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Educación

Las paradojas de la esencialidad

Aunque se apele a lo esencial, priorizar déficit cero por encima del gasto necesario es seguir condenando a generaciones a un crónico genocidio educativo.

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Protestas. Los gremios docentes resisten la declaración de la educación como esencial, porque no es un servicio, es un derecho. | cedoc

La educación argentina expresa varias paradojas. Por un lado, se discute un proyecto de ley que declara a la educación obligatoria como esencial. Un recurso tentador en la superficie. Nuestro sentido común asocia lo “esencial” con algo considerado principal, fundamental, notable y/o sustancial. Nadie negaría las características de ese adjetivo para con la educación. Sin embargo, el proyecto que tiene hoy media sanción de la Cámara de Diputados, y espera en Senadores, está muy lejos de fijar ese orden de prioridades. Más bien apela a una construcción ideológica que sencillamente, como señalaron varios, busca cercenar el derecho a la huelga. Para hacerlo, contrapone la existencia de dos derechos: el garantizar la continuidad en la educación de niñas, niños y adolescentes con el de la protesta. De forma paradojal al discurso libertario de destrucción estatal ahora se ubica al Estado como árbitro y regulador en esa supuesta disputa.

Esta no es la única rareza. En los fundamentos, se recuperan datos de la pandemia y las consecuencias de la interrupción de la continuidad escolar sobre la salud mental. Se trata de otro recurso ideológico: apelar a una media verdad escindida del contexto de la excepcionalidad. Un artilugio que sirve para afirmar que hay que garantizar la continuidad por la salud de nuestra infancia. En simultáneo se ubica a la protesta docente como si fuera el único factor que “interrumpe” el “servicio” educativo. Como si no hubiera otras causas de paralización en los problemas de infraestructura, la falta de servicios básicos o la accesibilidad de las escuelas, solo por mencionar algunos. Dicho sea de paso, ese ingenio tiene intencionalidad: quebrar cualquier tipo de alianza de la docencia con sus estudiantes y familias, haciéndolos responsables de la crisis educativa y de su impacto en la salud mental de millones. Operación que busca ocultar las responsabilidades del propio Estado.

En un excesivo uso de la semántica, en caso de paro las guardias “mínimas” afectarán al 30% o al 50% del personal docente. Cabe señalar, que el proyecto original buscaba fijar un piso del 50% y del 75%. Es obligación del equipo directivo establecer ese cronograma a inicios del año y, por supuesto, denunciar o dar cuenta de los incumplimientos. No importa que en los hechos las guardias parezcan inaplicables. Cómo se garantizará la continuidad de todos con la mitad de los docentes es un misterio. ¿Con el primer paro tendrán continuidad los grados pares y al siguiente los impares? ¿Y en una secundaria con múltiples divisiones y asignaturas? Recordemos que en nuestras escuelas no existen las parejas pedagógicas –dos maestras por grado–, algo necesario y que sería la base real para garantizar la mentada continuidad. También, de acciones necesarias, se podría resolver la discontinuidad docente que se produce gracias a la precariedad laboral: solo seis de cada diez docentes son titulares y la rotación atenta contra la enseñanza. O la baja salarial, ya que el pluriempleo obstaculiza la propia carrera docente. Nada importa. Lo único que parece interesar es instalar en la agenda que la escuela no interrumpe sus servicios (por huelga, claro). Un consenso liberal que inicia en Milei, pasa por Massa y termina en Grabois.

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Lo cierto es que, hasta el momento, el gobierno de Milei cuenta en su haber con dos grandes medidas: el congelamiento del presupuesto educativo, el lanzamiento de una campaña de alfabetización que no fija ningún método ni plan, más allá de la evaluación, y deja todo en manos de las provincias. Que no se avizore contradicción entre uno y otro forma parte de la cotidianeidad. Tampoco pareciera llamar la atención la contradicción entre la defensa de la presencialidad y el diseño que se esboza para la futura reforma educativa. En efecto, en carpeta del gobierno nacional, la nueva reforma establecería una cursada híbrida con tiempo de trabajo no presencial para estudiantes en algunas asignaturas. La Ciudad de Buenos Aires avanza con ello para 2025. Una nueva paradoja: la defensa de la presencialidad en algunas ocasiones y la virtualidad para otras. Tengo estos principios y valores y también estos otros.

Que la continuidad educativa per se no es el único condimento para la mejora es una lección que debería sacarse al observar algunos datos. Si a los números nos ceñimos, hace décadas se defienden las trayectorias escolares continuas y ascendentes y, sin embargo, un tercio de las y los estudiantes no comprenden lo que leen al terminar la primaria y solo uno de cada cuatro puede, a los 15 años, resolver una regla de tres simple. Resolver estos problemas implica un plan integral, algo de lo que carece el Gobierno, aunque se entusiasme con la escuela guardería.

Las paradojas no se limitan a la educación obligatoria. El otro gran conflicto se ubica, como sospechará el lector, en el nivel universitario. La universidad también sintetiza toda una serie de singularidades. La retórica liberal la ataca suponiendo que la gratuidad forma parte de sus males endémicos: los pobres financiando el estudio de los ricos. Paradojalmente, gracias a la gratuidad, el 20% de la población de menores recursos transita las aulas universitarias. Paradojalmente, las universidades argentinas se ubican en los más altos estándares internacionales, hecho que contrasta en un doble sentido. Por una parte, dada la debacle educativa general del resto del sistema de la que la universidad tampoco está exenta: recibe esos estudiantes a los que luego apuntala en lectocomprensión. Por otra, porque en ella se gasta/invierte poquísimo: menos del 1% del PBI, cuando el resto del mundo destina el doble. Basta ver el caso de EE.UU., Canadá, Reino Unido y Australia, o de Chile y Brasil. En una universidad que consume el 85% de su presupuesto en salarios para docentes que hoy no alcanzan la canasta de pobreza –sobre quienes también podrá apuntar la esencialidad llegado el caso–, tienen en su mayoría rentas simples, al tiempo que se destina apenas el 0,6% en ciencia y técnica. Presupuesto que, si bien de los 70 para acá se expande, no logra triplicar la expansión de la matrícula y, nobleza obliga, si hablamos del programa para el desarrollo de la educación superior, se encuentra estancado o en caída desde hace una década. Y sobre esa estructura emerge un auténtico crimen social: la formación de docentes, técnicos e investigadores a los que esta estructura social no les ofrece destino y terminarán emigrando (el famoso “brain drain”). Este es el preciso punto que une ambos extremos del problema.

Si verdaderamente estuviéramos pensando en el desarrollo del país, la educación sería esencial en un sentido distinto al de los libertarios. Para empezar, ahogar salarial y presupuestariamente el nivel educativo forjador de los futuros técnicos, médicos, ingenieros, biólogos, agrónomos, trabajadores sociales, docentes e investigadores de todas las ramas de la vida social no parece una estrategia muy inteligente. Esencial sería que la escuela obligatoria no fuera entendida como un espacio de guardería social sino como un verdadero espacio educativo e instruccional. Para ello, hacen falta recursos, acciones, planificación, programas, construcción y equipamiento de escuelas. Aquí también priorizar déficit cero por encima del gasto necesario es sencillamente seguir condenando a generaciones a este ya crónico genocidio educativo. Genocidio que es solidario con otro: la constante y sostenida degradación de las condiciones de vida en este espacio social llamado Argentina de la que los indicadores de pobreza son solo una manifestación. Para desandar las paradojas educativas tal vez haya que comenzar por esto último: construir un país y junto a él su educación.

*Autora de Brutos y baratos y del podcast #Saquen una Hoja.