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América Latina

Guerra contra las drogas: una batalla perdida

Los intentos de soluciones implementados en la actualidad para enfrentar el narcotráfico no dan resultados: solo en Colombia, las hectáreas de cultivos de coca pasaron de 100 mil a 250 mil en diez años. Desde Guayaquil, Ecuador, hasta Rosario, Argentina, el objetivo se pone sobre los cultivadores y se olvida el verdadero responsable: los grandes narcotraficantes.

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| afp

El narcotráfico se ha convertido en uno de los principales desafíos a nivel global, con un inocultable aumento de la violencia y de la corrupción. En forma repetida, las crisis de seguridad irrumpen en la agenda pública latinoamericana de forma espectacular con asesinatos, amenazas a figuras públicas y otros episodios de alto impacto que parecen tomar gran importancia por unos días hasta que se diluyen en espera del próximo evento. Estos sucesos dan cuenta así, espasmódica y superficialmente, de un problema que atraviesa a todo el continente americano y que ha crecido a pesar –o tal vez como consecuencia– de la llamada “guerra contra las drogas”, lanzada por Estados Unidos hace ya más de cinco décadas.

Impulsada por el entonces presidente Richard Nixon a principios de la década de 1970, la cruzada de EE.UU. pronto traspasó sus propias fronteras y pasó a definir la política antinarcóticos de la mayoría de los países del continente. Sin embargo, parece evidente que el problema no ha dejado de crecer.

Desde el Instituto Tricontinental de Investigación Social, junto al Observatorio Lawfare –en el que participan investigadores de Argentina, Brasil, Colombia y México, entre otros países– y el Centro de Pensamiento y Diálogo Político (Cepdipo) de Colombia, impulsamos el proyecto “Adictos al imperialismo: Estados Unidos y la política de guerra contra las drogas sobre nuestra América”. Los diferentes espacios de investigación aportaron su mirada respecto a tres grandes ejes: la situación de las comunidades campesinas; las políticas de EE.UU. hacia la región, y los efectos en las poblaciones de las ciudades latinoamericanas.

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Para la primera entrega del proyecto, Cepdipo trabajó con la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana de Colombia (Coccam), que reúne a comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes de diferentes regiones del país, con el propósito de debatir sobre la participación, la erradicación y la sustitución de cultivos de uso ilícito, de acuerdo con lo pactado en el Acuerdo Final de Paz entre el gobierno colombiano y las FARC-EP. Los resultados de esta investigación están en el Cuaderno 1 del proyecto titulado “La criminalización a los cultivadores como coartada imperialista: la economía política de las drogas en Colombia”, que será publicado próximamente. A continuación, algunos de los principales elementos desarrollados en ese informe.

De la coca a la cocaína. ¿Por qué la lucha contra las drogas se ha enfocado en el eslabón más débil de la cadena productiva? El ojo se pone en los campesinos trabajadores y cultivadores de hoja de coca y no en los narcotraficantes o sus carteles transnacionales. 

La coca es un cultivo nativo de los Andes, cuya producción está fuertemente arraigada a las comunidades de la región y ha tenido diversos usos de características tradicionales a lo largo de la historia. En el caso colombiano, las actividades ilícitas en torno a la coca comenzaron en la década de 1970, a causa de la demanda en el mercado internacional. Desde entonces, pero en especial desde la década de 1990, las zonas cocaleras están caracterizadas por sus importantes índices de desigualdad y violencia, donde actividades productivas como esta constituyen casi la única posibilidad de tener ingresos básicos para la supervivencia. 

En la actualidad, la coca se siembra en terrenos que deben cumplir una serie de condiciones y de prácticas productivas para poder desarrollarse. Una vez que ha crecido la planta, los recolectores realizan el levantamiento de la hoja y la venden a acopiadores, que realizan el traslado a los “laboratorios”. Allí, campesinos prestan su fuerza de trabajo para el proceso químico que deriva en la obtención de la pasta base, que es comprada y transportada para ser convertida en clorhidrato de cocaína.

“En este punto los carteles, paramilitares y organizaciones criminales transnacionales tienen el control total del mercado”, apunta Karen Gutiérrez Alfonso, de Cepdipo. Los carteles obtienen entre sesenta y noventa mil dólares por cada kilo de cocaína que logran comercializar en Europa, y los campesinos reciben 0,75 dólares por su participación en la primera etapa del proceso. Aquí es fundamental resaltar que las comunidades campesinas llegan a este cultivo producto de una serie de condiciones económicas y productivas relacionadas con la tenencia y propiedad de la tierra, el acaparamiento y la usurpación, que han desplazado a las comunidades campesinas. 

