La pasión y la excepción (2003)
Prólogo
Hay razones biográficas en el origen de este libro y conviene ponerlas de manifiesto. Formo parte de una generación que fue marcada en lo político por el peronismo, y en lo cultural, por Borges. Son las marcas de un conflicto que, una vez más, trataré de explicarme.
En agosto de 1970, la revista Los Libros publicó El otro duelo, de Borges. La nota editorial, escrita seguramente por Héctor Schmucler, decía: “El 24 de agosto Jorge Luis Borges cumple 71 años de edad. Coincidiendo con la fecha, aparecerá en Emecé un nuevo libro de cuentos: El informe de Brodie. El hecho adquiere especial importancia si se considera que el último había aparecido en 1953. De los once cuentos que componen el volumen, el autor de Ficciones ha seleccionado especialmente para Los Libros el que se publica en estas páginas”. El cuento de Borges, quizás el más sangriento que haya escrito, presenta una carrera de degollados: dos gauchos soldados, cuya rivalidad es conocida por todos, prisioneros en uno de esos encontronazos desprolijos de las guerras civiles del Río de la Plata, son condenados a muerte. La ejecución será macabra y prolongará esa rivalidad. El capitán anuncia: “Les tengo una buena noticia; antes de que se entre el sol van a poder mostrar cuál es el más toro. Los voy a hacer degollar de parado y después correrán una carrera”. Y eso es exactamente lo que sucede: la burla primitiva, la ejecución de la que Borges no silencia los detalles truculentos de la obra del cuchillo, los chorros de sangre, los pocos pasos que ambos rivales dieron, mientras sus verdugos sostenían las cabezas recién cortadas. El degüello de los prisioneros no fue solo un acto de crueldad inconsciente sino una farsa macabra. Después de muchos años, Borges elige como anticipo de El informe de Brodie esta historia bárbara y de nuevo enfrenta a sus lectores con la diáfana narración de un suceso brutal y remoto.
Borges era tan legible como ilegible. ¿Por qué este viejo refinado visitaba otra vez la campaña del siglo XIX y otra vez escribía un cuento en el que un mundo primitivo y legendario es captado por una narración disciplinada y perfecta? En 1970, yo no podía saber que iba a seguir preguntándome por Borges y que no iba a encontrar nunca una respuesta que me convenciera del todo. En 1970, para mí Borges todavía era un irritante objeto de amor-odio. También para muchos otros la relación con Borges oscilaba en el conflicto entre denuncia y fascinación. Algo quedaba claro: Borges era inevitable y, por eso, Los Libros, una revista de izquierda, le dedicaba la tapa de ese número publicado en agosto de 1970. En agosto de 1970, Borges ya comenzaba a ser la cifra de la literatura argentina que fue durante las tres décadas siguientes.
Dos meses antes, el 29 de mayo, los Montoneros habían secuestrado a Pedro Eugenio Aramburu. La casual proximidad de ambas fechas es solo eso, una coincidencia de la que no podrían extraerse más conclusiones. O quizá solamente una. Borges y los hechos que se producen en ese año definieron, de diverso modo, los años que vendrían (como si se tratara de dos naciones distintas que se entrelazaban momentáneamente para luego separarse). En agosto de 1970, yo leí, entre asombrada e irritada, el cuento de Borges. Semanas antes los Montoneros habían secuestrado a Aramburu. Ambos hechos (aunque entonces no lo supiera) serían fundamentales en mi vida. Este libro intenta comprender algo de esa configuración política y de esa presencia cultural. Festejé el asesinato de Aramburu. Más de treinta años después la frase me parece evidente (muchos lo festejaron), pero tengo que forzar la memoria para entenderla de verdad. Ni siquiera estoy segura de que ese esfuerzo, hecho muchas veces durante estos años, haya logrado capturar del todo el sentimiento moral y la idea política. Cuando recuerdo ese día en que la televisión, que estaba mirando con otros compañeros y amigos peronistas, trajo la noticia de que se había encontrado el cadáver, y luego cuando también por televisión seguí el entierro en la Recoleta, veo a otra mujer (que ya no soy). Quiero entenderla, porque esa que yo era no fue muy diferente de otras y otros; probablemente tampoco hubiera parecido una extranjera en el grupo que había secuestrado, juzgado y ejecutado a Aramburu. Aunque mi camino político iba a alejarme del peronismo, en ese año 1970 admiré y aprobé lo que se había hecho. El cadáver de Eva Perón fue invocado en el secuestro de Aramburu, en su interrogatorio y en la sentencia a muerte. Sobre ese cadáver, ya había escrito Rodolfo Walsh su cuento Esa mujery allí una frase tuvo la capacidad profética de anunciar lo que vendría después: “Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra”. Se alzaron esas olas y barrieron los primeros años de la década del setenta. El secuestro de Aramburu fue el comienzo de la marejada. Ese cadáver también era una cifra.
