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PARADOJAS

La inteligencia artificial no piensa, Milei tampoco

Un ideal de pureza recorre Europa y no es un fantasma. En Estados Unidos, está claro que se trata de un negocio, mientras que en nuestros pagos todo resulta más confuso, como siempre. Pero lo cierto es que en gran medida distintas formas de inteligencia artificial y cierta racionalidad algorítmica ya manejan distintos aspectos de la realidad sin la necesidad de participar de contiendas electorales.

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| pablo temes

Steve Endacott se define como “un capitalista con conciencia social” y, en virtud de una bonhomía autoproclamada, se presentará en las próximas elecciones parlamentarias en el Reino Unido de la mano de su avatar: AI Steve. Dice que, si logra ingresar al cuerpo legislativo, su participación física será garante de proyectos o votos decididos a través de la inteligencia artificial. Paradójicamente, propone a la IA como una forma de acercar las políticas públicas a la gente. Entre otras cosas, menciona la posibilidad de un sistema de participación mediante sondeos e interacciones de la IA con el público, para que esta cuente con la información necesaria a la hora de decidir. Como ocurre con las máquinas, la información es asimilada a la realidad misma y la participación democrática guiada por el realismo algorítmico. Así, la opinión desimplicada, los humores de la semana, las tendencias influenciadas por noticias falsas, entre otras variables, serían la materia prima de una democracia capaz de deshacerse de las mediaciones corruptibles, es decir, las instituciones humanas, reemplazándolas por la más eficiente inteligencia artificial.

Aquí. El presidente Milei se desplaza entre viajes lujosos con fondos públicos para alimentar la internacionalización de las derechas mesiánicas, y una relación intravenosa con Twitter (hoy X). Entre uno y otro movimiento, concede entrevistas a medios internacionales (ya que localmente solo declara para canales o presentadores adictos), en el marco de las cuales surgieron declaraciones sobre sus intenciones de implementar inteligencia artificial al más alto nivel. Desde la entrevista para The Economist cuando se encontraba en campaña electoral, hasta la entrevista concedida a la periodista estadounidense Bari Weiss, lo que aparece en su discurso no es una idea de utilización de tecnologías digitales en beneficio de la organización del Estado o como instrumento de mejoría de servicios públicos, sino una vaga intención de sustitución de las medicaciones públicas por inteligencia artificial. En ese sentido, su planteo, por más precario que resulte conceptualmente y por más endeble a la hora de dar cuenta de acuerdos o avances concretos, toca el corazón del problema: la inteligencia artificial y la digitalización de la experiencia como vieja nueva metafísica.

En línea antes con El Salvador que con el Reino Unido, Milei dijo en una entrevista con periodistas acreditados en la Casa Rosada que tiene intención de avanzar con la aplicación de un módulo de Google para hacer una reforma del Estado con inteligencia artificial. Se reunió con segundas líneas de Google y representantes de Apple, Meta y Open AI y, más allá de no existir ningún proyecto de inversión que no tenga que ver con la extracción a la antigua de nuestros recursos naturales, el gobierno de Milei apuesta a instalar la idea de la digitalización de las políticas públicas en un sentido más político que económico. De ahí que se habla de áreas sensibles como la educación y la salud. 

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En su página web, con tono de autoexaltación, Goggle se refiere al carácter “fundacional” del uso de inteligencia artificial en todos los campos del quehacer humano. Más allá del insólito “compromiso” con la sociedad que dicen asumir en el párrafo en el que admiten la existencia de riesgos y complejidades que exceden al uso, el tono general de esta y otras firmas, como el de los millonarios del sector tecnológico que se pusieron de moda, es mesiánico. Un mesianismo, hay que decirlo, algo lavado. Pero los efectos del uso de IA y distintos formatos cuya cifra principal son los algoritmos no son nada lavados… y, contrariamente a lo que reiteran las denuncias desde las izquierdas, no se trata de lavado de cerebro, sino del aplastamiento de su singularidad. Veinte años de experimentaciones constatan la imposibilidad por parte del cerebro y, más ampliamente de nuestra constitución subjetiva, de metabolizar la interfaz digital. Trastornos de ansiedad, atrofias en zonas cerebrales específicas según el dispositivo, delegación masiva de funciones sin tiempo para recuperación o reciclado cerebral, son algunas de las afecciones más extendidas.  

