El coronavirus es mucho más que un virus. Parece una idea tonta, pero sin rebajar el conjunto de medidas que implica cuidarse y cuidar a los demás en estos días, creo que cabe detenerse también en el despliegue de metáforas con que nos referimos al contagio y que filtran nuestra relación con la realidad.
En particular, porque solo recientemente empezamos a tener cierta conciencia de las diferentes condiciones psíquicas que implica atravesar una cuarentena y, por ejemplo, nos encontramos con casos de personas que desarrollaron intensas crisis de angustia, ataques de pánico y otras manifestaciones de ansiedad que, en algunas situaciones, llevaron a que se pusieran en riesgo. Por fortuna, desde diferentes espacios de atención psicológica, se están instrumentando protocolos y vías de tratamiento –incluso de forma gratuita– para que nadie deje de tener la contención que requiera en este tiempo. No puedo ni quiero dejar de hacer constar aquí lo vergonzoso que me parece que empresas privadas de salud aún duden si autorizar las sesiones online para sus afiliados.
Si te toca, ¿perdiste? En estos días, en los que conversé tanto con profesionales de salud como con los pacientes que regularmente atiendo, pude comprobar que hay una fantasía que opera de manera irreflexiva y que genera mucho temor; esta fantasía es la primera metáfora a la que quisiera que prestemos atención. Sin duda el coronavirus es muy contagioso, pero no es extraño escuchar en los relatos de quienes le temen una especie de representación invasiva del virus al estilo de algo que si te toca… perdiste. Llamo a esta representación la fantasía de la mancha –de acuerdo con el juego infantil en el que, cuando un niño toca a otro, este carga con el castigo de convertirse, por ejemplo, en estatua–. El problema con esta fantasía es el tipo de conductas en que se desarrolla: ver al otro como alguien a ser evitado, potencialmente enemigo y, por qué no, amenazante; cuando de lo que se trata es de activamente cuidarse en el vínculo con el otro y no anticipar una ataque que puede venir pasivamente de donde uno menos lo espera. ¿No hemos visto en estos días a personas que, mientras caminan por la calle, se dan vuelta en busca de algún intruso en su campo más íntimo?
Esta última indicación demuestra dos coordenadas: por un lado, que nuestro campo de intimidad se amplió; desde hace un par de semanas todos tenemos un metro y medio más de cuerpo y rápido nos podemos sentir alterados. Desde un punto de vista psíquico, este factor se corrobora en una reactividad mayor, que se expresa no solo en irritabilidad creciente, sino también en una superposición con el esquema corporal del otro, ¿no es lo que ha empezado a ocurrir con las disputas entre vecinos? En estos días, las denuncias de unos a otros se incrementaron y no solo por situaciones relacionadas con el virus; se suman a la lista las quejas por ruidos, por eventuales olvidos (de una puerta abierta) a los que se atribuye negligencia y/o mala intención. Esto lleva, por otro lado, a la segunda coordenada, que es una nueva metáfora: la del vecino como espía o irresponsable.
Individualismo y solidaridad. Es claro que si mi vida depende de una acción colectiva, estaré preocupado por el modo en que actúe el otro. Una cuestión diferente –y aquí es cuando entra en juego una fantasía– es anticipar que el vecino (o el insultado de turno en las redes) hará las cosas mal si no lo controlo. Llamo a esta fantasía la del policía bueno, porque la actúan quienes creen que están del lado del bien y, como es sabido, es en nombre del bien que se hacen los peores males y, en un momento en que es preciso reforzar los lazos de cooperación con el prójimo, se acentúan los aspectos paranoides y de persecución, con lo que se suma al problema del contagio el malestar vincular en la relación con el otro.
