El destructor USS Mustin se deslizó hacia el extremo norte del estrecho de Taiwán el 18 de agosto de 2020, con su cañón de cinco pulgadas apuntando hacia el sur mientras comenzaba una misión en solitario para navegar a través del estrecho y reafirmar que estas aguas internacionales no estaban controladas por China, al menos no todavía. Una fuerte brisa del suroeste azotaba la cubierta mientras se dirigía hacia el sur. Las nubes altas proyectaban sombras sobre el agua que parecían extenderse hasta las grandes ciudades portuarias de Fuzhou, Xiamen, Hong Kong y otros puertos que salpican la costa del sur de China. Al este, se alzaba a lo lejos la isla de Taiwán, una amplia llanura costera densamente poblada que daba paso a altos picos ocultos entre las nubes. A bordo del barco, un marinero que llevaba una gorra de béisbol azul marino y una mascarilla quirúrgica levantó sus binoculares y escudriñó el horizonte.
A bordo del USS Mustin, una fila de marineros se sentó en una habitación oscura frente a una serie de pantallas de colores brillantes en las que se mostraban datos de aviones, drones, barcos y satélites que rastreaban el movimiento en todo el Indo-Pacífico. En lo alto del puente del Mustin, un conjunto de radar alimentaba las computadoras de la nave. En cubierta había 96 células de lanzamiento preparadas, cada una de ellas capaz de disparar misiles que podían atacar con precisión aviones, barcos o submarinos a decenas o incluso cientos de kilómetros de distancia. Durante las crisis de la Guerra Fría, el Ejército estadounidense utilizó amenazas de fuerza nuclear bruta para defender a Taiwán. Hoy en día, se basa en la microelectrónica y los golpes de precisión.
Mientras el uss Mustin navegaba a través del estrecho, erizado de armamento computarizado, el Ejército Popular de Liberación anunciaba una serie de ejercicios de represalia con fuego real alrededor de Taiwán, practicando lo que un periódico controlado por Beijing llamó una “operación de reunificación por la fuerza”. Pero en este día en particular, los líderes chinos se preocupaban menos por la Marina estadounidense y más por una oscura regulación del Departamento de Comercio llamada Lista de Entidades, que limita la transferencia de tecnología estadounidense al exterior. Anteriormente, la Lista de Entidades se había utilizado principalmente para impedir las ventas de sistemas militares como piezas de misiles o materiales nucleares. Ahora, sin embargo, el gobierno estadounidense estaba endureciendo dramáticamente las reglas que rigen los chips de computadora, que se volvieron omnipresentes tanto en los sistemas militares como en los bienes de consumo.
El objetivo era Huawei, el gigante tecnológico de China, que vende teléfonos inteligentes, equipos de telecomunicaciones, servicios de computación en la nube y otras tecnologías avanzadas. Estados Unidos temía que los productos de Huawei tuvieran ahora precios tan atractivos, en parte debido a los subsidios del gobierno chino, que en breve formarían la columna vertebral de las redes de telecomunicaciones de próxima generación. El dominio estadounidense sobre la infraestructura tecnológica mundial se vería socavado. La influencia geopolítica de China crecería. Para contrarrestar esta amenaza, eeuu prohibió a Huawei comprar chips informáticos avanzados fabricados con tecnología estadounidense.
Pronto, la expansión global de la empresa se detuvo. Líneas enteras de productos se volvieron imposibles de producir. Los ingresos se desplomaron. Un gigante empresarial se enfrentaba a la asfixia tecnológica. Huawei descubrió que, como todas las demás empresas chinas, dependía fatalmente de los extranjeros para fabricar los chips de los que depende toda la electrónica moderna.