El cadáver de Eva Perón era parte de un pliego de exigencias que incluían también el regreso de Perón a la Argentina. Estos reclamos atravesaron dieciocho años desde 1955 hasta 1973, dándole dimensiones épicas a la lucha de una Argentina verdadera e irredenta. Para alguien como yo, cuya familia participó de la oposición “gorila”al primer gobierno peronista, tanto la figura de Eva como la admiración por el talento maniobrero, la astucia socarrona, las ideas y el carisma de Perón fueron el capítulo inicial de una formación política que implicaba una ruptura con el mundo de la infancia. Ser peronista (significara eso lo que significara) nos separaba del hogar e, imaginariamente, también de la clase de origen. Quienes no heredamos el peronismo sino que lo adoptamos, no teníamos de Eva casi ningún recuerdo, fuera de los insultos que se pronunciaban en voz baja, las fotos de los diarios, y el revanchismo triunfal de septiembre de 1955. Debimos, entonces, conocer a Eva, recibir el mito de quienes lo habían conservado. Tanto como ella fue producto de la voluntad y la audacia, nuestra Eva salía de la voluntad política impulsada por la leyenda peronista.
Eva había muerto cuando yo tenía 10 años. Mi padre no me permitió ir a su interminable velorio en el Congreso. Pocos años después, con la dudosa ayuda de un ejemplar de La razón de mi vida encuadernado en cuero rojo, debo de haber construido para mi uso (como tantos otros) la imagen de una Eva revolucionaria, movida por la ingobernable fuerza de lo plebeyo, más militante que aventurera, para citar la disyunción clásica de Juan José Sebreli. Sin embargo, Eva seguía siendo una figura ajena a mi experiencia, una condición a alcanzar o una alegoría cultural del peronismo, el personaje de un relato del estado peronista que, en sus manos, había tenido algo de edad de oro. Recuperar su cadáver era un proyecto de piadosa justicia y reparación de un crimen alevoso; pero, sobre todo, significaba que el peronismo había ganado la partida.
Por eso, este libro vuelve a Eva para averiguar algo más. El camino hacia ella comienza con un texto de Copi, escrito también en 1970 con los restos de discursos oídos en la Argentina de nuestra infancia. Y termina con un texto de Borges, el otro argentino inevitable. También vuelve a Borges para intentar saber algo más de la venganza política con que se inició el último tercio del siglo XX. Quise plantear de nuevo la pregunta de por qué el secuestro de Aramburu fue vivido por miles como un acto de justicia y reparación. Borges dijo que todas las historias estaban en unos pocos libros: La Biblia, La Odisea, el Martín Fierro. Probablemente también casi todos los argumentos estén en Borges.
He trabajado en tres planos que se fueron intersectando a medida que avanzaba. El saber del texto borgeano, la excepcionalidad de la belleza, la excepcionalidad extrema y pasional de la venganza. Un personaje, un acontecimiento, una escritura, si no me he equivocado, forman la trilogía excepcional a la que traté de encontrar algún sentido.
El asesinato de Aramburu
La Argentina no iba a ser la misma a partir de los hechos de mayo y junio de 1970. Muchos creyeron que se iniciaba el desenlace de una época que concluiría con una victoria revolucionaria. Sobre todo, se creyó que había sonado la hora de la justicia. Quienes se movían por estas convicciones no se preguntaron entonces si la justicia que se había ejercido sobre Aramburu podía reclamar ese nombre. Tampoco se preocuparon por que otros pensaran que esa justicia tenía la forma de una venganza. Sustancialmente, lo que se había hecho estaba bien por razones históricas y políticas. Por eso, la muerte de Aramburu no obligaba a resolver ningún dilema moral, sobre todo porque la idea misma de un problema moral parecía inadecuada para entender cualquier acto político. Cientos de militantes pensaban que solo la hipocresía de los poderosos o las debilidades ideológicas de los pequeños burgueses introducían el argumento moral en los hechos de la vida política, como una máscara que escondía el verdadero carácter de la lucha. Las masas oprimidas (se argumentaba) no podían darse ese lujo y quienes habían actuado en nombre del movimiento que las identificaba, el peronismo, con toda razón no se habían colocado en una perspectiva que hubiera falseado el acto de justicia que acababan de realizar.
