ELOBSERVADOR
Ningún disruptivo

El “outsider” que es el adaptado por excelencia

Pese a que parezca lo contrario, Javier Milei es la imagen de una época sin un gramo de desvío o disrupción. Hasta su delirio constante es comparable a las combinaciones algorítmicas que producen resultados tan preciosos como aberrantes. Más allá de sus propias destrezas, es un producto de los dispositivos comunicacionales y virtuales. Y la identificación de parte de la población con sus morisquetas tiene que ver con su simplificación permanente de la realidad.

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Se acabó la época de los grandes hombres, porque se acabó la época del Hombre. De hecho, la política contemporánea, como la tecnociencia de hoy, incluso las técnicas y terapias que inundan de soluciones los problemas “individuales”, no tienen en su centro al ser humano. En ese sentido, Milei no solo no tiene nada de disruptivo, sino que encaja perfectamente con nuestra época, siempre barnizada con el sesgo de la coyuntura. Por ejemplo, en Francia el personaje es Macron. El análisis ideológico pierde de vista el necesario materialismo (la comprensión de los procesos materiales) cuando parangona la figura de Milei a la de Marine Le Pen, ya que los dispositivos contemporáneos requieren personajes plegados casi sin resto al utilitarismo extremo, al cálculo de todo lo que existe y, claro, en cada lugar el producto puede mantener las características de un mercado específico. Grotesco y fanfarrón para la Argentina que nos toca, aparentemente educado y diplomático para la Francia de nariz puntiaguda. Milei en Argentina, como Macron en Francia, son, a su manera, el hombre sin atributos de la novela de Robert Musil, son la imagen de la época sin un gramo de desvío o disrupción.

¿Hacía falta un presidente como Alberto Fernández, calamidad que le debemos al supuesto “realismo político” de Cristina Fernández y una militancia entrenada en la rosca política, para advertir la devaluación del sillón presidencial? Ciertos medios de comunicación y personajes que tienen alguna notoriedad pública consideran a Javier Milei un “outsider”, un político disruptivo, un animal singular que, en “base a su desenfado, logró empatizar con el hartazgo de la gente”, el enojo con la clase política que oficia como chivo expiatorio.

Pero no es así, Milei, lejos de aparecer disruptivo en la coyuntura argentina y en el escenario global, es el adaptado por excelencia, finalmente, una combinación algorítmica en un mundo que marcha a la digitalización de la experiencia. Incluso su delirio constante es comparable con las combinaciones algorítmicas que no dejan de producir resultados tan precisos como aberrantes. Es comprensible que se asocie la exactitud a lo infalible, sin embargo, los errores existen por miles en las combinatorias exactas (como demuestran estudiosos de Big Data). La obsesión de Milei con los números, su apología del déficit cero y la eficiencia como visión del mundo (antes que como una cuestión práctica) forman parte de un chifle pasional que se le escapa por todos lados. A mayor precisión cuantitativa, más grande el punto ciego.

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Ulrich, el protagonista de El hombre sin atributos, es matemático. Pero Musil, el escritor, lo pone en problemas y nos regala una encrucijada. Nuestro problema, hoy, es que lo “exacto” e incluso matemáticamente demostrable, justamente por su exactitud desterritorializa la complejidad de la vida, llevándonos a nieveles de abstracción cuyos efectos no son nada abstractos. Sólo quienes adhieren a hipótesis del tipo, “lo real es racional”, o “el universo está escrito en lenguaje matemático”, pueden vivir sin sorpresa este presente. Por el contrario, es necesario comprender que entre la exactitud matemática y la complejidad de la vida existe siempre una cohabitación conflictiva

Como contracara, la indignación nos vuelve a nosotros mismos seres sin atributos. La candidez algo fingida cuando acusamos su crueldad, la denuncia al placer de hacer daño (como se le escuchó a una diputada en una encendida intervención), o nuestra reacción bienpensante de cada día, tampoco prometen interceptar nada de lo que está pasando, mientras se miren en el espejo del espanto. Algo que empezaría a diferenciarnos de manera más contundente sería una mejor relación con nuestro propio punto ciego..

Milei, decíamos, es de todo menos disruptivo. Responde al dedillo a la desconfiguración completa de la civilización que conocimos, actúa por y para una racionalidad del puro funcionamiento, forma parte del desconocimiento estructural de todo sesgo humanista… por eso puede dar rienda suelta a la burla y la ofensa (¿sería menos lesivo si se ahorrara su estilo “cruel”?). El problema es que se parece demasiado al hombre común, digamos, machista, grosero, engreído, ciego a los procesos que lo atraviesan, subido a su propio caballo, deseoso de poder. El hombre común hoy es un hombre viciado, pero, sobre todo, vaciado. Carne de cañón para el formateo digital. 

¿Sorprende el planteo que proponemos? Al mismo tiempo que se repite como un latiguillo cuán “distinto” es este nuevo viejo político, se mencionan los métodos y mecanismos que lo encumbraron: las redes sociales, estrategias algorítmicas, el habitual pragmatismo tamizado por los gurúes manageriales de hoy... Entonces, obedecer a los procedimientos por excelencia de la época, al universo digital y algorítmico, ¿qué tiene que ver con la disrupción?, ¿no tiene acaso más que ver con la servidumbre voluntaria? Parte de su evidente servilismo lo verificamos en un gobierno dominado verticalmente por los sectores económicos más poderosos de nuestro país; esos que ponen ministros y dictan artículos de un DNU inconstitucional o directamente una ley elefantiásica sin precedentes.  

