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Tecnología

La nueva alfabetización mediática e informacional

La transformación digital es como una marea, que cada vez inunda más campos y exige más atenciones. Eso explica que la alfabetización digital tenga cada vez más urgencia en las agendas de los organismos y las instituciones educativas.

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Humanismo. El objetivo: alfabetizar el pensamiento en un mundo cada vez más atravesado por mediaciones tecnológicas. | cedoc

Con su segunda edición de la Semana Mundial de la Alfabetización Mediática e Informacional desarrollada recientemente, Unesco sumó un capítulo más a los cuatro que ya componen la agenda de la alfabetización digital. ¿Cuál es este nuevo capítulo? La necesidad de formar personas que cuenten con discernimiento crítico en un mundo sobreabundante de conocimiento y cada vez más expuesto a las fake news, los sesgos o las llamadas “ilusiones” de la inteligencia artificial. ¿Cuáles son los capítulos anteriores?

El primero, llamado “inclusión digital del ciudadano”, refiere usualmente a la adquisición de destrezas prácticas para el uso de herramientas de uso habitual. Por ejemplo, hoy resulta básico saber navegar por la web, descargar y utilizar una app, conectarse a la red, tener nociones sobre virus y antivirus, entender qué son los gigabytes y por qué son importantes al momento de comprar un celular. Este primer sentido es rudimentario y bien extendido; inspira la mayor parte de los planes de alfabetización digital que los organismos públicos de la región despliegan en escuelas, clubes, asociaciones civiles o municipios.

El segundo, vinculado con la alfabetización digital en entornos educativos, ocurre cuando se promueve el uso de ciertas herramientas en las aulas no sólo para que los estudiantes aprendan a manejarlas si no, porque a través de su uso, adquieren habilidades o competencias más profundas (no tecnológicas). Así, al usar un procesador de texto, se pueden perfeccionar habilidades de redacción. El uso de Excel o los talleres de robótica pueden favorecer el pensamiento lógico-matemático.

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El tercero, la inclusión laboral general, refiere a los esfuerzos realizados por escuelas, organizaciones y estados para asegurar que los trabajadores presentes y futuros tengan las habilidades requeridas para insertarse en contextos laborales crecientemente digitalizados. En cualquier ámbito, hoy no sólo es indispensable dominar Word o Excel, manejar una agenda, usar el correo electrónico, diseñar presentaciones o trabajar con imágenes. Se requiere, además, el uso de herramientas digitales específicas para la industria o profesión en cuestión, y la habilidad y disposición para aprender a usar innovaciones con creciente velocidad.

El cuarto, la alfabetización digital focalizada, tiene que ver con el esfuerzo de gobiernos y organizaciones por desarrollar vocaciones para la industria digital y la sociedad del conocimiento florecientes. Mediante este esfuerzo, no sólo se busca insertar al ciudadano en entornos productivos, sino crear capacidades y motivación para que más personas quieran convertirse en programadores, científicos de datos, ingenieros en IA, etc.

La nueva alfabetización mediática e informacional tiene dos desafíos inmediatos, uno relativamente simple y otro muy complejo. El desafío simple consiste en generar conciencia en la ciudadanía sobre la facilidad y frecuencia con que somos expuestos al engaño. Mediante ejemplos concretos, es útil promover en los estudiantes el “sentido de alerta”, una suerte de percepción latente parecida a la que desarrollamos cuando nos hemos quemado con la hornalla y no queremos volver a sufrir un accidente similar. El problema es que, para desarrollar este sentido, necesitamos poder detectar el peligro: ¿cómo sabemos si estamos en presencia de un engaño, una información sesgada o una ilusión? En algunos casos, como el de un video hecho con IA, no podemos saberlo por nuestros medios y necesitamos contar con ayuda externa, razón por la que recurrimos a otras fuentes de validación. Así, desconfiamos del tweet que acabamos de leer y salimos a chequearlo en diversas fuentes periodísticas que nos resultan más creíbles. Sin duda alguna, es todo un logro si nos volvemos más cautos y más conscientes de la necesidad de apelar a este auxilio.

Pero es imposible estar saliendo a chequear todo el tiempo las cosas. Si viviera entre nosotros, Aristóteles seguramente nos diría que una alfabetización mediática e informacional basada exclusivamente en la búsqueda de validación externa tiene patas cortas, porque nos expone a la trampa de la “regresión al infinito”: ¿cómo sabemos, por ejemplo, si una consulta a ChatGPT o Bard nos devuelve una respuesta correcta? Google nos diría que revisemos las fuentes a las que consultó Bard, ya que su IA generativa ofrece esta información. Pero, ¿cómo sabemos que esas fuentes son confiables? Y si alguien nos lo dijera, ¿cómo sabemos que lo dicho en esas fuentes es correcto?

La situación paradójica actual no se reduce a que, como afirma la directora general de Unesco, Audrey Azoulay, vivimos en la sociedad de la información y estamos cada vez más expuestos a desinformación y engaño. Es todavía más profunda: cuanto mayor es la potencia de la tecnología para resolver las necesidades de información y conocimiento, mayor es la urgencia de contar con recursos de discernimiento propios, sin necesidad de validación externa. Dicho de otro modo, el que más capacidades intelectuales y más saberes posee, logra aprovechar mucho más profundamente los beneficios de la sociedad del conocimiento y cuenta con antídotos más potentes contra el engaño. Ese es el principio básico de la “educación aumentada” que presenté en mi reciente libro Educación Aumentada. Desafíos de la educación en la era de la inteligencia artificial”. Quien tiene músculo intelectual logra usar la IA como garrocha. Por el contrario, quien sabe poco y cuenta con pocas aptitudes, tenderá a usarla como “muleta”. La educación aumentada exige más conocimiento y más habilidades intelectuales, contrariamente a lo que muchos suponen.

La invitación es algo contra-intuitiva porque, de algún modo, el principio básico que inspira la transformación digital es precisamente el inverso. La tecnología busca hacernos la vida más fácil. Ofrece atajos; incluso, atajos de atajos. A fuerza de hacernos la vida más fácil, el abuso tecnológico puede hacer que perdamos capacidades. El ascensor es un excelente invento. Si perdemos la fuerza suficiente para subir por nuestro medio una escalera, el problema será nuestro, no del ascensor.

Adquirir capacidades internas para discriminar con inteligencia lo correcto de lo incorrecto, lo sesgado de lo equilibrado, lo profundo de lo superficial, no es tarea sencilla. En las universidades norteamericanas y europeas son cada vez más frecuentes los trabajos de investigación vinculados con un tema que se creía olvidado: las virtudes intelectuales. Estas aparecen como reaseguro para el desarrollo de pensamiento crítico en la sociedad de la información. Se habla, incluso, de virtudes digitales, pero no para hablar de capacidades de uso de tecnología, sino en referencia a competencias fundantes que muchas veces se adquieren con o sin tecnología. Así, se inventan nuevos conceptos como el de “prudencia digital”, se multiplican los papers sobre lo que implica formar el sentido crítico, sobre la importancia de la humildad intelectual o la curiosidad genuina.

Este renacer de tradiciones cercanas al humanismo clásico no es casual: revela que la comunidad internacional está buscando un camino más profundo y de largo plazo, para lograr la auténtica alfabetización del pensamiento en un mundo crecientemente atravesado por mediaciones tecnológicas.

*Decano de la Escuela de Educación de la Universidad Austral.