de ultraconservadores con tentación represiva cada vez menos ocultada. Pero no, no se trata de profecías. Alberdi y Peyret hablaban de los liberales de su época.
“Discursos de incivilidad”. Hace poco, el sitio especializado Chequeado difundió un informe impresionante donde corroboró más de mil agravios en apenas algo más de un año de gestión: desde su asunción, en diciembre de 2023, el Presidente pronunció o escribió al menos 1.051 insultos, descalificaciones o ataques en discursos, entrevistas y redes sociales, con un promedio de 2,4 agravios por día, contra políticos, periodistas y economistas. Para especialistas consultados en ese informe, el insulto presidencial forma parte de lo que se denomina “discursos de incivilidad”, que apuntan a agravar deliberadamente el tono de la comunicación política.
Dado que muchos de los seguidores del Presidente suelen citar a Alberdi y a referenciarse como liberales, más que nunca resulta importante revisar qué decía el autor de las Bases al respecto: “El liberalismo como hábito de respetar el disentimiento de los otros es algo que no cabe en la cabeza de un liberal argentino. El disidente es enemigo; la disidencia de opinión es guerra, hostilidad, que autoriza la represión y la muerte (…). No es liberal el que no sabe respetar a su contradictor, su refutador, su disidente. La libertad, en su sentido más práctico, es la contradicción, la refutación, el disentimiento, el veto de cada ciudadano opuesto a los actos del poder, no el veto del poder puesto a la sanción de la opinión, que es la ley de las leyes, la luz de la Constitución”.
Habría que repetirles, todo el tiempo, este párrafo a quienes gobiernan, a sus seguidores, a sus defensores y a sus justificadores, que hoy ocupan casi todos los principales medios tradicionales, el mainstream mediático de la Argentina. Y con la frase “no es liberal el que no sabe respetar a su contradictor, su refutador, su disidente”, hacerse remeras, stickers, pasacalles. Quizás ayude a que reflexionen.
Lo que no quieren que les cuenten. Testimonios como estos textos de Alberdi o de Peyret, recuperados hoy, deberían tener peso. Aunque en un mundo cada vez más preocupado por el click, y en un periodismo degradado donde lo que impera es el clickbait , el anzuelo, el cebo para cazar clicks, este tipo de reflexiones no tienen mucho destino. Pero hay que insistir. Porque como dijo el gran Martín Caparrós en su discurso rimado (en décimas y cuartetas y sextinas) al ser premiado en España:
Dicen que hacer periodismo
es contar eso que alguno
no querría que ninguno
pueda contar. Yo, lo mismo,
creo que eso es optimismo
y aura, pa’ que la gente
se entere, entienda y comente
hay que contarle, más bien,
nuestras historias a quien
no quiere que se las cuenten.
Está bien seguir contando eso que algunos no quieren que se cuente. Pero igual de importante es decirles a nuestros lectores, a quienes nos escuchan, aquello que no quieren leer o escuchar. Lo que contradice su sesgo de confirmación, y no lo que lo corrobora.
Peyret y el unitarismo antiliberal. Para los liberales clásicos, como Benjamin Constant o Alexis de Tocqueville, entre los principios fundamentales de cualquier organización política acorde con la libertad cuenta la descentralización federal. En cambio, en los estudios sobre el origen del Estado argentino, el liberalismo resultó asociado al unitarismo, y el federalismo quedó atado a una mirada conservadora, a cierto tradicionalismo.
La figura de Rosas y la de otros caudillos provinciales de carácter reaccionario, defensores del viejo orden católico e hispánico (“restauradores”, donde la clase dominante, a través de un patrón de estancia, un oligarca, gobierna directamente), explican en parte esa asociación. Pero para Alejo Peryet esa contradicción era evidente. “Aunque unitarios, tenían la pretensión de llamarse liberales, como si no hubiera contradicción completa entre estas dos palabras, como si el unitarismo no fuese todo lo contrario de la libertad”, escribía en 1875.
Otras cosas eran evidentes para este filósofo en acción, este francés acriollado que describió, como nadie, lo que ocurría en la Argentina. Por ejemplo, que “los que aquí se han dicho unitarios, y pretendían constituirse los campeones de la civilización, los apóstoles del progreso, eran, pues, los caballeros sirvientes de la tiranía, los soldados de la retrogradación”.
En otro escrito enfatizaba: “Los que se titulaban defensores de la civilización en realidad lo eran del pasado, del error, de una falsa concepción política, cual es el centralismo, el unitarismo. El instinto de las masas bárbaras veía más claro que la razón ilustrada de los hombres civilizados que pretendían dirigir la revolución. Pero (…) la verdadera ciencia política se llama descentralización, federación, autonomía local y provincial; no se llama centralización, unidad, indivisibilidad”.