Había muchas cuentas para saldar desde 1955 porque la Argentina nacional y popular era un país irredento y quienes lo habían convertido en ese desierto hostil a los intereses populares eran, sencillamente, enemigos con los que no debía conciliarse. Si alguna duda emergía no tocaba a los móviles ni a las causas, sino a los protagonistas del secuestro: ¿quiénes eran los Montoneros? Un año después, la pregunta todavía encontraba respuestas más o menos variadas en el periodismo, pero la militancia revolucionaria ya sabía de qué se trataba.
Lo que no fue un problema en 1970 hoy necesita explicaciones: entender el caso Aramburu como capítulo de una historia cultural de la política revolucionaria en Argentina. ¿Por qué el caso Aramburu y no otro, por qué un solo asesinato y no una serie, como la de los dirigentes sindicales que le siguieron? ¿Por qué el caso Aramburu y no el atentado en el que murió Augusto Vandor en 1969?
Los asesinatos de Vandor, primero, y de José Alonso y Rogelio Coria después, son ajustes de cuentas ejemplarizadores que se agrupan en una serie abierta (la consigna que se cantaba en las manifestaciones los incluían como amenaza a cualquier otro “burócrata sindical”: “Rucci, traidor, a vos te va a pasar lo mismo que a Vandor”); el secuestro de Aramburu, en cambio, es un hecho único. No se trató de un acto que pudiera repetirse, porque había muchos dirigentes burócratas pero solo un expresidente de la revolución que había derrocado a Perón condenándolo al ostracismo (que se reflejaba en la represión de su pueblo) y robado el cuerpo místico del movimiento nacional, encarnado en el cadáver de Eva.
La singularidad de Aramburu (general y presidente, como Perón) hizo de su muerte un mito mayor de la política argentina. En las manifestaciones de los años siguientes, la organización que lo había asesinado se presentaba en la plaza con el grito: “Duro, duro, duro, estos son los Montoneros que mataron a Aramburu”. La consigna que incluía el nombre de Vandor no era una consigna de identidad sino una amenaza. La consigna que nombraba a Aramburu fue siempre, en cambio, una autodefinición que Montoneros no compartía con otros grupos guerrilleros. Si ambas eran gritos de guerra, el que mencionaba a Aramburu no estaba referido al futuro, como lo está cualquier amenaza, sino al pasado donde se funda la identidad. Era un hecho que se había completado, una mónada de sentido político alrededor de la cual giraba una cultura.
El simbolismo no podía ser más fuerte. Tres nombres: Perón, Evita, Aramburu se establecían como hitos inamovibles y los tres eran condensaciones intensamente simbólicas. Ningún argumento moral podía tocarlos. En la izquierda peronista se debatió la oportunidad de matar dirigentes sindicales y no todos estuvieron de acuerdo con la elección de esos blancos, pero no quedan muchos rastros de que el asesinato de Aramburu haya suscitado dudas.
La admisión satisfecha de los hechos producidos en aquel invierno de 1970 plantea preguntas. Por eso vale la pena tratar, una vez más, de entenderlos como manifestación de una sensibilidad colectiva (¿hegemónica en la franja radicalizada de la política argentina?). Los términos son los siguientes: primero, el caso Aramburu es un hecho excepcional que no puede ser asimilado a la serie de muertes que siguieron, aunque está en el origen de la organización que fue responsable de muchas de esas muertes; segundo, el caso Aramburu es un hecho pasional, organizado simbólicamente sobre el eje de una pasión clásica, la de la venganza; la excepcionalidad pasional del caso pone de manifiesto una sensibilidad que hoy puede considerarse histórica (es decir, que ha cumplido un ciclo y ha desaparecido o solo se manifiesta, disimulada por las denegaciones y subterfugios de la mala conciencia, entre quienes mantienen lazos subjetivos con esa sensibilidad de época). Están las condiciones, entonces, para interpretar los hechos y los discursos en el terreno de su cultura.
