Era principios del 2018, en una brumosa mañana del invierno londinense. Mientras esperaba el tren en la estación Old Street, levanté la vista y me fijé en la pared de adoquines sucios al frente del andén. Había allí un cartel publicitario que mostraba a un hombre ajustándole la corbata a su otro yo, uno vistiendo polera, el otro con saco y camisa de traje. ¿Toda esta escena bajo el interrogante “Is your data selfmaking the right impression?”, que en español sería algo así como “tu identidad digital, ¿está generando la impresión correcta?”.
Antes del Big Data y la Sociedad de la Información, se solía pensar que el Self –Yo– era la expresión más pura de la identidad de una persona, por encima de roles sociales, etiquetas o condicionamientos externos. Sería la esencia del Ser humano, eso que permanece inalterable, lo que le da unidad al individuo más allá de la multiplicidad de experiencias.
Esa idea rectora de Self –Identidad–Yo vertebró el pensamiento occidental. Y sin embargo vi el cartel y me pregunté: ¿cuántos Yo necesito tener para estar al día con la contemporaneidad?
Al emigrar uno siente que residimos en fragmentos; nuestras identidades se vuelven retazos. Pues, esa experiencia fue un perfecto ejemplo de cómo yo retrataría, en mis vestidos y con retazos, esos fragmentos de identidades que yo misma habité: punk, hippie, hipster, hare-krishna. Abrazar el collage como técnica fue casi inevitable, y así lo hice en Heart of Community, el año pasado en el Hotel Faena.
El Yo posmoderno, hecho de fragmentos, cada uno con sus ropas, lenguajes, roles, con sus modas y peinados, se exhibe perfectamente en el lenguaje de lo efímero que ostentan las plataformas de videoclips. Según un informe reciente de Fundación Telefónica, en TikTok, el promedio de visualización de un video es de cinco segundos. Empezamos a conocer toda una generación que no concibe la idea de canción. En las pantallas, vemos y escuchamos recortes. Por eso, el collage tal vez sea la única herramienta para reconfigurar todos esos fragmentos en una entidad unitaria. Pero, ¿tiene sentido seguir intentando dar coherencia a las cosas?
El anunciante que pautó ese cartel publicitario en la estación de trenes de Londres quizá tiene una respuesta: al digitalizar, podemos cuantificar. Self tracking es el nombre del fenómeno por el cual todo el tiempo hacemos estadística de nosotros mismos. No de nuestros sentimientos, tampoco de nuestra conciencia de la finitud, ni de la pregunta sobre la muerte, o Dios. Cuantificamos aquello que concierne a nuestra materialidad y, también, nuestra atención.
Pero mientras eso sea mediado por dispositivos que procesan información, sólo hay coherencia en los números que de nosotros tienen las empresas que nos perfilan para aprobarnos un préstamo, calcular el valor de nuestra póliza de seguro del auto, o el costo del segundo de publicidad en redes sociales.
Lev Manovich, uno de los últimos y más lúcidos analistas de la comunicación digital, sostiene que las interfaces programadas implementan también la estrategia vanguardista del collage, encontrándonos por doquier la posibilidad de “cortar y pegar” datos digitales. O también, las opciones de elegir valores de un menú o personalizar el escritorio o una aplicación, automáticamente convierte a uno en participante del “collage cambiante de caprichos y preferencias personales” diseñado y codificado en el software por las empresas.
El nacimiento del collage coincide con el inicio de la modernidad porque ambos responden a transformaciones profundas en la forma de entender el mundo, el arte y la realidad. Estas transformaciones estuvieron marcadas por cambios sociales, tecnológicos y culturales que rompieron con los paradigmas tradicionales, abriendo paso a nuevas formas de expresión artística y pensamiento.
El epítome de todo aquello se llama posmodernidad.
A lo largo de diez años de carrera, ganando premios internacionales, consolidando un lenguaje visual con identidad propia, trabajé en espacios donde hice del collage mi técnica predilecta: telas impresas con imágenes diseñadas, pantallas que reflejan contextos irreales, estampas de materiales de lo más variados, vírgenes y mensajes del lenguaje popular.
La posmodernidad es intertextualidad, y de allí que la fragmentación (sólo vemos recortes) sea esperable. Sin embargo, también la evolución artística pasa por etapas, de la mano de la vida de quien se propone crear.
Por eso es tan difícil aceptar la multiplicidad de ese Yo. Acaso porque, después de todo, intuimos que, en el fondo de nuestro Ser, esa multiplicidad no es fragmentación, sino, como en un collage, distintas formas que integran una misma esencia.
*Diseñadora de moda, artista.