Por eso Peyret entendía falsa la fórmula “civilización y barbarie”; y argüía que “todas las luchas de la República Argentina no tienen otro sentido: es el combate de las autonomías locales contra la centralización unitaria y absorbente de la capital que quiso reemplazar a la antigua metrópoli”.
La intervención como arma despótica. Peyret se adelantó a otro problema de su época que todavía afecta (¡y cuánto!) a la Argentina en su institucionalidad y convivencia: el presidencialismo.
Un siglo y medio antes de que el filósofo Carlos Nino presentara el hiperpresidencialismo de nuestra Constitución como uno de los principales problemas a abordar, Peyret se expresaba en ese mismo sentido. Escribe que “el sistema presidencial es profundamente corruptor”, que constituye “una enajenación de la soberanía popular”, o que “el Poder Ejecutivo es un despotismo electivo”, entre muchas citas al respecto. Asegura que un presidente argentino, constitucionalmente, tiene más poderes que “los conferidos al emperador por la Constitución francesa de 1848, un exceso de atribuciones que no es extraño al pensamiento de absorción unitaria”.
Un ejemplo de esas atribuciones excesivas era la facultad de intervenir las provincias. Darles semejante poder a los presidentes, advertía Peyret, “es abdicar entre sus manos por un plazo señalado. De balde es tomar precauciones constitucionales: esas pueden ser eludidas y aun violadas. Cuando me aperciba será tarde y no podré poner remedio. O tal vez el remedio será peor que el mal”.
Durante años, durante décadas, reclamó eliminar esa facultad, porque de mantenerla de ese modo los gobernadores terminarán siendo “sucursales, anexos, apéndices del poder central” y los Estados provinciales, simples “divisiones territoriales” del poder central. “Es la conclusión lógica de la teoría que venimos criticando, la teoría de los gobiernos tutores, civilizadores, autoritarios, unitarios, monárquicos; en una palabra: fuertes. Esos teóricos no creen en la facultad del pueblo, en su aptitud para gobernarse espontáneamente. Cualquier esfuerzo que hace en ese sentido lo llaman desorden, cualquier movimiento local les parece un síntoma de anarquía, y allí van inmediatamente las medidas autoritarias. Tales son las ideas que desvirtúan, que falsean las instituciones de la República federal”.
En 2012, el kirchnerismo gobernante, envalentonado por el triunfo electoral y el “vamos por más”, fantaseó durante un tiempo con la idea de intervenir la que en ese momento aparecía como la única provincia díscola del país. Habrá quien recuerde la célebre acusación de “narcosocialistas” del Cuervo Larroque o el insólito pedido del titular del PJ santafesino de entonces, quien planteó que había “elementos judiciales e institucionales” para que el gobierno nacional interviniese la provincia.
Algo más de una década después, es el gobierno de Javier Milei el que insinúa algo parecido respecto de la provincia de Buenos Aires, bastión kirchnerista, con el pretexto de la inseguridad, no muy lejos del esgrimido acerca de Santa Fe trece años antes. ¿Será casualidad que gobiernos tan distintos en sus discursos tengan tan similar vocación autoritaria, y hasta con el mismo argumento?
Sí, ya sé, es una intención trasnochada, una pretensión impracticable, tan delirante como la de dinamitar el Banco Central, y que llevaría a la Argentina seguramente a un caos. Pero mientras de la dinamita ya no habla el Presidente (tan pragmático que ahora ve a Xi Jinping como un líder del liberalismo), de esto sí se habla. Y no deja de ser preocupante que pronuncie la palabra “intervención” un gobierno de claras intenciones hegemónicas, que además cuenta con el apoyo del establishment, probablemente hasta que encuentre a alguien menos delirante, que garantice la continuidad del plan Caputo-Sturzenegger.
Por eso es relevante hurgar en los archivos y retomar la palabra de autores como Peyret, como Alberdi. Porque, además, en ambos casos se trata de referencias filosóficas ligadas al liberalismo, probablemente las más ilustres en la historia conceptual de nuestra región.
Es importante, es central, que quienes hoy creen que ser liberal es maltratar a la persona adversaria, intervenir gobiernos provinciales, manipular medios y periodistas, castigar ancianas que protestan o disparar al cuerpo de un fotógrafo sepan, como explicaron Alberdi y Peyret, que eso no es ser liberales: es ser déspotas, es ser opresores.
*Doctor en Filosofía (Unsam). Periodista.
Integra la cooperativa El Miércoles en Entre Ríos.