Confusión. En términos epistemológicos, hay un problema de fondo con la tecnociencia contemporánea y es la confusión entre los modelos construidos digitalmente y la realidad orgánica. Tomar lo modelizado, sea una proteína, un flujo urbano o un intercambio económico, como si se tratara del territorio mismo tiene consecuencias. Los cuerpos, las vidas, están emplazados históricamente, son parte de ecosistemas, están ligados a culturas ancestrales tanto como a técnicas recientes. Fundamentalmente, vivimos de acuerdo con ejes intensivos que ordenan nuestra experiencia como un todo que no está en otra parte sino, justamente, en cada parte que lo compone. Pero las máquinas, la organización algorítmica, la inteligencia artificial funcionan como agregados de partes que carecen de eso que llamamos “todo”. Su ratio última no tiene que ver con existir, sino con el rendimiento y la optimización, es decir, con funcionar. 

Por eso decimos que existe una consustancialidad entre los planteos neoliberales, austríacos o como se los quiera llamar, y la naturalización de los fenómenos digitales. Porque ambos omiten e incluso tienden a aplastar la singularidad de lo vivo, la densidad de la cultura y la lengua, la conflictividad inherente a lo social, las huellas de las tradiciones y, fundamentalmente, la tendencia de lo viviente a demorar en la existencia, a vivir porque sí. Desde el punto de vista de Milei, aun en su pantano de inconsistencias, lo público, la posibilidad de criterios comunes, la gratuidad, forman parte de la corruptibilidad de la carne, de la ineficiente morosidad de la existencia. Como dijo en una entrevista cuando candidato, sentarse a comer le parece una pérdida de tiempo, porque los de su especie no consideran tomar el tiempo para los procesos, prefieren vivir el sueño de un mundo sin cuerpos, sin compleja y conflictiva trama colectiva, como quería Margaret Thatcher, sin sociedad.    

La pobreza de la imaginación libertaria es compatible con la utopía de una sociedad transparente donde los individuos intercambian bienes y servicios, mientras mágicamente se acomodan los intereses da cada quien, donde las asimetrías más violentas no distraen el ir y venir de los hambrientos; un mundo en que la competencia feroz es considerada la mejor forma de colaboración. Es cierto que si una persona es sustituida por su avatar, si una vida es asimilable a un banco de datos o si todo lo que hacemos puede ser cifrado como información y procesado en consecuencia, la transparencia parece perfectamente natural. Pero tal aspiración es lapidariamente desmentida por los pliegues sociales con sus máscaras y mediaciones, unas veces resguardándonos ante la mirada inquisidora de los demás, otras regulando la convivencia, cuando no ocultando lo necesario para conspirar. 

El Estado. Para los austríacos, como para Milei, “finalmente, una versión degradada de aquellas teorías de los años cuarenta y cincuenta”, el Estado es un artefacto construido en base a la imposibilidad de las personas de competir y acordar sin un tutelaje. En aquel tiempo la realidad social era keynesiana, mientras los Hayek y los Von Mises fantaseaban con una “civilización cuantitativa y computacional” que le permitiera a la humanidad prescindir de las instituciones. En su distopía ideal (es más preciso que llamarla “utopía”) no habría lugar para el conflicto, en la medida en que cada quien obraría en función de su interés individual, bajo la sola coordinación de una tecnología algorítmica desprovista de ideología, algo así como un punto de vista total y autotransparente a cuya imagen y semejanza vivirían los habitantes de ese “mundo feliz”.   

La diferencia entre aquella elucubración y la menos elaborada intención del gobierno de Milei, consiste en que toda la tecnología entonces faltante hoy sobra y está inmediatamente disponible. El endiosamiento de las tecnologías digitales se erige sobre la supuesta defección humana. A esos humanos defectuosos, la antropología libertaria contrapone un tipo de animal distinto, hiperracional, tan parecido a la inteligencia artificial que debería aspirar a parecérsele, con su conducta, su relación consigo mismo y con los otros, sus decisiones. Aun a sabiendas de su inferioridad ante la máquina, ya que, si reducimos la inteligencia humana a lo que en realidad es una pequeña dimensión entre otras, como la capacidad de calcular, procesar información, establecer correlaciones, entonces, la máquina es muy superior.