Estados Unidos todavía tiene un dominio absoluto sobre los chips de silicio que dieron nombre a Silicon Valley, aunque su posición se ha debilitado peligrosamente. China gasta ahora por año más dinero en importar chips que en petróleo. Estos semiconductores se conectan a todo tipo de dispositivos, desde teléfonos inteligentes hasta refrigeradores, que China consume en casa o exporta al resto del mundo. Los estrategas de salón teorizan sobre el “dilema de Malaca” que enfrenta China (una referencia al principal canal de envío entre los océanos Pacífico e Índico) y la capacidad del país para acceder a suministros de petróleo y otras materias primas en medio de una crisis. Beijing, sin embargo, está más preocupado por un bloqueo medido en bytes que en barriles. China está dedicando sus mejores mentes y miles de millones de dólares al desarrollo de su propia tecnología de semiconductores, en un intento por liberarse del estrangulamiento de los chips de Estados Unidos.
Si Beijing tiene éxito, reconfigurará la economía global y restablecerá el equilibrio del poder. La Segunda Guerra Mundial se decidió por el acero y el aluminio, y poco después siguió la Guerra Fría, que estuvo definida por las armas atómicas. La rivalidad entre Estados Unidos y China bien puede estar determinada por la potencia informática. Los estrategas de Beijing y Washington ahora se dan cuenta de que toda la tecnología avanzada –desde el aprendizaje automático hasta los sistemas de misiles, desde los vehículos automatizados hasta los drones armados– requiere de chips de vanguardia, conocidos más formalmente como semiconductores o circuitos integrados. Un pequeño número de empresas controlan su producción.
Rara vez pensamos en los chips, pero ellos han creado el mundo moderno. El destino de las naciones ha dependido de su capacidad para aprovechar el poder de computación. La globalización tal como la conocemos no existiría sin el comercio de semiconductores y los productos electrónicos que este hace posible. La primacía militar de Estados Unidos surge en gran medida de su capacidad para aplicar chips a usos militares. El tremendo ascenso de Asia durante el último medio siglo se ha construido sobre una base de silicio, a medida que sus economías en crecimiento se han especializado en la fabricación de chips y el ensamblaje de las computadoras y teléfonos inteligentes que estos circuitos integrados hacen posibles.
En el centro de la informática está la necesidad de muchos millones de unos y ceros. Todo el universo digital se compone de estos dos números. Cada botón de un iPhone, cada correo electrónico, fotografía y video de YouTube, todos ellos están codificados, en última instancia, en enormes cadenas de unos y ceros. Pero estos números en realidad no existen. Son expresiones de corrientes eléctricas, que están activadas (1) o desactivadas (0). Un chip es una red de millones o miles de millones de transistores, pequeños interruptores eléctricos que se encienden y apagan para procesar estos dígitos, recordarlos y convertir sensaciones del mundo real, como imágenes, sonido y ondas de radio, en millones y millones de unos y ceros.
Mientras el USS Mustin navegaba hacia el sur, las fábricas y las instalaciones de ensamblaje a ambos lados del estrecho estaban produciendo componentes para el iPhone 12, para cuyo lanzamiento (octubre de 2020) solo faltaban dos meses. Alrededor de una cuarta parte de los ingresos de la industria de chips proviene de los teléfonos; gran parte del precio de un teléfono nuevo depende de los semiconductores que contiene. Durante la última década, cada generación de iPhone ha contado con uno de los chips procesadores más avanzados del mundo. En total, se necesita más de una docena de semiconductores para que un teléfono inteligente funcione, con diferentes chips que administran la batería, Bluetooth, wi-fi, conexiones de red celular, audio, cámara y más.
Apple no fabrica precisamente ninguno de estos chips. Compra la mayoría de los productos disponibles en el mercado: chips de memoria de la japonesa Kioxia, chips de radiofrecuencia de Skyworks de California y chips de audio de Cirrus Logic, con sede en Austin, Texas. Apple diseña internamente los procesadores ultracomplejos que ejecutan el sistema operativo de un iPhone. Pero el coloso de Cupertino, California, no puede fabricar estos chips. Tampoco puede hacerlo ninguna empresa de Estados Unidoos, Europa, Japón o China. Hoy en día, los procesadores más avanzados de Apple, que posiblemente sean los semiconductores más avanzados del mundo, solo pueden ser producidos por una sola empresa en un único edificio, la fábrica más cara de la historia de la humanidad, que en la mañana del 18 de agosto de 2020 se encontraba a solo a un par de docenas de millas de la proa de estribor del USS Mustin.