No se trata de una reconstrucción etnográfica basada en lo que los protagonistas hoy recuerdan de aquellos años, sino de una interrogación a lo que dijeron e hicieron en aquel momento: los hechos de 1970 y su narración en los tres o cuatro años siguientes. ¿Por qué este camino? Porque interesa saber, si esto es posible (aunque muy difícil), la versión del acontecimiento en el momento de su suceder, más que su rearticulación en una red de recuerdos y de introspecciones que han sido ineludiblemente tocados por los años de la dictadura, las diversas críticas a la violencia de la transición democrática y los saberes historiográficos que quienes recuerdan los años de comienzos de la década del setenta no pueden ocluir cuando piensan y hablan. Cuando sucedió el secuestro de Aramburu, todos los que hoy recuerdan esa época eran muy jóvenes; lo que recuerdan está atravesado por la nostalgia de una edad especialmente apta para la idealización. Se recuerda el momento en que la política era tan joven como los militantes.
Una reconstrucción memorialística no carece de interés. Sin embargo, ella no está en el centro de las preguntas porque aquí no se tratará de ver qué se recuerda sino eso que fue, en su momento, un presente. Es interesante el modo en que la memoria produce su pasado como una intersección entre lo que se recuerda, lo que se permite recordar, lo que se olvida, lo que se pasa en silencio, lo que cambia de registro y de tono, incluso de género narrativo. Lo que la memoria ofrece tiene la complejidad de una ucronía, en el sentido de un tiempo bifronte, hecho de dos temporalidades: la del presente del relato y la del pasado de lo narrado, que se actualizan en el presente de la lectura. Discriminar entre esas temporalidades es una empresa crítica y reconstructiva.
Los recuerdos producidos hoy como “memorias de la militancia” tienen un derecho propio con el cual solo es posible discutir en términos actuales y, estrictamente, en términos políticos. Quienes recuerdan, en esos relatos etnográficos o autobiográficos, no pueden recordar sino del modo en que lo hacen: forzando la memoria para “ponerse en el lugar” que ocuparon entonces y, al mismo tiempo, narrando esos forzamientos de memoria desde una perspectiva incapaz de eliminar el presente desde el que se está recordando. Esos “recuerdos de la militancia” pueden ser defendidos con el argumento de la inevitabilidad, y la legitimidad del anacronismo. Tanto la materia del recuerdo que reactualizan como la operación anacrónica que las condiciones presentes imponen, tienen un interés enorme. Hay texturas de lo vivido que solo se recuperan en esas empresas de la memoria, aun cuando se sepa de antemano que estarán marcadas por el presente del acto de recordar. No se podría afirmar que siempre es posible prescindir de esa materia rememorada. Por el contrario, ella trae al presente si no la inasible sustancia del pasado, la narración que intenta revivirla.
Sin embargo, en lo que se refiere al asesinato de Aramburu, se tomará otro camino, independiente, en lo posible, de los recuerdos producidos en los últimos años, excepto cuando ellos parezcan menos tocados por las estrategias ideológicas y personales de la memoria. En cambio, se utilizarán intensivamente los relatos de la época, los escritos entre 1970 y 1975, no porque ellos estén libres de fuertes operaciones retóricas, sino precisamente porque son las que parecieron adecuadas a los personajes de esta historia en el momento en que ella no era un capítulo del pasado juvenil, que despierta nostalgia, sino un hecho político reciente. Cuando matan a Aramburu y cuando hablan de esa muerte tres o cuatro años después, quienes lo hacen no han cambiado demasiado, aunque hayan llegado al centro de la política argentina y tengan perfecta conciencia del mito que fundaron con ese acto.
Las dos torres
El prejuicio y la diferencia (2000)
Resulta bastante fácil oponerse, por lo menos en palabras, a lo que se reconoce como prejuicio racial, sexual, social o cultural. Doy un ejemplo: un consenso extraordinario acompañaría la idea de que no se debe elegir a los clientes de una discoteca por el color de su piel. Este consenso es el resultado de siglos, literalmente siglos, de batallas ideológicas y enfrentamientos materiales. Hoy sería difícil encontrar a alguien que se animara a sostener públicamente el ingreso a las discotecas según un patrón de rasgos físicos. Otra cosa es que ese ingreso siga siendo evaluado por los dueños de discotecas de acuerdo con un código detallado de vestimenta y apariencia. Pero esa discriminación no encuentra un discurso que la justifique abiertamente, porque ha sido repudiada como prejuicio.