Nos sorprendemos también por el apoyo que aún concita, según las encuestas. Pero la identificación de parte de la población con sus morisquetas, más allá del recuerdo fresco del gobierno anterior, tiene que ver con su simplificación permanente de la realidad y con el hecho de que sus fórmulas aberrantes no se distinguen de lo que ocurre en redes sociales y mecanismos como Big Data o los más recientes productos de Inteligencia Artificial. De hecho, el terreno para que un personaje como Milei no resulte disruptivo viene siendo preparado en las últimas décadas, como ocurre con las fake news. Y Milei, fiel a su tiempo, es el hombre de la fake news. 

No se trata simplemente de un mentiroso (que lo es), sino de un tipo de racionalidad que conecta con la completa falta de curiosidad por las cosas. La “cosa” significa para nosotros una búsqueda, algo de misterio, la posibilidad de encontrarse con la desmentida de lo que pensábamos, incluso una novedad en puertas que podríamos no estar seguros de querer abrir. Pero las fake news desconocen olímpicamente la cosa, aplican una indiferencia desfachatada. La delegación masiva de funciones del cerebro a dispositivos digitales tiene su correlato subjetivo en este tipo de fenómenos (no solo). La comodidad de permanecer siempre en la misma posición o de constatar el resentimiento cotidiano, el vértigo de desplegar el propio veneno resonando con montones de usuarios, incluso la tranquilidad de contar con un líder en quien delegar desde las expectativas, hasta el estado de ánimo. Porque, en el fondo, nadie sabe bien para dónde enfilar. Y con razón. De modo que una solución abstractamente simplificadora ante una realidad materialmente compleja…   

Milei, más allá de sus propias destrezas, es un producto de los dispositivos comunicacionales y virtuales: las redes, la tele, el porno… Es el que no tuvo ninguna dificultad para seguir el consejo de Mauro Viale cuando le vio pasta de panelista, es un empleado más de Eurnekian y el pollo de Fantino. ¿Qué tiene de raro eso? Lo raro es que alguien tan poco interesante, tan común y corriente, tan parecido a la versión más grotesca del pusilánime que mira y opina del otro lado de la pantalla aparezca como excepcional. Finalmente, los panelistas televisivos y las personas que no consiguen algo parecido a una vida y pueden expresarse anónimamente en las redes son fenómenos de las últimas dos décadas ya normalizados. Karl Kraus, un gran crítico y escritor que vivió en la filigrana del Imperio Austrohúngaro, el ambiente retratado por la novela de Musil, soltó una frase que dice más hoy que entonces: “no tener una idea y poder expresarla: eso hace al periodista”. Solo que hoy los periodistas somos todos los usuarios de dispositivos virtuales.  

Por otra parte, Milei es un chiste del dispositivo. ¿Qué es el dispositivo? Al decir de un filósofo: un conjunto de elementos heterogéneos entre sí (discursos, instituciones, lenguajes, tecnologías, etc.) que, ensamblados en una situación histórica concreta, tienden a orientar los comportamientos, a formatear la percepción, a ejercer alguna forma de gobierno sensible, práctico, eficaz. Pero en criollo diremos que el dispositivo es un rejunte de todos los gestos de poder, el cinismo y la hipocresía, la ventaja y el provecho de lo que ya está… El dispositivo que supuestamente no debería verse a la luz del día por confundirse con nuestra matriz perceptiva, cuando se muestra lo hace de manera bizarra. Pero debemos insistir con un punto: ¿es bizarro o causa cierta impresión a sensibilidades cultivadas en el “buen gusto”? 

Al parecer, Milei no entendió el chiste y piensa que se trata de él, de sus cualidades. Contra Musil, se cree un hombre con atributos, y muy especiales. Pero no dista mucho de Leopoldo Pisanello –el personaje de la película A Roma con amor (Woody Allen) interpretado por Roberto Benigni– quien, asediado un día cualquiera por periodistas se descubre en el rol del famoso sin saber por qué. Nadie le explica al personaje (ni al público) las razones de su fama, simplemente entra en la maquinaria y, tras el disgusto inicial que siente, cuando comienza a encontrarle el gusto, la horda de paparazzi lo abandona y busca a una nueva víctima. El dispositivo muestra su poder a través de su capacidad de dar fama (poder) a un cualquiera como los grupos mediáticos hacen a menudo con presentadores poco virtuosos (hoy, los chupamedias de Milei). Dice Milner, un lingüista y algo ecléctico intelectual francés, que las cadenas televisivas muestran su propio poder pagando muy bien a presentadores que no lo valen, y que, incluso, a veces dan a entender que el encumbrado vale por sí mismo, para esconder que sólo la cadena cuenta. Los dispositivos que otrora jugaron a las escondidas, hoy se exhiben como una forma más de ejercer su poder.    

El batifondo de la época, con su exigencia de funcionamiento, de rendimiento a como dé lugar, engendra sus propios monstruos, los infla, los inflama, nos hinchamos y desviamos nuestra atención de lo importante: la vida sigue sin “el Hombre”, insiste más allá del antropocentrismo derrumbado; defenderla supone asumir la complejidad del momento con el compromiso de siempre. Encontrar nuestro propio modo de ser disruptivos, empezando por la cautela, tomar el tiempo contra el utilitarismo y el mandato del momento. Funcionar o existir.

* Ensayista, docente (Unpaz, UNA), editor (Red Editorial).

** Doctor en Biología y Neurofisiología, psicoanalista, autor de más de treinta libros, vive en París desde su exilio (1978).