Fabricar y miniaturizar semiconductores ha sido el mayor desafío de ingeniería de nuestro tiempo. Hoy en día, ninguna empresa fabrica chips con mayor precisión que Taiwan Semiconductor Manufacturing Company, más conocida como TSMC. En 2020, mientras el mundo se tambaleaba entre confinamientos impulsados por un virus cuyo diámetro era de unos cien nanómetros (milmillonésimas de metro), la instalación más avanzada de TSMC, Fab 18, estaba tallando laberintos microscópicos de diminutos transistores, grabando formas más pequeñas que la mitad del tamaño de un coronavirus, una centésima parte del tamaño de una mitocondria. tsmc replicó este proceso a una escala sin precedentes en la historia de la humanidad. Apple vendió más de 100 millones de iPhone 12, cada uno de ellos equipado con un chip procesador a14 con 11.800 millones de pequeños transistores grabados en su silicio. En otras palabras, en cuestión de meses, para solo uno de la docena de chips de un iPhone, el Fab 18 de TSMC fabricó más de un quintillón de transistores, es decir, un número con 18 ceros detrás. El año pasado, la industria de los chips produjo más transistores que la cantidad combinada de todos los bienes producidos por todas las demás empresas, en todas las demás industrias, en toda la historia de la humanidad. Nada más se acerca.
Hace solo 60 años el número de transistores en un chip de última generación no era de 11.800 millones, sino de cuatro. En 1961, al sur de San Francisco, una pequeña empresa llamada Fairchild Semiconductor anunció un nuevo producto llamado Micrologic, un silicio chip con cuatro transistores integrados en él. Pronto la empresa ideó formas de poner una docena de transistores en un chip, y luego cien. El cofundador de Fairchild, Gordon Moore, notó en 1965 que la cantidad de componentes que podían caber en cada chip se duplicaba anualmente a medida que los ingenieros aprendían a fabricar transistores cada vez más pequeños. Esta predicción (de que la potencia informática de los chips crecería exponencialmente) pasó a denominarse “Ley de Moore” y llevó a Moore a predecir la invención de dispositivos que en 1965 parecían increíblemente futuristas, como un «reloj de pulsera electrónico», «computadoras domésticas», e incluso un «equipo de comunicaciones portátil personal». De cara al futuro, a partir de 1965, Moore predijo una década de crecimiento exponencial, pero este asombroso ritmo de progreso ha continuado durante más de medio siglo. En 1970, la segunda empresa que fundó Moore, Intel, presentó un chip de memoria que podía recordar 1.024 fragmentos de información (bits). Costaba alrededor de 20 dólares, aproximadamente dos centavos por bit. Hoy en día, con 20 dólares se puede comprar una memoria USB capaz de recordar más de 1.000 millones de bits.
Cuando hoy pensamos en Silicon Valley, nuestra mente evoca redes sociales y empresas de software en lugar del material que dio nombre al valle. Sin embargo, internet, la nube, las redes sociales y todo el mundo digital solo existen porque los ingenieros han aprendido a controlar hasta el más mínimo movimiento de los electrones mientras corren a través de placas de silicio. La “gran tecnología” no existiría si el costo de procesar y recordar 1 y 0 no se hubiera reducido 1.000 millones de veces en el último medio siglo.
Este increíble ascenso se debe en parte a brillantes científicos y físicos ganadores del Premio Nobel. Pero no todos los inventos crean una startup exitosa, y no todas las startups generan una nueva industria que transforma el mundo. Los semiconductores se extendieron por la sociedad porque las empresas idearon nuevas técnicas para fabricarlos por millones, porque directivos exigentes redujeron implacablemente sus costos y porque empresarios creativos imaginaron nuevas formas de utilizarlos. La elaboración de la Ley de Moore es tanto una historia de expertos en fabricación, especialistas en cadenas de suministro y gerentes de marketing como de físicos o ingenieros eléctricos.