Hobbes. A mediados del siglo XVII, Thomas Hobbes hizo del conflicto el cenit de toda política y contribuyó a crear las bases del Estado moderno. Su mito fundante muestra a una humanidad que, librada a su estado de naturaleza, solo es capaz de un mundo en que homo homini lupus (el hombre es el lobo del hombre); entonces, el Estado como última instancia de resolución de los conflictos supondría un pasaje (ontológico) del estado de naturaleza al estado civil, es decir, la ciudadanía. Una crítica frecuente, en la que acreditamos, es la omisión hobbesiana de las potencias colaborativas que también forman parte de nuestra naturaleza. En el fondo, frente a esa antropología negativa que fundamenta la teoría del Estado de Hobbes, nos parece más interesante detenernos en la ambivalencia del animal humano, en su incesante necesidad de crear mediaciones que, a su vez, recrean formas de vivir, en el péndulo inevitable que nos expone al riesgo y la gracia por igual, siempre entre la emergencia de nuevos sentidos y la ausencia de sentido. 

Los neoconservadores de hoy, por caso libertarios, lejos de resolver el problema del conflicto, lo delegan en una máquina policial alucinada, como la balbuceada por Milei cuando el periodista de la revista The Economist le preguntó por su plan de seguridad: “Probablemente los problemas de seguridad podrían resolverse mejor con tecnologías inteligentes y sin tanta interferencia del Estado”. Milei, en la entrevista de la revista The Economist, dice: “Las sociedades que no son capaces de convivir en paz necesitan que el Estado arbitre”. El problema de su discurso no es la crítica al Estado “lejos de ser la primera y mucho más lejos de ser la mejor fundada, no será tampoco la última”, el punto es que mediante la crítica al Estado pretende sacarse de encima un problema central: cómo metabolizar la posibilidad siempre presente del conflicto en nuestra especie, en un momento histórico concreto, con unos actores reales. No deja de tirar el agua sucia de la bañera con el bebé adentro. 

Su planteo nada tiene que ver con la necesaria desburocratización del Estado, de hecho, la gestión que lleva adelante es burdamente burocrática y de pésima calidad. En la mencionada entrevista se refiere a la posibilidad de un gobierno sin Estado, sustituido por tecnología. Ante la pregunta del entrevistador sobre el tipo de tecnología, el candidato trastabilla. Porque, en el fondo, se trata de una conjetura tan vaga como meramente ideológica. Milei es antes un producto que un estratega de las nuevas tecnologías. Por otro lado, ese gobierno tecnológico ya existe, no sustituyendo al Estado, pero sí incidiendo sobre las conductas de manera cada vez más pormenorizada y, lejos de incrementar grados de libertad, genera mejores condiciones para el control y la dependencia. Curiosamente, el país que más avanzó en el desarrollo concreto del gobierno tecnológico es China, con su sistema de “crédito social” que apunta a una aterradora transparencia por parte de los ciudadanos, que en el documento explicativo del gobierno chino llaman “sinceridad”.

Nuevas derechas. El reverso de la ideología de la transparencia es la obscenidad de las posturas de las llamadas “nuevas derechas”. La legitimidad de la verborragia discriminadora, sexista, racista y clasista consistiría en su sinceridad. Y la incorrección política que suele atribuirse a los enunciados presidenciales tiene que ver con su capacidad de ofender a una moral progresista o a una sensibilidad de izquierda que supuestamente habrían gozado de medios suficientes como para hegemonizar la escena pública hasta la irrupción libertaria. Pero no es exactamente eso lo que sucede, sino el imperio de una racionalidad que prescinde del problema de la legitimidad y, con ello, se autoexime de exigencias morales o incluso del principio de coherencia, ya que la actualización virtual es permanente y su prescindencia del elemento histórico y orgánico le permite vivir cómodamente en el minuto a minuto de la marmota. El supremacismo implícito en el discurso de Milei es el barniz, nada despreciable, de la transparencia del poder que, es al mismo tiempo, poder de la transparencia 

La insistencia del progresismo sobre la “crueldad” del gobierno y, en particular, del estilo presidencial parece desconocer el giro epocal del cual Milei es un emergente. Explicitar el modo en que unos ganan y otros pierden, así como castigar públicamente a quienes son considerados un letargo en la coyuntura de progreso inexorable, forma parte de la racionalidad de una política consustancial con la digitalización de la experiencia. De hecho, la frase de Milei surgida de la entrevista que le hizo la periodista estadounidense Bari Weiss, “Amo ser un topo dentro del Estado. Soy el que destruye el Estado desde adentro”, da cuenta de lo estructural que es la transparencia en este tipo de planteos. En términos de la política tradicional, nadie que se pretenda “topo” lo dice públicamente, sino al contrario. Pero en el mundo algorítmico, o para la completa ausencia de doblez o máscara de las IA, la exhibición equivale a la cosa misma, la información es tomada como un hecho, aun cuando, como en este caso, ocurra exactamente lo contrario: por decir que se es un topo, se deja de serlo. 

