ELOBSERVADOR
Migrantes

Completamente solo en la Tierra

Una periodista italiana participó de una de las misiones de las ONG que rescatan migrantes en el Mediterráneo. Esta es una de las historias de vida que recogió.

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Hasta la noche de su salida no sabía lo que es el mar. Nunca lo había visto. No sabe lo que es Europa, ni siquiera quería irse. Bajó a tierra un lunes por la mañana en el puerto de Marina di Carrara, en el norte de Italia, sin saber qué esperar. Esto le permite quizás esperar algo del futuro.

Está solo y tiene menos de 17 años. No tiene a nadie en África, no tiene a nadie en Europa. Está completamente solo en la Tierra.

Siente una tristeza aguda y quiere hablar.

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La persona más cercana que tiene es un chico menor conocido en el almacén donde los mantuvieron encerrados cuatro días antes de cargarlos junto a otros 41en un bote medio roto que quedó después de unas horas a la deriva. Ese otro chico habla inglés y conoce su idioma, y hace de traductor. Nos encerramos en la clínica de a bordo: él con una toalla envuelta en la cabeza que de vez en cuando deja caer para cubrir las lágrimas y su amigo con un té caliente que nadie beberá. Se sientan en una camilla rígida.

Siempre habla en voz baja, solo mira los ojos de su amigo o las zapatillas a sus pies. Solo al final, cuando cruzará la puerta de hierro para salir al puente, levantará los ojos y se llevará las manos al corazón, sin sonreír.

Es de África occidental. Los padres murieron. Él, la hermana pequeña y la última nacida de unos meses se quedaron. Por su cuenta. “Witches”. Golpeados por una brujería, considerados como tales porque son huérfanos, perseguidos. La única salida era escapar. Se escaparon. No sabe cuántos años tenía, tal vez 6, tal vez menos, dice que en el camino un chico grande se enamora de su hermana, se llama Boubakar y habla bambarà, es de Malí, le pide que lo acompañe a Libia, que vayan allí juntos a vivir. Ella acepta, siempre que los hermanos también vengan. Boubakar dice que sí. De ese largo viaje a pie solo recuerda que la niña en el desierto murió, que su hermana la tenía en los brazos, que no tenía forma de amamantarla y que “la niña se había vuelto fría”. Dejarla, “había que dejarla y seguir caminando”.

La puerta está cerrada, hace calor. Su voz hace constantes marchas atrás, multiplica las pausas, como si no quisiera llegar al final. Miedo de escucharlo llegar a la frase que mata, habrá al menos diez en una hora de narración, un descenso lento a un dolor sin fin.

Son capturados y llevados a un campo de rebeldes en Argelia. Hombres llevan a su hermana al otro lado del campo. Él la oye gritar, la oye pedir ayuda. Boubakar y él son hechos prisioneros.

“He said he was a child, so young, too young”, antes de cada frase su amigo que traduce pronuncia estas palabras: “él dice que era demasiado pequeño”. La escuchó gritar, quería ayudarla, “no podía defenderla porque él era tan pequeño”.

Baja la cabeza, no quiere beber, no quiere salir a tomar un poco de aire, no quiere parar, quiere decir lo que pasó después. Cuenta que liberan a su hermana, que ella corre hacia él, él la ve y corre hacia ella “y cuando la abrazó está cubierto de sangre, no sabe si es de él o de su hermana, ella está cubierta de sangre, él y ella están cubiertos de su sangre, he was so young”. Los dejan ir. Los tres, él, su hermana y Boubakar. Ella muere. El amigo sigue traduciendo: “Dice que no creía que estuviera muerta, decía que pensaba que dormía, pero los ojos estaban abiertos”. 

Él y Boubakar llegan juntos a Libia. Boubakar sabe pintar. Trabajan juntos como pintores. Dice que Boubakar lo llevaba consigo, él estaba a su lado y le abría y cerraba los tarros de pintura. ¿Cuántos años tenías cuando llegaste a Libia? Él no lo sabe, tal vez 9, tal vez menos. “Creció en Libia”. Creció allí. Con Boubakar que le regalaba dinero para ahorrar. Sabía dónde Boubakar escondía la otra plata. Un día el amigo no vuelve. Espera, una noche, dos noches. Pide ayuda a otros. Boubakar ha sido secuestrado y está en la cárcel. Le dicen cuál. Pide que alguien lo acompañe allí. Va y los hombres le muestran los rifles. Entonces uno le dice que traiga dinero, que si lo trae va a liberar a su amigo. Él va a buscar toda la plata y se la trae. Boubakar nunca volverá. Le dicen que está muerto.

No sabe adónde ir. Se queda donde está. Pasan meses, sigue pintando paredes. El dinero que gana lo deja en custodia a un comerciante debajo del cuarto donde vive con otros. 

Habla con una voz cada vez más baja, pero sin pausas. Las palabras salen con ímpetu, como si le quemaran adentro. “El comerciante muere y su hermano le roba todos los ahorros. Cuando se los pide de vuelta, muestra una pistola y dice: eres negro, si me los pides te voy a matar, vete”. Un libio que vivía al lado le hace una propuesta: ven a mi casa y termina este trabajo, si lo haces bien te haré un regalo. No tenía adónde ir, va y pinta todas las paredes. El libio le dice una noche: mañana te vas a Europa. Lo lleva por la noche cerca de una playa, lo deja dentro de un almacén donde están amontonados muchos otros y se va. Cuando hombres desconocidos le dicen de salir para embarcarlos todos en el barco, el vuelve atrás, se esconde al final de la fila, tiene miedo del mar, nunca ha visto tanta agua, no quiere ir. “Se sentó en el medio, siempre estuvo con la cabeza baja para no mirar”. Cuando en medio de las olas vio a todo el mundo llorar y gritar porque el motor estaba roto, dice que estaba seguro de morir. “Luego, cuando apareció un bote de goma y todos decían ‘ayuda’, ‘la guardia libia’, él levantó los ojos, vio al hombre grande con barba y pensó que era Boubakar que no había muerto y había venido a recogerlo”. Tal vez lo que vio fue a Rocco Aiello, un hombre con barba gris, el jefe de misión de Humanity1, de pie en el bote de rescate.

Es la última noche antes de la llegada. Todo el mundo está bebiendo té caliente, los niños bailan. Él no. Está sentado en un banco, de espaldas al mar. Mira serio, hace un saludo con la mano sin sonreír.

Es a chicos como él que nosotros, que somos Italia, cuando no los encerramos en la cárcel, cuando no los apilamos como bolsas vacías en los centros de repatriación, les pedimos que se comporten en nuestras ciudades como huéspedes discretos muy bien educados, que duerman posiblemente lejos de nuestras casas, que hablen en los autobuses solo en voz baja. Para no molestarnos.

*Periodista. Testimonio tomado a bordo del barco Humanity 1, de la ONG alemana SOS Humanity.