ELOBSERVADOR
Adolescencia

La vulnerabilidad que nos cuesta ver

La exitosa serie Adolescencia refleja ese mundo paralelo en el que a veces vivimos adultos y adolescentes: cercanos, pero a la vez lejanos. No porque sean “dramas adolescentes” duelen menos y, si no queremos quedar fuera, debemos reconocerlos.

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“La vulnerabilidad es el lugar de la conexión”. Esta afirmación de la investigadora Brené Brown ha calado profundamente en mi vida personal y en mi experiencia profesional.

Cuando tenemos la oportunidad de hablar con alguien, no solo desde nuestros logros, aciertos y alegrías, sino también desde ese espacio íntimo donde algo nos duele, nos inquieta o nos preocupa, se produce una conexión que vale oro.

Viendo la miniserie Adolescencia, furor en las últimas semanas (y de la cual prometo hablar sin spoilear), me impactó constatar la falta de conexión que se respira en la sociedad actual, especialmente –y más de lo que quisiéramos– entre padres, madres e hijos adolescentes, y también entre los mismos adolescentes. Me sumo a quienes la recomiendan a todo aquel que conviva con un/a adolescente o tenga cerca un niño o niña que lo será algún día. La historia nos interpela: como adultos, necesitamos conectarnos mejor con la adolescencia.

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Ver la historia de Jamie me recordó tantos casos reales de adolescentes que viven sin poder conectarse con sus adultos cercanos. Pienso en Valeria (he cambiado el nombre para proteger la identidad de la adolescente), quien me dijo una vez en consulta: “No tengo un adulto con quien pueda hablar de esto”. Yo acompañaba a toda su familia desde la consultoría y en esa ocasión conversábamos a solas, y no me cabe duda de que sus padres hacían lo mejor que podían. Me buscaron por un tema de su hija precisamente y Valeria me dio el privilegio de conectarme con ella desde temas que la hacían vulnerable, y allí estaba mi reto: lograr que pudiera hacerlo también con sus adultos de referencia.

Adolescencia refleja ese mundo paralelo en que a veces vivimos adultos y adolescentes: cercanos, pero a la vez lejanos. Me recordó también las voces de docentes que me han confiado cómo es que ven a sus estudiantes adolescentes solos, sin acompañamiento emocional; y detrás de muchas conductas disruptivas, muy pocas voces que los guíen. Voces que les recuerden que valen por sí mismos, que el respeto –a uno mismo y a los demás– no es negociable, ni en el mundo online ni en el offline, que la amistad exige autenticidad y no encajar a costa de perderse a sí mismo.

Te dejo algunas preguntas e ideas para repensar tu conexión con ese/a adolescente o preadolescente que tenés cerca: ¿cuáles son los temas frecuentes de conversación?, ¿los diálogos los acercan o no hay mucho de que hablar y terminan preguntando y respondiendo lo mismo? A veces los días y los meses pasan sin conversaciones que realmente conecten. Intentá proponer temas nuevos y diálogos abiertos a mostrarse desde la vulnerabilidad.

Un recurso que recomiendo mucho es “la caja de las preguntas”. Al compartir una comida, cada persona saca al azar un papelito con una pregunta y la responde. Algunas ideas: ¿un momento de tu infancia al que quisieras volver?, ¿una situación en la que sentiste mucha vergüenza?, ¿qué es lo más lindo que alguien ha hecho por vos?, ¿cómo te gusta que te consuelen cuando estás triste?, si pudieras cambiar algo de vos, ¿qué sería?, una situación en la escuela que quisieras borrar y una que quisieras repetir.

¿Cómo has fomentado la confianza entre ustedes?

Una madre me comentaba su frustración: “Yo le he dicho a mi hija que me puede contar lo que sea, que estoy para ella”. No dudo de que así lo sentía genuinamente, pero la confianza no se impone ni se gana con palabras: se construye.

Y para construirla, hay algo esencial –aunque nada fácil–: aprender a escuchar. Escuchar de verdad, sin interrumpir, sin juzgar, sin minimizar. Si se abre una puerta al diálogo, debemos hacer todo lo posible por no cerrarla. Incluso si el tema parece irrelevante, una puerta puede abrir otras.

Evita respuestas reactivas que corten la conversación, como: “¿y por qué estabas ahí?”, “sabes que no me gusta que te juntes con él o ella”, “mirá que ella sí…” o “ya te dije que…”. En lugar de eso, adoptá una actitud de curiosidad. Pero cuidado: curiosidad auténtica, no de detective. El curioso pregunta para conocer y comprender; el detective, para controlar e identificar riesgos. En la adolescencia, esa diferencia se percibe enseguida... y puede cerrar puertas.

¿Tu hijo/a puede hablar contigo de lo que le duele?

En contextos latinoamericanos, seis de cada diez niños, niñas y adolescentes afirman que pueden hablar con un adulto cercano sobre sus sentimientos negativos; cuando doy esta cifra en capacitaciones a las familias siempre les pido que pensemos en los cuatro que no pueden. Y tu adolescente, ¿puede hablar con vos de lo que no le salió bien en la escuela, con sus amigos, o de lo que le hace sentirse mal?

Hablar de lo que no nos sale bien no es fácil, ni siquiera para los adultos. Mostrarnos vulnerables es, como dice Brown, “un acto de valentía”. No se trata de convertir cada conversación familiar en una catarsis, pero sí de integrar también lo difícil, lo que cuesta, para mostrarles que los adultos no “nacimos hechos”.

Cuando compartimos nuestras luchas –sin invadir ni abrumar–, les damos permiso para compartir las suyas. Pero para lograrlo, hay que evitar minimizar sus dolores. No porque sean “dramas adolescentes” duelen menos. Son sus luchas. Y si no queremos quedar fuera de ellas, debemos reconocerlas.

Preguntar “¿cómo creés que te puedo ayudar?”, “¿qué pensaste hacer?”, “¿querés que te diga qué haría yo?”, “¿te cuento algo parecido que me pasó?”, puede abrir espacios valiosísimos. El respeto, la delicadeza y la empatía son indispensables para que la vulnerabilidad realmente nos conecte.

*Docente del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad Austral. Magíster en Asesoría Familiar y Gestión de Programas para la Familia.

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