Si todas las iniquidades sustentadas en el prejuicio se convirtieran en actitudes que la mayoría repudia, no estaríamos precisamente llamados a discutir nada. De a poco, cada prejuicio iría encontrando su condena final. Pero no estamos en ese mundo, porque no todas las resistencias culturales provienen, de modo tan evidente, del prejuicio, ni es tan sencillo aceptar las diferencias que el sentido común no asimila a los prejuicios.
La resistencia a aceptar las diferencias culturales se origina en la presión que estas ejercen sobre la identidad. Somos aquello que pensamos que somos. Y lo que pensamos que somos se articula no solo sobre el fondo universal de la “naturaleza humana”, sino en un terreno quebrado por los particularismos.
Durante algún tiempo, la modernidad creyó que el camino que recorrería el mundo conduciría, de modo inevitable, a la liquidación de las diferencias. Se asimiló el progreso a los procesos de homogeneización y se creyó que la homogeneización técnica garantizaría por sí misma la compatibilidad de culturas. En una ecuación tan fácil como simplificadora, se asimiló la posibilidad técnica de comunicación universal a la posibilidad simbólica de diálogo entre diferencias. Con optimismo, se pensó que aquello que podía percibirse como diferente también podía entenderse y ser aceptado. Se creyó que, progresivamente, todo rasgo cultural iba a ser evaluado en su contexto.
Esta perspectiva contextualista implica algo extremadamente difícil: que nos comportemos como los antropólogos frente a las culturas que estudian, suspendiendo un juicio de valor y reconociendo que los valores de todas las culturas son legítimos si se los considera desde el interior del sistema al que pertenecen. Pero difícilmente una sociedad pueda comportarse siguiendo esas reglas. De hecho, en los últimos años renacieron, de la manera más feroz, los particularismos étnicos y religiosos, las guerras de limpieza racial y territorial, la violencia para rescatar tradiciones o reimplantarlas. Sobre los restos de los Estados socialistas de Europa Oriental, humearon nuevas ruinas causadas por batallas territoriales, en las que se combatió agitando principios nacionales, religiosos, raciales y culturales.
Aunque los argentinos estuvieron un poco distraídos ante estas infamias, no pudieron dejar de conmoverse por otros casos, menos violentos y menos masivos, de discriminación. El movimiento de defensa de los migrantes en España, donde hay muchos argentinos incluidos, pone en un primer plano un conjunto de discusiones apasionantes sobre los derechos a las diferencias culturales tejidas con enfrentamientos en el mercado de trabajo.
Nanni Moretti, en un film inteligentísimo, La cosa, muestra la llegada de un barco repleto de albaneses indocumentados. Anclado a cierta distancia de la costa, el barco está solo. Moretti, que ha ido a filmarlo, reflexiona: Ni un político, ni un político de cualquier partido que sea. En efecto, incluso los progresistas se ven desconcertados frente a las olas inmigratorias que desatan lo peor de la derecha europea y lo peor del aislacionismo de las poblaciones ricas y bien implantadas en el mundo del trabajo y la cultura.
Esto no puede sonar demasiado extraño en la Argentina, donde la desocupación acentúa la resistencia a la solidaridad respecto de otros desocupados y hambrientos que llegan de Paraguay, de Perú o de Bolivia. En las paredes de Buenos Aires, se han visto afiches que reclamaban por la prioridad argentina en el mercado de trabajo. Y justamente en el caso de los inmigrantes, la dimensión social del problema no debería ocultar una dimensión cultural que persistiría incluso si los interrogantes económicos se desvanecieran. ¿Los inmigrantes son necesarios en las naciones ricas, donde nadie hace lo que ellos están dispuestos a hacer porque están peor preparados y saben menos? ¿En las sociedades pobres solo son una nueva carga intolerable? ¿Vienen a trabajar o se incorporan ineludiblemente a redes de solidaridad mafiosa y tramas delictivas? Preguntas como estas muestran que las diferencias tienen bases no solo económicas.
Se puede definir de muchas maneras qué es una cultura: las costumbres, las prácticas, las formas de relación con la política, el arte, la muerte, lo sagrado, lo inmundo, los estilos de vida. Pero hay una definición de cultura que incluye todas las que puedan ensayarse: una cultura es un sistema de diferencias. Acá las cosas se hacen de otro modo”: esa es la frase de la identidad. En alguna medida, la identidad es siempre oposicional. Sin embargo, todo reside en las formas que toman las oposiciones culturales.
