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Mundo en bandos

Discursos de odio en una Argentina dividida

En un país en el que todo es blanco o negro, vale la pena analizar la lógica del odio. Dejar de buscar enemigos puede llevar a una convivencia más sana, donde las diferencias no sean sinónimo de amenazas.

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El problema de estar siempre enfrentando enemigos es que, cuando se acaban los de afuera, empezamos a buscar adentro. En estos tiempos en que los discursos de odio se radicalizan y se polarizan al extremo, las diferencias ideológicas parecen reducirse a un simple binarismo: ellos y nosotros. Así, ante la pérdida de matices –y posturas intermedias–, se favorece un clima en el que todo parece dividirse en términos absolutos: amigos o enemigos, héroes o villanos, blanco o negro.

Según la definición de la Unesco, los discursos de odio hacen referencia “a un discurso ofensivo dirigido a un grupo o individuo y que se basa en características inherentes (como son la raza, la religión o el género) y que puede poner en peligro la paz social”.

Estos discursos no solo dañan por su agresividad, sino que además sugieren que ciertos individuos no son dignos de respeto ni empatía. Marcar a “los otros” como “los malos” se convierte en una salida fácil –y cómoda– que simplifica el pensamiento, nos exime de comprenderlos y nos sitúa, casi por inercia, en el bando de “los buenos”.

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La polarización y la construcción de “buenos” y “malos”. El afán por las etiquetas no discrimina: se infiltra en las conversaciones cotidianas y en la forma en que intentamos comprender el mundo. En las charlas de fútbol, por ejemplo, los jugadores pasan con facilidad de ser “los mejores” a “los peores” según cómo les fue en el último partido. Clasificamos personas con la misma rapidez con la que se ordenan los cubiertos: tenedores de un lado, cuchillos del otro. Pero en esa obsesión por encasillar, olvidamos que en la vida también hay cucharitas, abrelatas y hasta palillos chinos, que no encajan en ninguna categoría, pero igual tienen su lugar en la mesa.

Catalogar lo que nos rodea parece ofrecer un atajo para comprender el mundo, pero esa necesidad de simplificar no es inocente, ya que detrás hay un intento desesperado por simplificar la complejidad del mundo. Dividir la realidad en opuestos –lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto– genera una sensación de alivio engañosa. Al nombrar todo de forma categórica se crea la ilusión de tener el control, como si etiquetar fuera una forma de poner orden al caos. Pero esa tranquilidad es frágil, porque quien se acostumbra a rotularlo todo termina atrapado en la agotadora tarea de defender esas etiquetas como si fueran verdades absolutas.

En Imperfectos (2024), libro que escribí junto a Ornella Benedetti, explicamos cómo esta tendencia a ver el mundo en blanco o negro está profundamente ligada al miedo que provoca la incertidumbre. Cuando algo desafía nuestras creencias, se activa una sensación de amenaza que nos lleva a aferrarnos con rigidez a nuestras ideas, como si admitir que estábamos equivocados pudiera derrumbar todo lo que somos. Frases como “si esto es blanco, entonces aquello debe ser negro” nos tranquilizan por un momento, pero también empobrecen el pensamiento. Así nacen los prejuicios, esas etiquetas rápidas que simplifican lo diferente y ahorran el esfuerzo de comprenderlo. Y lo preocupante es que no se defienden solo por el deseo de tener razón, sino por el pánico que genera aceptar que no la tenemos.

Esta necesidad de reducir la realidad a etiquetas y bandos no es exclusiva de Argentina, sino parte de una estrategia propia del ser humano para lidiar con la incertidumbre. Sin embargo, en nuestro país, esta polarización se ha vuelto tan intensa que incluso los gestos solidarios quedan atrapados en esa lógica binaria. El caso de Franco Colapinto lo demuestra: cuando el piloto de Fórmula 1 pidió que el Gobierno declarara la emergencia nacional tras la inundación en Bahía Blanca, algunos lo acusaron de estar haciendo campaña política contra Javier Milei. Pese a que Colapinto aclaró que su única intención era colaborar con los damnificados, su gesto fue leído como una jugada política. Cuando todo se mira a través de etiquetas, hasta la solidaridad queda bajo sospecha.