Las ciudades al sur de San Francisco (que no se llamaron Silicon Valley hasta la década de 1970) fueron el epicentro de esta revolución porque combinaban experiencia científica, conocimientos de fabricación y un pensamiento empresarial visionario. California tenía muchos ingenieros capacitados en las industrias de la aviación o la radio que se habían graduado en Stanford o Berkeley, cada uno de los cuales estaba lleno de dólares provenientes del área de Defensa mientras el Ejército estadounidense buscaba solidificar su ventaja tecnológica. Sin embargo, la cultura de California importaba tanto como cualquier estructura económica. Las personas que abandonaron la costa este de Estados Unidos, Europa y Asia para construir la industria de los chips a menudo citaban una sensación de oportunidades ilimitadas en su decisión de mudarse a Silicon Valley. Para los ingenieros más inteligentes y los empresarios más creativos del mundo, simplemente no había un lugar más emocionante en el cual estar.
Una vez que la industria de los chips tomó forma, resultó imposible desalojarla de Silicon Valley. La cadena de suministro de semiconductores actual requiere de componentes de muchas ciudades y países, pero casi todos los chips fabricados todavía tienen una conexión con Silicon Valley o se producen con herramientas diseñadas y construidas en California. La vasta reserva de experiencia científica de eeuu, alimentada por la financiación gubernamental para la investigación y fortalecida por la capacidad de robar a los mejores científicos de otros países, ha proporcionado el conocimiento básico que impulsa los avances tecnológicos. La red de empresas de capital de riesgo del país y sus mercados bursátiles han proporcionado el capital inicial que las nuevas empresas necesitan para crecer y han expulsado despiadadamente a las empresas en quiebra. Mientras tanto, el mercado de consumo más grande del mundo en Estados Unidos ha impulsado el crecimiento que ha financiado décadas de investigación y desarrollo en nuevos tipos de chips.
A otros países les ha resultado imposible mantenerse al día por sí solos, pero lo han conseguido al integrarse profundamente en las cadenas de suministro de Silicon Valley. Europa tiene islas aisladas de experiencia en semiconductores, especialmente en la producción de las máquinas-herramienta necesarias para fabricar chips y en el diseño de arquitecturas de chips. Los gobiernos asiáticos, en Taiwán, Corea del Sur y Japón, se han abierto camino en la industria de los chips subsidiando a empresas, financiando programas de capacitación, manteniendo sus tipos de cambio infravalorados e imponiendo aranceles a los chips importados. La estrategia ha generado ciertas capacidades que ningún otro país puede replicar, pero estos países han logrado lo que tienen en asociación con Silicon Valley, al seguir dependiendo fundamentalmente de herramientas, software y clientes estadounidenses. Mientras tanto, hoy en día, gracias a la Ley de Moore, los semiconductores están integrados en todos los dispositivos que requieren potencia informática y, en la era de la internet de las cosas, esto significa prácticamente en todos los dispositivos. Incluso productos centenarios, como los automóviles, suelen incluir ahora chips por valor de unos 1.000 dólares. La mayor parte del pib mundial se produce con dispositivos que dependen de semiconductores. Para un producto que no existía hace 75 años, este es un ascenso extraordinario.