Esta política de “guerra contra las drogas” se ha centrado en este primer eslabón –los productores de hoja de coca– y ha utilizado las fumigaciones, la erradicación de cultivos e incluso las capturas de campesinos para justificar falsos avances. Sin embargo, tras más de dos décadas de abordaje militar con el Plan Colombia y otros programas, no solo ha crecido la violencia, sino también la producción de coca. Si al comienzo del gobierno del presidente colombiano Álvaro Uribe, en 2002, había más de 100 mil hectáreas con cultivos, al final del gobierno de Iván Duque, en 2022, la cifra registrada alcanza las 250 mil hectáreas de coca. Un crecimiento que va de la mano de la militarización del problema. 

Las “nuevas amenazas”. El impulso inicial de la “guerra contra las drogas” fue reforzado con el gobierno de Ronald Reagan y luego con el de George Bush padre, quienes establecieron progresivamente las bases para una política continental. El consenso bipartidista en torno a la injerencia en otros países se expresó durante el gobierno de Bill Clinton con el lanzamiento del Plan Colombia (1999), ampliado luego con la Iniciativa Andina (2001). Eran tiempos del breve momento unipolar de EE.UU. y en ese contexto se produciría un cambio de doctrina: el concepto de la “amenaza comunista”, como pretexto para la intervención, fue desplazado por las “nuevas amenazas”. 

De carácter difuso, estas van desde el terrorismo y el narcotráfico hasta las catástrofes climáticas y las crisis migratorias. Con el nuevo siglo, este cambio se plasmó en un sinfín de acuerdos y programas de “cooperación”, por medio de los cuales las agencias de EE.UU. consolidaron su influencia en las instituciones de los diferentes países del continente. 

Tamara Lajtman, investigadora del Observatorio Lawfare, destaca que más del 80% de los fondos ligados a temas militares y de seguridad están vinculados a la “guerra contra las drogas”. “Desde 2001 hasta 2023, la asistencia militar y en seguridad de EE.UU. hacia América Latina y el Caribe fue de 24.615 millones de dólares, de los cuales 19.900 (el 81%) corresponden a asistencia antinarcóticos”, explica. También plantea que “el Gran Caribe (compuesto por América Central, México, Colombia, Venezuela, Antillas y Bahamas) concentra 16.452 millones, el 82,7% del total”. 

Otro corte importante para el análisis es considerar el lugar de la región andina entre las políticas de EE.UU. Entre los datos ya mencionados del período 2001-2023, la suma correspondiente a Colombia, Perú, Bolivia y Ecuador alcanza a 12.463 millones de dólares, el 62% del total. 

En ese marco, en los últimos años se destaca el caso particular de Ecuador. Con la asunción como presidente de Lenín Moreno, en 2017, y luego con la de Guillermo Lasso, el gobierno ecuatoriano pasó a alinearse con EE.UU., mientras en el país se desataban procesos de lawfare (guerra judicial) contra dirigentes de Revolución Ciudadana –que alcanzaron al expresidente Rafael Correa, así como al exvicepresidente Jorge Glas– y una creciente violencia social, con asesinatos políticos y otros actos resonantes protagonizados por bandas delictivas. Lajtman hace notar que en solo cinco años –entre 2017 y 2022– la asistencia antinarcóticos estadounidense se multiplicó por diez: desde 687 mil dólares en 2017 a 7,2 millones en 2022. De nuevo, el abordaje no parece estar dando buenos resultados. 

La “guerra” en nuestros barrios. Tanto en Guayaquil, Ecuador, como en Rosario, Argentina, y en tantas otras ciudades, la trama del narcotráfico estalla en forma de noticia policial y la espectacularidad es caldo de cultivo para soluciones basadas en la militarización.

El autor Aníbal García señala el caso mexicano de Guanajuato, uno de los estados con mayor índice de violencia en el país, en particular en sus principales ciudades: la capital y la más poblada, León. El investigador destaca la correlación entre las iniciativas de militarización –en este caso, parte de la Iniciativa Mérida (o Plan México, que se basa en la cooperación con EE.UU. para combatir el narcotráfico)– y el incremento de la violencia en las ciudades. Los estudios señalan el perjuicio sobre la vida de la población en general, especialmente de los barrios populares.

Nuevas recetas. Más que la espectacularidad de las recetas de siempre, la existencia de víctimas reales de esta “guerra” –entre ellas el campesinado, la soberanía de las naciones, la calidad de vida en las ciudades–, afectadas en este largo proceso, convoca a pensar la resolución del problema del narcotráfico desde una nueva perspectiva.

En esta clave, nuestro proyecto propone “un enfoque basado en los principios de salud pública, reducción de daños, derechos humanos y desarrollo sostenible” que “permitiría abordar de manera más efectiva los desafíos asociados al consumo y la producción de drogas, promoviendo soluciones equitativas y sostenibles para toda la sociedad”.

*Miembros del Instituto Tricontinental de Investigación Social.