Hace un tiempo, comenzó un ciclo de charlas para Fundación Universitaria que se titula “Infancias hiperconectadas por la complejidad del uso cada vez más temprano y prolongado de los dispositivos móviles y las pantallas”.
La adolescencia es una transición a la vida adulta donde las emociones y las hormonas estallan en cambios corporales y sentimentales que contribuirán a la configuración de la personalidad. Comúnmente, se conoce como la “edad del pavo” a esa etapa donde la rebeldía es mayor que la racionalidad porque la maduración apenas es incipiente por la inestabilidad de lo superficialmente efímero y urgente, donde las valoraciones, deseos y sentidos se concentran en cuestiones triviales (imagen, estética, popularidad) y sus alteraciones (frustraciones, enojos, pérdidas) son más efusivas y frecuentes que en una persona adulta.
Hoy, ese proceso se agravó con el auge de las nuevas tecnologías, donde vivimos conectados, pero ellos, peor aún, se conectan para vivir.
Históricamente, la popularidad ganada en la escuela era intensa, pero tenía horario de descanso. El lugar seguro era el hogar, donde los chicos se podían relajar y no estaban obligados a demostrarle nada a nadie para ser aceptados y, sobre todo, populares.
Justamente por esto, el acoso escolar, o bullying, se ha complejizado en los últimos años; no solo por sus estadísticas (según la Unesco, entre tres y cuatro de cada diez chicos a lo largo de su vida escolar lo sufren), sino porque las redes sociales han generado la necesidad de estar alerta 24 horas por 24.
Lo que una mala convivencia escolar podía generar (por ejemplo, un rechazo ante treinta compañeros) hoy no tiene punto de comparación alguno con quien lo sufre en las redes sociales, padeciendo memes, videos y fotos ante infinidad de seguidores y con la posibilidad, encima, de que se haga viral y traspase fronteras y públicos heterogéneos.
Es decir, hoy se puede ser un influencer de la crueldad, y esto los adolescentes lo saben. Lamentablemente, se puede monetizar, por decir, barbaridades. Hay un público que se ríe de la humillación, una banalización de las consecuencias que pueden generar estos acosos en la salud física y mental, por lo que la calle digital está liberada para este tipo de violencia.
Parece que nos hemos olvidado, como Estado y sociedad, de que hoy no solo se construye ciudadanía en la escuela a través de la convivencia escolar, sino también en las redes a través de una vida digital que contribuye a la generación de un yo virtual, tan o más importante que el real.
Hace poco, la genia de Lali Espósito lo explicaba perfectamente con Pedro Rosemblat en el streaming Gelatina, al expresar que nuestro yo real es el humano y vulnerable, mientras que el yo virtual es una versión idealizada de nosotros mismos para nuestros seguidores. Si esto resulta complejo para nosotros, los adultos, imagínense para los adolescentes.
Recientemente, al ver la serie Adolescencia en Netflix, en la que un chico de 13 años es acusado de asesinar a apuñaladas a una compañera de escuela que lo trata de íncel (célibes involuntarios) en sus redes, nos damos cuenta de las terribles consecuencias que el acoso digital puede generar: un arma de destrucción masiva para la psique de los adolescentes que, en general, lo padecen en carne propia en absoluta soledad, aun en familias con padres presentes, pero no susceptibles de interiorizarse e interpretar la vida digital de sus hijos.
Esto es fruto de la falta de sabiduría humana en el uso y abuso de internet. No hay una solución única y rápida, pero una de ellas está en renovar la escuela, que hoy construye una ciudadanía de siglo XIX y aborda la vida digital.
Los derechos y obligaciones de la virtualidad deben estar tan claros como los que se aprenden al momento de salir a la calle. Este es un compromiso que requiere de todos y que no debería generar grieta alguna porque urge que los adultos también nos capacitemos para comprender a nuestros hijos en las redes: lo que les preocupa, lo que creen que está en juego, lo que los hace sufrir. Debemos estar preparados para ayudar, contener y poner límites.
*Abogado, asesor en ciudadanía digital en la Fundación Metropolitana y en Fundación Encuentro. Fue director del Observatorio de Familias y Juventudes de la HCDN.