Mientras el USS Mustin navegaba hacia el sur en agosto de 2020, el mundo apenas comenzaba a tener en cuenta nuestra dependencia de los semiconductores y nuestra dependencia de Taiwán, que fabrica los chips que producen un tercio de la nueva potencia informática que utilizamos cada año. tsmc de Taiwán fabrica casi todos los chips de procesador más avanzados del mundo. Cuando el COVID-19 irrumpió en el mundo en 2020, también alteró la industria de los chips. Algunas fábricas cerraron temporalmente. Las compras de chips para automóviles se desplomaron. La demanda de chips para pc y centros de datos se disparó a medida que gran parte del mundo se preparaba para trabajar desde casa. Luego, a lo largo de 2021, se produjo una serie de accidentes que intensificaron estas perturbaciones: un incendio en una instalación de semiconductores japonesa; tormentas de hielo en Texas, un centro de fabricación de chips en Estados Unidos; y una nueva ronda de confinamientos por el COVID-19 en Malasia, donde se ensamblan y prueban muchos chips. De repente, muchas industrias alejadas de Silicon Valley se enfrentaron a una escasez de chips debilitante. Los grandes fabricantes de automóviles, desde Toyota hasta General Motors, tuvieron que cerrar plantas de producción durante semanas porque no podían adquirir los semiconductores que necesitaban. La escasez incluso de los chips más simples provocó el cierre de fábricas al otro lado del mundo. Parecía una imagen perfecta de una globalización que salió mal.
Durante décadas, los líderes políticos de Estados Unidos, Europa y Japón no habían pensado mucho en los semiconductores. Como el resto de nosotros, pensaban que «tecnología» significaba motores de búsqueda o redes sociales, no obleas de silicio. Cuando Joe Biden y Angela Merkel preguntaron por qué estaban cerradas las fábricas de automóviles de su país, la respuesta estaba envuelta detrás de cadenas de suministro de semiconductores de una complejidad desconcertante. Un chip típico podría ser diseñado con planos de la empresa Arm, de propiedad japonesa y con sede en el Reino Unido, por un equipo de ingenieros en California e Israel, utilizando software de diseño de Estados Unidos. Cuando se completa un diseño, se envía a una instalación en Taiwán, que compra obleas de silicio ultrapuro y gases especializados de Japón. El diseño está tallado en silicio utilizando algunas de las maquinarias más precisas del mundo, que pueden grabar, depositar y medir capas de materiales de unos pocos átomos de espesor. Estas herramientas son producidas principalmente por cinco empresas: una holandesa, una japonesa y tres californianas, sin las cuales es básicamente imposible fabricar chips avanzados. Luego, el chip se empaqueta y prueba, a menudo en el Sudeste asiático, antes de ser enviado a China para ensamblarlo en un teléfono o computadora.
Si se interrumpe cualquiera de los pasos del proceso de producción de semiconductores, el suministro mundial de nueva potencia informática está en peligro. En la era de la inteligencia artificial, a menudo se dice que los datos son el nuevo petróleo. Sin embargo, la verdadera limitación a la que nos enfrentamos no es la disponibilidad de datos sino la capacidad de procesamiento. Existe una cantidad finita de semiconductores que pueden almacenar y procesar datos. Producirlos es increíblemente complejo y tremendamente caro. A diferencia del petróleo, que se puede comprar en muchos países, nuestra producción de potencia informática depende fundamentalmente de una serie de puntos críticos: herramientas, productos químicos y software que a menudo son producidos por un puñado de empresas (y a veces solo por una). Ninguna otra faceta de la economía depende tanto de tan pocas empresas. Los chips de Taiwán proporcionan cada año 37% de la nueva potencia informática del mundo. Dos empresas coreanas producen 44% de los chips de memoria del mundo. La empresa holandesa ASML fabrica 100% de las máquinas de litografía ultravioleta extrema del mundo, sin las cuales es simplemente imposible fabricar chips de última generación. La participación de 40% de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) en la producción mundial de petróleo parece poco impresionante en comparación.
La red global de empresas que produce anualmente un billón de chips a escala nanométrica es un triunfo de la eficiencia. También representa una vulnerabilidad asombrosa. Las perturbaciones de la pandemia ofrecen apenas una idea de lo que un solo terremoto bien localizado podría afectar la economía mundial. Taiwán se encuentra sobre una falla que en 1999 produjo un terremoto de magnitud 7,3 en la escala de Richter. Afortunadamente, esto solo interrumpió la producción de chips durante un par de días. Pero es cuestión de tiempo antes de que un terremoto más fuerte golpee a Taiwán. Un sismo devastador también podría afectar a Japón, un país propenso a los terremotos que produce 17% de los chips del mundo, o a Silicon Valley, que hoy produce pocos chips pero construye maquinaria crucial para la fabricación de chips en instalaciones ubicadas sobre la falla de San Andrés.