Hace veinte años, Francia discutió encarnizadamente el derecho de las familias musulmanas a enviar a sus hijas a la escuela con la cabeza tapada por el chador tradicional. Se debatió si esa marca cultural, que para los occidentales representaba un estilizado estigma sexual, debía ser tolerada en la escuela, espacio universal por excelencia, donde no solo las oportunidades deben ser idénticas, sino también de donde deberían expulsarse las diferencias de origen (¿de todos los orígenes?, ¿de cualquier origen?). Al final, las chicas musulmanas pudieron seguir yendo a la escuela con velos que les cubren la frente, aunque esa solución no dejó conforme ni al feminismo europeo ni al laicismo de la ideología escolar francesa.
El episodio del chador pudo tener una resolución pluralista, pero es difícil imaginar una resolución análoga si se piensa en la ablación del clítoris o en la violencia física ejercida sobre niñas y mujeres por la autoridad omnipotente de los varones. Ante casos como esos, ¿debe elegirse el respeto a las diferencias culturales o imponerse el principio de que el cuerpo es un espacio inviolable y que es ilegítima cualquier pretensión de herir o torturar el cuerpo de alguien, no importa qué tradiciones reclame esa práctica? Por supuesto, elijo casos límite, que pertenecen al rango de las diferencias culturales más profundas y probablemente más intransitables.
No podría imaginar una discusión seria sobre pluralismo cultural que pasara por alto aquellas diferencias radicalmente opuestas a un núcleo de acuerdos que, en las últimas décadas, definen el espacio universal de los derechos humanos. La positividad y las dificultades conflictivas del pluralismo cultural se prueban sobre las prácticas que afectan la idea de esos derechos: por ejemplo, la potestad del padre para castigar físicamente a su mujer y a sus hijos como atributo de autoridad familiar reconocida por algunas culturas; la expulsión de las personas o grupos que no participen de las creencias religiosas mayoritarias; la exclusión de un sector (las mujeres, los homosexuales, los integrantes de una etnia) del ejercicio de derechos que se reconoce a otros.
En estos casos, una visión benevolente de las diferencias culturales, que desde el romanticismo hasta el multiculturalismo estadounidense indudablemente ha contribuido a una civilización de la tolerancia, se vuelve indiferentista cuando se coloca del lado de quienes ejercen una dominación material o simbólica, aunque sean miembros de grupos a su vez dominados y minoritarios.
Clases de literatura argentina
Rodolfo Walsh - Operación Masacre (1985)
Operación Masacre parte de una investigación realizada por Rodolfo Walsh durante 1957, después de enterarse de que, de una decena de fusilados por la Revolución Libertadora de 1955, una mitad había sobrevivido al fusilamiento. El 9 de junio de 1956 se produce un levantamiento militar (con apoyo civil de sectores nacionalistas y peronistas) entre cuyos líderes están los generales Juan José Valle y Raúl Tanco. Este levantamiento es reprimido de manera fulminante por las autoridades de la Revolución Libertadora. Una de las formas de fulminarlo fueron los fusilamientos de esa misma noche de junio de 1956, que ocurrieron en varios lugares del país. Walsh se ocupa de los que sucedieron en José León Suarez, porque se entera de que algunos sobrevivientes, heridos, habían podido escapar en medio de la noche o, fingiéndose muertos, no habían recibido ni un solo tiro. Este es el tema de esta investigación, que salió por entregas (las tres investigaciones fundamentales de Walsh se publicaron de ese modo: Operación Masacre, El caso Satanowsky y ¿Quién mató a Rosendo?), primero en Propósitos, una publicación dirigida por Leónidas Barletta; después en el semanario Revolución Nacional, la hojita gremial que Walsh menciona en uno de los prólogos; y finalmente en el semanario Mayoría.