Educación. El otro gran territorio a conquistar por parte de la epistemología que ubica a la inteligencia artificial más cerca de una visión del mundo que de un instrumento es la educación. Y ahí encontramos nuevamente a Google pululando. En nuestro país, un Jorge Macri abandónico de sus tareas como intendente (ya que a los dos años de ser electo se fue a la Ciudad de Buenos Aires) se jactaba hace unos años por la fundación en Vicente López de la primera Escuela Google. Se destacan el poco conocimiento público, la opacidad en la relación entre la empresa y el Estado y la naturalización de una imagen de los estudiantes que los ubica como operadores de información. De ese experimento solapado en un municipio acomodado, a la declaración del Presidente, que, tras reunirse con empleados de Meta, dice querer educar a “nuestros hijos” con inteligencia artificial, nuevamente se percibe la postura acrítica, la sumisión total a un paradigma que, en todo caso, debería ser analizado. ¿Se referirá a los hijos de los demás, ya que Milei no es padre, o está pensando en Pávlov y sus perros clonados? ¿Tendrá algo que ver su vocación por implementar modelos algorítmicos como si fueran la realidad misma con su apego a bestias engendradas por tecnología genética?

Cuando observamos la relación con las IA, plataformas, etc., de personas adultas o jóvenes que vivieron parte de su vida ajenas a la promiscuidad tecnológica, advertimos que algo resiste en ellas, por contar con una estructuración orgánica, hábitos y sensibilidad por fuera de la tecnoesfera. Pero, ¿qué pasa cuando un chico de 12 años aparece como hipercompatible con la máquina? ¿Qué empieza a pasar con el proceso de crecimiento y, en particular, con el cerebro de los niños hibridados de entrada con las tecnologías digitales? La falta de estructuración no permite el desarrollo de la alteridad, la relación con los dispositivos digitales es cada vez más de captura y, en ese sentido, el funcionamiento carcome terreno a la existencia. La realidad se vuelve optimizable en permanencia y todo lo que queda por fuera de ese hiperrealismo se vuelve un malestar ciego, una angustia intratable. Pero si, además, los métodos de diagnóstico en salud mental (los DSM, entre otros) formando parte del mismo paradigma recetan fármacos para restablecer el funcionamiento, la productividad, la estimulación; el círculo vicioso impide regular, limitar o apropiarnos de tecnologías que permanentemente desbordan lo vital.

Desde Google insisten en que Gemini, la inteligencia artificial estrella de la multinacional, razona, que se parece demasiado a un ser humano; al mismo tiempo, escuchamos sobre robots con emociones o tecnologías que en realidad “aún no llegaron”, pero “están en camino a”. ¿Es el retorno como farsa del antropomorfismo más burdo? Pero, si bien es cierto que aparentemente los robots de la IA se parecen cada vez más a los humanos por su mimetismo, deberíamos preguntarnos si, en el fondo, el parecido tiene doble entrada, ya que viene también del lado humano debido no tanto a las performances tecnológicas sino a una pérdida de potencia y de complejidad de las personas colonizadas cada vez más por los algoritmos.

Artificial y orgánica. Creemos que el punto de partida de todo análisis crítico, no tecnófobo e incluso con la intención de imaginar formas de apropiación de las nuevas tecnologías digitales, es la diferencia de naturaleza entre la inteligencia artificial y la inteligencia orgánica. En La inteligencia artificial no piensa (el cerebro tampoco) desarrollamos un repertorio de diferencias irreductibles y proponemos una imagen de los fenómenos vitales (orgánicos) que nada tiene que ver con una naturaleza “pura” despojada de técnica, sino que partimos de la hibridación irreversible de lo vivo con las tecnologías digitales desde un pivote epocal, un cambio radical en los últimos cuarenta años. El desafío pasa por resistir la colonización proveniente de la lógica del funcionamiento (que, a diferencia de lo orgánico, sí se presenta como “puro”) y ensayar formas transgresivas de uso, desvíos en función de nuestro siempre reiterativo y, por suerte, fallado modo de existir.