Sin embargo, el cambio sísmico que hoy más pone en peligro el suministro de semiconductores no es el colapso de las placas tectónicas sino el choque de grandes potencias. Mientras China y eeuu luchan por la supremacía, tanto Washington como Beijing están obsesionados por controlar el futuro de la informática y, en un grado alarmante, ese futuro depende de una pequeña isla (Taiwán) que Beijing considera una provincia renegada y Estados Unidos se ha comprometido a defender por la fuerza.
Las interconexiones entre las industrias de chips en Estados Unidos, China y Taiwán son vertiginosamente complejas. No hay mejor ejemplo de esto que el individuo que fundó TSMC, una compañía que hasta 2020 contaba con la estadounidense Apple y la china Huawei como sus dos mayores clientes. Morris Chang nació en China continental; creció en el Hong Kong de la época de la Segunda Guerra Mundial; se educó en Harvard, el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y Stanford; ayudó a construir la primera industria de chips de eeuu mientras trabajaba para Texas Instruments en Dallas; tenía una autorización de seguridad estadounidense de alto secreto para desarrollar productos electrónicos para el Ejército estadounidense; y convirtió a Taiwán en el epicentro de la fabricación mundial de semiconductores. Algunos estrategas de política exterior en Beijing y Washington sueñan con desvincular los sectores tecnológicos de los dos países, pero la red internacional ultraeficiente de diseñadores de chips, proveedores de productos químicos y fabricantes de máquinas-herramienta que personas como Chang ayudaron a construir no se puede deshacer fácilmente.
A menos, por supuesto, que algo explote. Beijing se ha negado deliberadamente a descartar la posibilidad de invadir Taiwán para “reunificarlo” con el continente. Pero no haría falta algo tan dramático como un asalto anfibio para enviar ondas de choque inducidas por semiconductores a través de la economía global. Incluso un bloqueo parcial por parte de las fuerzas chinas provocaría perturbaciones devastadoras. Un solo ataque con misil contra la instalación de fabricación de chips más avanzada de TSMC podría fácilmente causar cientos de miles de millones de dólares en daños una vez que se sumen los retrasos en la producción de teléfonos, centros de datos, automóviles, redes de telecomunicaciones y otras tecnologías.
Mantener a la economía global como rehén de una de las disputas políticas más peligrosas del mundo podría parecer un error de proporciones históricas. Sin embargo, la concentración de la fabricación de chips avanzados en Taiwán, Corea del Sur y otros lugares del este de Asia no es un accidente. Una serie de decisiones deliberadas de funcionarios gubernamentales y ejecutivos corporativos crearon las extensas cadenas de suministro de las que dependemos hoy. La gran reserva de mano de obra barata de Asia atrajo a los fabricantes de chips que buscaban trabajadores fabriles de bajo costo. Los gobiernos y corporaciones de la región utilizaron instalaciones de ensamblaje de chips en el extranjero para aprender y eventualmente domesticar tecnologías más avanzadas. Los estrategas de política exterior de Washington adoptaron las complejas cadenas de suministro de semiconductores como herramienta para unir a Asia a un mundo liderado por Estados Unidos.
La inexorable demanda de eficiencia económica del capitalismo impulsó un esfuerzo constante por reducir costos y consolidar las empresas. El ritmo constante de innovación tecnológica que sustentaba la Ley de Moore requería materiales, maquinaria y procesos cada vez más complejos que solo podían suministrarse o financiarse a través de los mercados globales. Y nuestra gigantesca demanda de potencia informática sigue creciendo.
Extracto de la introducción del libro La guerra de los chips. La gran lucha por el dominio mundial (Península, Barcelona, 2023). Traducción: Àlex Guàrdia Berdiell / Publicado online por Nueva Sociedad (https://www.nuso.org/articulo/313-guerra-no-tan-fria-chips/).