El “enemigo externo”: una estrategia que une, hasta que divide. En tiempos de crisis, es habitual que se construya la figura de un “enemigo externo” como estrategia para unificar a la sociedad. Freud abordó este mecanismo en El malestar en la cultura, donde explica que cuando un grupo está atravesado por tensiones internas, encontrar un adversario común reduce las diferencias y refuerza el sentido de pertenencia.

La Guerra de Malvinas es un claro ejemplo de esto. A pesar del creciente descontento con el gobierno militar, la causa nacionalista logró unir temporalmente a gran parte de la sociedad bajo la idea de un enemigo externo. Primero fue Inglaterra; luego, Chile, acusado de traición por presuntamente colaborar con los británicos. Durante un tiempo, esa confrontación sirvió para mitigar el malestar interno.

Sin embargo, los efectos de esta estrategia no son eternos. Quizá por el paso del tiempo o, en parte, gracias a la “venganza” simbólica que significó para muchos la “mano de Dios” de Maradona, la figura del enemigo externo dejó de ser suficiente para calmar el descontento social. Y cuando los enemigos de afuera ya no alcanzan, inevitablemente se empieza a buscar enemigos adentro.

La fractura interna que hoy atraviesa Argentina, con divisiones entre kirchneristas y antikirchneristas, liberales y antiliberales, es en parte consecuencia de este fenómeno. Señalamos tanto hacia afuera que, cuando se acabaron los adversarios externos, comenzamos a inventar enemigos dentro. El problema de vivir con la tendencia a señalar culpables es que, cuando ya no queda nadie más a quien apuntar, uno mismo termina en la mira.

La construcción de puentes: un camino posible. Frente a este panorama, convivir con lo diferente es, quizás, uno de los mayores desafíos de nuestro tiempo. Freud decía que, a veces, un habano es solo un habano, recordándonos que no todo tiene un significado oculto ni responde a una intención encubierta. Dejar de “buscarle la quinta pata al gato” intentando ver una motivación política detrás de cada acto –incluso en un gesto solidario– no solo tranquiliza, sino que también permite reconocer algo esencial: así como existe en el ser humano el impulso de destruir, también hay un deseo genuino de construir.

Aceptar esto es clave para romper con la lógica del odio y abandonar esa dinámica que insiste en dividir el mundo en bandos. Porque solo dejando de buscar enemigos podremos construir una convivencia más sana, donde las diferencias no se conviertan en amenazas.

En Imperfectos, planteamos que esa necesidad de aferrarse a explicaciones absolutas responde, en gran parte, al temor que genera la incertidumbre: frente a lo desconocido, simplificar parece ofrecer una sensación de control. Pero dejar atrás esa mirada binaria no implica renunciar a nuestras creencias, sino reconocer que la realidad es más compleja y contradictoria de lo que solemos pensar. Entender esto no solo amplía nuestra forma de ver el mundo, sino que también nos permite acercarnos al otro sin la necesidad de encasillarlo en categorías rígidas.

La psicoanalista Melanie Klein sostenía que la madurez emocional radica en poder ver lo bueno y lo malo en una misma persona, sin caer en la tentación de dividir el mundo entre “héroes” y “villanos”. Quizás el primer paso sea reconocernos a nosotros mismos en esa contradicción, entendiendo que nadie es del todo coherente, y que eso no nos convierte en enemigos. Porque, como decía Alejandro Dolina: “El problema de dividir el mundo en buenos y malos es que uno siempre se ubica entre los buenos”.

*Psicoanalista, coautor de Imperfectos y cofundador de RedPsi. IG @santiago.silberman y @redpsi.

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