ELOBSERVADOR
Tanda publicitaria

El elogio de la obscenidad

Anos palpitantes, flemas y uñas en descomposición son algunos de los temas recurrentes de las publicidades actuales. No siempre los storytelling fueron así. ¿Cómo llegamos hasta aquí y cómo nos afecta?

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Oda a lo asqueroso. Cancelado el humor bajo la bandera del progresismo, el sector creativo decidió resolver con golpes de efecto por repulsión. | cedoc

Atrapado en una sala de espera interna y diminuta, el joven Edmundo busca evasión en el Smart TV que hace las veces de ventanal, a través del cual atisba un paisaje de calamidades, malformaciones y abominaciones humanas: ¡Onicomicosis!, reza el zócalo en la pantalla, mientras zombis descompuestos dan alcance y contagian la peste a un resignado sujeto que exhibe en HD las uñas del pie en franca putrefacción.

Corte.

El inconfundible carraspeo de un gargajo cargado precede al primer primerísimo plano de un esputo espumoso y sanguinolento expectorado por un gingivítico.

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Corte.

En una juntada paquetísima, amigas se confían el atroz calvario de adolecer de vaginas enfermas y hediondas, supurantes, infectadas de hongos, bacterias, parásitos y multiplicidad de gérmenes patógenos.

Un cuadro dantesco.

Junto a Edmundo, la señorita Analía disimula la incomodidad de presenciar a la fuerza y a solas con aquel desconocido tal cascada de podredumbres. Pero la tanda comercial no da tregua: como en un inefable aquelarre, un tropel de mujeres adultas deambula por un espacio indefinido, exhibiendo orgullosas sus sobacos peludos e irritados; y tal entelequia asciende a la quintaesencia del delirio cuando en éxtasis místico una de ellas asevera: “¡Me siento hermosa con mis axilas (sic)!”.

Corte.

“Várices, arañitas, piernas cansadas...”, enumera la periodista; y el experto decreta: ¡congestión venosa!, mientras señala una gigantesca widescreen donde errantes seres humanos revelan estremecedoras mutaciones varicosas y cutáneas.

Corte.

Una eximia pianista testimonia su vivencia paranormal: como poseída por espíritus atormentados que han decidido acceder a este plano de la existencia de un modo... digamos... heterodoxo, la ejecutante refiere la inequívoca y aterradora certeza de experimentar latidos en el ano. Legitima el testimonio un close up de sangrantes pólipos hiperplásicos.

Espeluznante.

No siempre los storytelling fueron estúpidos, vergonzosos y obscenos: la publicidad criolla supo ser inteligente, elegante y eficaz; además de excelsa en cuanto a guión y realización. Entonces, ¿qué pasó?

Una hipótesis: cancelado el humor por el totalitarismo “progresista”, el sector creativo ha decidido resolver con golpes de efecto por repulsión lo que antes conseguía con un buen remate humorístico, con una paradoja sagaz. Pero lo ha hecho de un modo grotesco, impúdico, desconsiderado, sin contemplar que es dable omitir ciertas intimidades que atenten contra el pudor; no por ocultamiento, censura o puritanismo, sino más bien por buen gusto, por respeto al televidente, para quien no parece un programa gratificante el primer plano de un recto desflorado por hemorroides de grado IV, o la erupción de una volcánica diarrea explosiva, o la escalofriante descamación de un codo despedazado por enfermedades metabólicas.

Pero en la sala de espera regresamos del corte, y vuelve la telenovela de la tarde. Y es tarde, precisamente: Edmundo ha llegado a advertir la belleza natural de la chica que tiene a su lado, consideraría entablar con ella un diálogo, pero no solo tal acción se considera subversiva en la distópica realidad del presente, en que para ilusionarse con un vínculo humano solo queda anotarse con número de artículo en el catálogo de una app de citas, sino que además ha contraído un malestar físico y espiritual, que como sensible caballero que es, redunda en vergüenza ajena ante la joven, a propósito de la pústula infecta que acaba de secretar la televisión.

Por su parte y con recato, la señorita Analía pudo observar de soslayo a aquel joven buenmozo y de evidentes buenos modales. No es que abunden tales especímenes, piensa, y le encantaría que él iniciara un diálogo, pero sabe que eso no es posible: gracias a las “conquistas” progres, tal acción está penada. Como en 1984. Triste por eso y por el revoltijo estomacal que comenzó después del maremágnum de inmundicias televisivas, se refugia en su celular a ver gatitos traviesos en Instagram.

La mente es rápida para graficar escenarios posibles, y todos aquellos horrores que manaron de la pantalla, Edmundo y Analía los imaginaron de inmediato en el cuerpo del otro, con la merma de libido que eso conlleva. Y por más buena voluntad que ellos tengan, la posmodernidad les escatima el romanticismo, el hechizo, la seducción y el misterio.

Han sido enajenados, ya no saben –en tanto humanos– si fueron creados a imagen y semejanza de Dios, o para ser única y tristemente involuntarios cobayos de laboratorio, pasibles de las morbosas transmutaciones que proliferan en esos horripilantes comerciales.

Se supone más fácil darle el pienso al animal de granja que al animal humano, porque este último piensa, mientras que el cerdo y el ganso aceptan lo que venga. Sin embargo, al naturalizar las personas ese detritus cochambroso que nos meten, quedamos más cerca de chapotear en el chiquero que de deslizarnos grácilmente como especie divina, mientras los infames celebran en las sombras el elogio de la obscenidad.

*Escritor.

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