En las economías modernas existe un abanico muy importante de empresas con diversos tamaños, formas de propiedad, origen y organización. A diferencia de las firmas pequeñas y medianas, a las que se reconoce un papel destacado dado su aporte a la generación de empleo y el alcance de economías de especialización, las grandes empresas son, en términos generales, sometidas a un mayor cuestionamiento. Incluso, se las ha señalado como responsables de los problemas de distintas experiencias nacionales, incluida la Argentina. No obstante, la literatura sobre desarrollo reconoce el papel de las grandes empresas como motor del crecimiento y de la expansión a largo plazo de la producción, así como de gran parte de los impulsos científicos y técnicos (generalmente costosos).
Estas teorías fueron confirmadas por la propia historia. En efecto, numerosas investigaciones en Estados Unidos, Europa o Japón mostraron el papel destacado de la gran empresa como institución clave en el proceso de avance tecnológico y, en definitiva, en la consecución del desarrollo económico desde la segunda mitad del siglo XIX. Más acá en el tiempo, algunos casos “exitosos” del sudeste asiático tuvieron como trasfondo políticas gubernamentales que apoyaron a grupos empresarios hasta que se consolidaron productivamente; el sustento incluyó en ocasiones la reserva del mercado local, subsidios y otros beneficios.
China comenzó a imitar ese ejemplo en las últimas décadas, al igual que varias otras naciones asiáticas. La literatura del desarrollo también orientó gran parte de las políticas de impulso económico regional, estableciendo una relación entre cambio estructural y espacial e innovación. Alrededor de las plantas (empresas, industrias, áreas, ciudades), que incorporan las nuevas tecnologías en los procesos y productos, se concentran un gran número de actividades modernas. De allí que las decisiones de inversión de la empresa motriz (en bienes de equipo, tecnología, organización) ejercen un efecto inducido en otras actividades que se vinculan directa o indirectamente a ella en un espacio próximo, generando un sistema de relaciones productivas y de innovaciones virtuosas.
En suma, resulta indudable que la dinámica del capitalismo moderno se encuentra asociado a la expansión de la gran empresa. También que el Estado ha sido clave para el despliegue de múltiples sectores y actividades. La historia económica confirma que la política de desarrollo económico nacional se vincula fuertemente a una política industrial y que la política industrial tiene como base una política de fortalecimiento de algunas pocas (y grandes) empresas en ramas o actividades elegidas y en determinadas regiones.
La manufactura del aluminio representa a nivel internacional un claro ejemplo donde el Estado ha participado de manera directa o promovido la instalación de grandes empresas a través de diversos instrumentos su desarrollo. También así sucedió en el caso argentino: la creación de una planta productora de aluminio respondió a una iniciativa estatal, que en el particular contexto de los años sesenta del siglo XX, cuando se definió esa iniciativa y se encaró su instalación, consideró especialmente que fuese económicamente viable y competitiva en términos internacionales. Se trató de una opción política que supuso el apoyo a la consolidación de un empresariado nacional, un actor social considerado valioso y trascendente para el logro de los objetivos del desarrollo en el largo plazo.
El proyecto fue impulsado por la Aeronáutica, sector que elaboró el pliego de condiciones para el llamado de licitación de la planta donde se presentó la empresa Aluar (conformada para la ocasión), conjuntamente con otras empresas nacionales y extranjeras. Las razones por las que los militares pretendían desarrollar la producción local eran antiguas y claramente identificables, dado los requerimientos estratégicos del aluminio en la industria bélica y en particular para la fabricación de aviones. Pero también, de modo decisivo, pesaron motivos económicos, vinculados a lograr una mayor eficiencia del conjunto de la industria (proveyendo un insumo necesario para la producción de vastos sectores) y resolver la insuficiencia crónica de divisas de la economía nacional (dado el peso que tenía la importación de ese bien).