En los sesenta, en los mayos latinoamericano y europeo la consigna “pidamos lo imposible” graficaba los muros de la vía pública. Al realismo y la ausencia de alternativas se oponía una ética que consistía en explorar y desbordar los límites del capitalismo, de la dominación que crecía en la estructura mental de las personas. Pero la superación siempre tuvo que ver con el frotamiento, el reconocimiento del límite y la creación de nuevos posibles por modificación de los límites mismos. Hoy vivimos la inversión completa de aquellos ideales, ya que la voz de orden indica que “todo es posible”, por lo tanto, que nada es real. Ahora bien, si todo es posible, si no hay ni limites, ni estructuras como manifestaciones de lo real, nada impediría que el inconsciente colectivo esté atravesado por la sensación de que el caos y la violencia son inevitables, provocando miedo y violencia, así como la búsqueda desesperada de chivos expiatorios. Y la izquierda (cultural, partidaria, intelectual) no sabe o no comprende en nombre de qué recuperar el límite como zona de frotamiento con lo real; por eso, sintomáticamente se vuelve normativa, y un lenguaje normativo no parece ser lo más adecuado para entusiasmar a nadie.

A su vez, la “posverdad” es parte de un mundo ilimitado, en el que la palabra no tiene valor porque no debe rendir cuentas ni relacionarse con referencias reales, pero también porque mientras nos preguntamos por la veracidad de un enunciado o una noticia, ya fue operada alguna actualización de contenido. El problema central, claro, no es de contenido, sino de procedimiento. Por eso, en el libro que mencionábamos, nos preguntamos por procedimientos de verdad en situaciones concretas, ni abstractos ni universales, sino singulares, reales. ¿Qué ordena una situación? ¿Quiénes somos en situación, es decir, qué tipo de sujeto o mejor aún de figura del actuar? ¿Con qué márgenes contamos? No se trata, como piensan compañeras y compañeros del campo popular, de contar con un polo tecnológico, pero con contenidos soberanos, ya que producir lo mismo, pero hacerlo nosotros, no nos deja fuera de la colonización en marcha.

Urgencias. Cómo salir de la zona defensiva para encontrar nuestras propias agendas es una tarea política urgente. Lo que es llamado “disruptivo” o considerado irreverente es hoy lo más reaccionario. Ya no se trata del “gatopardismo” (figura que viaja de la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa a la realpolitik más convencional) según el cual se procura que todo cambie (en la superficie) para no cambiar nada (en la estructura), sino del cambio como mandato. Lo que hay en el fondo no es ningún cambio, sino la destrucción de límites orgánicos, de la trama colectiva y sus instituciones, del medioambiente… Todo en nombre de una hiperracionalidad que se encuentra con la máxima irracionalidad, la creencia ciega en una tecnología que mientras más sofisticada se vuelve menos conocida por las mayorías resulta. Como dice Santa Cruz, un periodista del diario La Nación: “Este gobierno es una permanente invitación a sumarse a sus actos de fe”. Agregamos que el mayor de todos esos actos de fe al que somos llamados es, justamente, la delegación masiva de funciones a través de la interface digital.

Hay que decir que la rebeldía no se volvió de derecha, sino que el malestar fue disputado por los gurúes tecnófilos y ultraliberales. Lograron homologar desregulación de la vida con libertad. Pero la desregulación no es simplemente la ausencia de regulación, es decir, la liberación del velo estatal o comunitario, sino que es un artificio concreto, tecnológico y político. La desregulación va asociada a dispositivos de control exponiéndonos al desbocamiento, justamente descontrolado, propio de toda circunstancia en la que se instala el deseo de control. También es normalizadora antes que normativa y tiende al funcionamiento por sobre la existencia. Es cierto que la existencia implica también funcionamiento, como conflicto e irresolución pero, sobre todo, la existencia no tiene que servir para nada ni para nadie, por eso hay algo inherentemente desobediente en el existir. Mientras que el funcionamiento, en su lógica interna, puede prescindir de la existencia orgánica, maximizar la realidad hasta el final, hasta alcanzar la eficiencia de los cementerios; ahí donde la libertad y el cacareo rebelde se confunden con la máxima obediencia. A pesar de todo, no creemos en regodeos impotentes y apostamos a la primacía ontológica de lo que resiste en cada lucha, en cada quien, en la vida.

* Investigador en biología, filósofo y psicoanalista / ** Ensayista, editor (Red Editorial), docente (Unpaz, Undav), integrante del IEF CTA A