Voy a referirme a algunos de los problemas de representación de la historia que exhibe Operación Masacre, que también pueden ser pensados para ¿Quién mató a Rosendo? El principal problema que aparece en estos textos es el de narrar los hechos reales, vale decir, hechos efectivamente acaecidos que, como tales, tienen una relación disimétrica con el discurso narrativo. Son hechos que sucedieron, no en tanto discurso narrativo, sino en tanto datos históricos. Para pensar este problema de la representación de hechos reales, tomaré algunas de las hipótesis que plantea el historiador y teórico de la historia estadounidense Hayden White, cuyo libro, todavía no traducido, se llama Metahistory. A White le preocupa detectar cuáles son las operaciones textuales, discursivas, que realizan los historiadores para poner en discurso hechos efectivamente acaecidos, cuya naturaleza no es imaginaria. No se trata de hechos que parecen reales, como sucede en una novela realista, ni tampoco de hechos verosímilmente reales, sino de hechos empíricamente reales, aunque puedan parecer inverosímiles. Lo que a Hayden White le preocupa es que estos hechos son disimétricos con respecto a la serie narrativa y, por lo tanto, requieren del discurso que los narra una serie de operaciones textuales. White parte de una afirmación que bien puede aplicarse al caso de Walsh: el discurso narrativo de los hechos realmente acontecidos sirve de base para juicios morales. ¿Qué significa esto? Que en el discurso narrativo de este tipo de hechos se negocian valores; hay transacción de valores. Hayden White está pensando en la historia del siglo XIX, pero nosotros podemos aplicarlo a un relato periodístico de valor político como es el caso del libro de Walsh, ya que es evidente que Walsh no está motorizado por el mero deseo de investigar lo efectivamente acaecido, sino que en ese deseo hay posiciones de valor que son negociadas en el texto, que el texto presenta y con las cuales establece una serie de transacciones. De allí se infiere que el hecho mismo de narrar y las estrategias elegidas para narrar ese hecho cobran un valor que no es solo estético.
El primer valor al que podemos referirnos cuando decimos que el discurso narrativo sirve al objeto de juicios morales es el valor de dar sentido de unidad a una serie de experiencias que de otro modo permanecerían dispersas. Vale decir, hay un fusilado acá y un fusilado allá que no se conocen, o bien, si se conocen, no quieren volver a verse; el miedo les impide pensar los orígenes y las causas de su situación; la represión les impide establecer un circuito pragmático de comunicación. Por lo tanto, solo un discurso situado en otro lugar, en este caso el discurso del periodismo, puede dar valor de unidad a esos fragmentos dispersos de experiencia.
Hay un juicio de White, que puede compartirse o discutirse, que dice que la experiencia histórica, la experiencia política, cuando es sufrida o experimentada por sujetos socialmente atomizados, rara vez alcanza unidad de sentido; que la experiencia histórica o histórico-política por la cual pasan sujetos atomizados tiene dificultad para encontrar su significado y necesita de una instancia de globalización que descubra el sentido de esa experiencia. Para White, la experiencia de la historia sería el universo de la dispersión visto desde sus actores; solo desde otro lugar, desde el discurso histórico, puede encontrarse sentido a ese universo. Hay historiadores que critican esta perspectiva y reivindican los fragmentos de sentido y de unidad de sentido que los sectores padecientes de la historia pueden construir por sí solos. En nuestro caso, la hipótesis de White parece aplicable a Operación Masacre, donde los sujetos están escindidos unos de otros por la represión y por el miedo; por el carácter clandestino de los fusilamientos y por las consecuencias terribles para los sobrevivientes, faltaba un hilo discursivo y práctico que diera sentido a la experiencia. Usando una metáfora de White, la operación de Walsh es convertir en forma plena aquello que eran fragmentos ciegos unos respecto de otros.
El segundo rasgo de Operación Masacre es que, desde la perspectiva del presente, los hechos pasados no ocurrieron si no hay memoria de ellos. Desde la perspectiva del presente, desde la perspectiva de dos meses o de veinte años después de los fusilamientos, esos hechos solo pueden recuperar su naturaleza de efectivamente acaecidos si se construye un discurso que sea memoria de ellos. La memoria es hoy uno de los temas ideológicos de la sociedad argentina; desde esta perspectiva del presente, los hechos no acaecen si (como les decía) no hay memoria, si no son recordados: una forma de recordarlos, generalizarlos y dotarlos de un sentido pleno es el discurso.