Quisiera ser explícito y aclarar que estas fantasías no surgen necesariamente de una disposición personal de quienes las actúan e incluso las padecen; son el resultado de la regresión psíquica con que nos enfrentó la cuarentena. No estábamos mentalmente preparados para esto, por lo tanto recurrimos a mecanismos psíquicos más primarios (sobre todo disociación y proyección), que son los que permiten creer que tenemos algún control sobre lo que ocurre. Al final de cuentas, defenderme de otro (visible) puede hacerme sentir una potencia que, si el “enemigo es invisible” (para usar la expresión que se popularizó), de otra forma podría dejarme en una actitud indefensa.
Guerra. En este punto es que es pertinente tener presente las metáforas que se consolidaron para hablar del contagio en estos días. “Esto es una guerra”, se dijo, pero el resultado fue que empezamos a buscar al enemigo en las propias filas. Quizá tengamos que revisar la utilización del vocabulario bélico para temas de salud. Por lo demás, en lo personal, me parece inadecuado, porque con fuerzas policiales y militares en la calle creo que se corre el riesgo de empoderar en demasía a quienes ya tienen un poder que, a veces, les pesa. ¿No escuchamos en estos días situaciones de vulneración de derechos básicos por parte de agentes de seguridad?
No solo no estamos en guerra, sino que tampoco la cuarentena es una situación de encierro. Fácil es decirlo, pero desde la comunicación se habló primero de “aislamiento social” y luego de “distanciamiento psíquico”. Es comprensible, dado que se aprende sobre la marcha. Bienvenida la rectificación, pero eso no quita que haya quienes estén viviendo esta coyuntura como la de un confinamiento. Aquí es donde la cuestión es más árida de argumentar y debatir. ¿Están en la misma situación quienes tienen una casa con patio y/o terraza que quienes viven en unos pocos metros cuadrados? Por no mencionar a aquellos que no tienen siquiera un hogar, porque este derrotero nos llevaría a matices estructurales. Solo para tomar un ejemplo y dejar los demás para otra ocasión, ¿cuáles serán las alternativas que a futuro se darán para aquellos que viven solos, no cuidan a familiares, pero tampoco nadie los cuida, no verán el sol ni la calle durante días, en un tiempo indeterminado que es el de la espera vacía? Dejo a un lado, también para otra ocasión, la consideración de factores económicos y de otro orden que harían más grave y/o urgente la situación.
Traumas existentes. Por esta vía es que podemos recién iniciar un proceso para pensar qué pasará el día después de que todo esto haya terminado, con estrategias de contención y reinserción social; porque la cuarentena no puede concluir tan abruptamente como empezó sin antes implementar dispositivos de seguimiento para quienes van a cargar con las secuelas psíquicas de este tiempo fuera del tiempo, que ya hoy se revelan como traumáticas. Esto sí que no es una fantasía.
Para concluir, entonces, diré algo sobre el tiempo. Hay una diferencia entre tener tiempo y esperar. Una cuarentena es un tiempo de espera y, por lo general, el tiempo no es algo que tengamos en nuestra vida diaria. Tenemos la costumbre de ocupar nuestro tiempo; es más, decimos “tengo tiempo” cuando en la agenda queda un “bache”, pero no en el sentido auténtico de apropiarnos de la vida que temporalmente se escurre. Para muchas personas es muy difícil hoy poder conectar con esa parte de sí mismas que se suele olvidar; la mayoría de quienes intentaron “aprovechar” en estos días fracasó y ya se encuentra hastiada o frenéticamente ordena lo que ya ordenó mil veces (cada quien sobrevive como puede).
Lo central es que en algún momento se deja de sobrevivir, y ahí es cuando es preferible volver a vivir en lugar de dejarse caer. La cuarentena por sí misma no tiene sentido, sino que impacta según el modelo psíquico con que atravesamos pérdidas: me refiero al duelo. Este es un tiempo para duelar, un tiempo que se pierde, después del cual no volveremos a ser los mismos. Cada uno sabrá en qué lo transformó. Como vamos a perder muchas cosas, les propongo: perdamos tiempo, para no perdernos a nosotros.
*Psicoanalista. Doctor en Filosofía. Autor de Más crianza, menos terapia (Paidós, 2018) y Esos raros adolescentes nuevos (Paidós, 2019).