Fue esa la razón por la cual, desde un comienzo, se decidió instalar una planta de gran dimensión, que superaba holgadamente el consumo local del momento, determinada por la eficiencia productiva y también por la provisión de energía a un costo competitivo. También se requería que el fisco pudiera recuperar la inversión pública (básicamente la construcción de la represa Futaleufú que proporcionaría la energía y las instalaciones portuarias en Puerto Madryn); por lo tanto, la empresa debía generar rentabilidad tanto para el actor privado como para el conjunto social.
La planta comenzó a producir a mediados de 1974. Con la incorporación de Aluar, la adjudicataria, al entramado industrial argentino, el déficit histórico comercial en el área de los metales livianos se transformó en un superávit. Actualmente, la empresa ocupa más de 2000 personas de manera directa y es una de las más grandes del país considerando sus ventas y patrimonio. Además de satisfacer la demanda del mercado interno es una de las más importantes exportadoras de manufacturas de origen industrial con una presencia significativa en el total y una clara influencia en la evolución de esa variable.
En ese sentido, mientras que la central hidroeléctrica Futaleufú ha suministrado (con base en una fórmula contractual) energía a precios competitivos, la empresa Aluar desplegó estrategias que aseguraron la eficiencia necesaria exigida por el mercado internacional y local. La trayectoria exitosa de la empresa se vincula a las destrezas empresariales que permitieron sortear la alta volatilidad de la política económica y la economía local (en un contexto donde prácticamente se abandonó el modelo industrial que había dado lugar al proyecto y la economía nacional no creció), el arribo de empresas extranjeras y los cambios trascendentes que ocurrieron en el mercado mundial.
La producción de aluminio primario a nivel local tuvo efectos sobre el nivel de actividad, la agregación de valor, la profundidad tecnológica y la economía espacial comprobables. Los resultados del proyecto de desarrollo indican con contundencia el impulso al desarrollo local y regional a través de oportunidades de trabajo estable y con una productividad mayor a la media nacional, lo que redundó en una transformación demográfica notable de su área de influencia. Los beneficios para el conjunto social lo que no quita que pudieron ser mayores) se lograron sin un costo sustancial para el Estado. Bajo este proyecto el Estado ha recuperado el valor de las inversiones efectuadas. Restituidos los recursos fiscales destinados originalmente al proyecto, el triunfo por “la batalla del aluminio” ha derivado en rentabilidad para el corpus social, entre cuyos signos de manifestación se pueden encontrar la oxigenación de la macroeconomía nacional o la contribución permanente a las arcas públicas.
Si el desarrollo económico y social puede medirse por el avance tecnológico, la integración del sector industrial y la consolidación de empresarios nacionales, es indudable que con el despliegue de este proyecto y el desempeño de la empresa se logró en medio siglo claramente un acercamiento a esta meta. En este sentido, el caso aquí comentado, tanto desde la planificación (desde el Estado) como de la operatividad (Aluar), funciona como un modelo de inspiración y aprendizaje para una Argentina urgida por reasumir los desafíos del desarrollo e invita a pensar en la posibilidad de dar provecho al potencial productivo de espacios regionales que podrían funcionar como polos de crecimiento, bajo una adecuada promoción pública.
El contexto internacional lo amerita y lo promueve; la política industrial ha resurgido y se discute y aplica a nivel mundial. Si bien la Argentina parece hoy a contramano de ese consenso, ello no inhibe pugnar por anclar experiencias similares a la relatada. Por ejemplo, un proyecto de este tipo en cada provincia constituiría un soporte fundamental para una estrategia de desarrollo que considere la diversificación productiva, el equilibrio demográfico y el balance de las cuentas externas, entre otros múltiples beneficios sociales. Si esto se produce, en los siguientes cincuenta años podremos hablar de un país que, seguramente, no solo ha avanzado decididamente en la senda del crecimiento sostenido, sino también generado la capacidad de brindar mayor bienestar al conjunto de su población.