En tercer lugar, los hechos no pueden ser solo recordados, sino que tienen que ser ubicados en una secuencia cronológica. Noten que digo “secuencia cronológica”y no “secuencia causal”, porque para ubicar los hechos en una secuencia causal, según la tesis del libro de Walsh, es fundamental saber si el estado de guerra interna, y por lo tanto la posibilidad de fusilar a los insubordinados, existía o no antes del momento del fusilamiento. La secuencia cronológica no solo ordena lo que en la memoria puede aparecer fragmentado y disperso, sino que sirve a una de las fuertes líneas de demostración del texto.
Para Hayden White, esta ubicación de los hechos supone siempre una opción de valor: es posible pensar un texto que establezca una secuencia cronológica sin establecer como su punto fundamental el hecho de que estuviera declarado el estado de guerra interno antes o después de que cayeran presos los fusilados de 1956. Es posible pensar una estrategia textual en la cual interesara demostrar que estos hombres fueron fusilados y que no estaban insubordinándose sino simplemente escuchando una pelea de box. Walsh no elige solo esa estrategia textual, sino que agrega algo que tiene que ver con una opción de valor: el problema de la legalidad del fusilamiento. No porque Walsh pensara que los fusilamientos eran legales (seguramente diría que no y estaría en contra de la pena de muerte), sino porque se sitúa en la lógica del adversario y sostiene que, si el adversario quiere operar en la legalidad, la cuestión de si hubo o no comunicación del estado de guerra interno anterior a la detención de los fusilados es fundamental. Aquí hay una opción clara: no es una opción por respetar la vida humana, sino por demostrar que se había quebrantado y violado desde dentro el sistema legal elegido por el gobierno militar que practicaba la represión. Esto significa que la secuencia cronológica es, por partida doble, una opción de valor.
Tenemos entonces dos órdenes disimétricos (el de los hechos que aparecen dispersos en la memoria de sus actores y el de la narración) que negocian entre sí cuestiones de valor. Los hechos, cuando suceden, nunca lo hacen bajo la forma de la historia, sino como un estadio al que parece más adecuado llamar “experiencia”. La historia, en cambio, es siempre una formación discursiva; en principio, porque elige quiénes son sus sujetos. Walsh elige sujetos gramaticales y sujetos narrativos que son los fusilados de José León Suárez. Frente al mismo acontecimiento histórico, Walsh podría haber elegido otra opción; por ejemplo, la de los policías que reciben las órdenes que sucesivamente llegan desde el ejército y que pueden resistirse o no a cumplirlas. En ese caso, la historia se construiría de una manera diferente y negociaría valores muy distintos con el hecho.
Basta con leer todos los días el juicio a los comandantes en jefe (N de R: se desarrollaba en ese momento el llamado Juicio a las Juntas) para ver cómo se postulan sujetos de la historia completamente diferenciados. En principio, hay una permanente negociación de valor entre la defensa y la fiscalía sobre cuáles son los adjetivos que caracterizan a los reprimidos. Constantemente, cuando alguien pregunta: “¿Usted era un subversivo?”, alguien responde: “Eso no se puede preguntar”, y esa respuesta pone en discusión con qué adjetivo se piensa al sujeto de esa historia. Siempre que se ponen en discurso los hechos históricos, se producen estas negociaciones de valor (establecer cierto tipo de sujetos, cierto tipo de predicados, cierto tipo de adjetivación), y emerge una serie de condiciones restrictivas que son las condiciones de posibilidad del discurso mismo que se está escribiendo, condiciones que restringen cierto despliegue de sujetos, de acciones atribuidas a esos sujetos.
Si el problema de la historiografía es cómo traducir a un discurso un saber disperso en las experiencias de las personas, en las fuentes documentales, en los objetos, en los restos, en el caso de Walsh hay una complicación suplementaria: para producir esa narración, primero tiene que producir el saber, ya que faltan las fuentes documentales y hay fuertes obstáculos sociopolíticos para obtenerlas.
A su vez, investigar los hechos en los cuales los peronistas son las víctimas tiene dos grandes consecuencias: el investigador se pone en riesgo y el código hermenéutico se politiza. En este proceso de politización del código hermenéutico, Walsh hace un juicio sobre el valor y la función de la escritura. Y demuestra cómo una serie de principios constructivos pertenecientes a otras poéticas pueden ser refuncionalizados en una escritura periodístico-política; cómo se pueden tomar esos diferentes principios constructivos (el enigma, el suspenso, la relación del código proairético y el hermenéutico del relato policial, por ejemplo) y refuncionalizarlos para darles una función política o político-ideológica.