Un programa de estabilización económica no sólo requiere consistencia en la política fiscal y monetaria, sino también una gestión efectiva de la confianza. En un país con la historia macroeconómica de Argentina, donde lacredibilidad es un recurso tan escaso como las reservas del Banco Central, la comunicación oficial juega un papel clave en sostener la estabilidad y proyectar previsibilidad. Sin embargo, los recientes acontecimientos vinculados a la promoción de la criptomoneda $LIBRA por parte del presidente Javier Milei han puesto en el centro del debate el peso de la palabra presidencial y su impacto en la confianza pública.
La reacción oficial ante el escándalo fue inmediata: en un intento por redirigir la conversación pública, el Gobierno desplegó una ofensiva mediática con entrevistas clave de sus principales figuras. El propio presidente intentó disipar las dudas sobre su rol en la promoción de la criptomoneda, pero la entrevista no logró su objetivo y dejó interrogantes sin responder. En paralelo, el ministro de Economía, Luis Caputo, buscó reposicionar la discusión en el terreno económico, destacando la caída de la inflación de enero al 2,2% (el menor registro de su gestión), el superávit fiscal mensual alcanzado en enero y la cercanía de un nuevo acuerdo con el FMI que, según anticipó, incluiría un nuevo régimen cambiario sin devaluación.
Más allá del impacto coyuntural de estos anuncios, el episodio revela una cuestión de fondo: la credibilidad de un Gobierno no se construye con discursos, sino con hechos. En política económica, la mejor comunicación es la gestión. Mientras la inflación siga bajando y el equilibrio fiscal se sostenga, el Gobierno tendrá herramientas para dominar el relato público. Pero, la actual administración ha basado su estrategia comunicacional en la hiperpersonalización de su mensaje, con el presidente Milei como principal vocero del Gobierno y protagonista de la agenda mediática.
Esta estrategia, que ha sido eficaz para reforzar su liderazgo, conlleva riesgos que de tanto en tanto se hacen visibles. En un contexto donde la credibilidad presidencial es clave para la confianza de los mercados, los inversores y la sociedad en general, cada episodio que erosione su palabra impacta directamente en la percepción del programa económico. Argentina tiene una larga tradición de estabilizaciones fallidas, muchas de las cuales fracasaron no solo por inconsistencias en la política económica, sino también por errores comunicacionales que socavaron la confianza pública. Un presidente que se presenta como garante de un cambio de régimen económico debe ser también garante de la previsibilidad de su propio discurso. No alcanza con insistir en que el rumbo es innegociable si, al mismo tiempo, la palabra oficial pierde solidez frente a crisis autoinfligidas.
Sobre la continuidad. Como mencionamos en el comienzo de esta columna, el “cachetazo” que acusó el presidente Milei sobrevino en una de las mejores semanas del Gobierno. Con una gran cantidad de indicadores a su favor y con un avance significativo de su agenda legislativa. Pero, el éxito de cualquier programa de estabilización depende no solo de la reducción de la inflación, la recuperación de la actividad económica y el equilibrio fiscal, sino también de la capacidad de consolidar esos logros sin generar nuevos desequilibrios. Y, en Argentina, la evolución del tipo de cambio real es un factor determinante en esta ecuación.
La historia económica demuestra que, en las primeras fases de un programa de estabilización, la apreciación del tipo de cambio real es un fenómeno recurrente. Sin embargo, el desafío radica en evitar que esta apreciación se vuelva crónica y derive en una pérdida de competitividad externa que, a mediano plazo, comprometa la sostenibilidad del programa. Las estabilizaciones exitosas han logrado controlar la inflación inicial sin deteriorar la competitividad de largo plazo. Casos como Israel en 1985 y Chile post-1999 muestran que una apreciación transitoria del tipo de cambio puede ser manejable si se acompaña con políticas fiscales y monetarias prudentes. En contraste, programas como el Plan Austral en Argentina (1985) o el Plan Cruzado en Brasil (1986) fracasaron porque utilizaron el tipo de cambio como ancla nominal sin el respaldo de un ajuste fiscal suficiente, lo que desembocó en crisis de balanza de pagos y devaluaciones abruptas que reactivaron la inflación.
El historial argentino ofrece múltiples ejemplos de cómo la rigidez en la política cambiaria ha sido un factor de riesgo. Desde la Convertibilidad de los años 90 hasta los controles de cambio post-2011, el intento de sostener un tipo de cambio fijo o administrado sin la suficiente flexibilidad llevó, en la mayoría de los casos, a crisis cambiarias y ajustes forzados. Un elemento clave en este proceso es el llamado “miedo a flotar”: cuando un Gobierno teme que una flotación genere volatilidad excesiva o pérdida de reservas, tiende a postergar correcciones necesarias hasta que la presión se vuelve insostenible. Y esto puede suceder incluso cuando las políticas fiscales y monetarias son consistentes.
Estudios recientes han analizado múltiples experiencias de estabilización y han identificado un patrón común: en todos los casos, la apreciación del tipo de cambio real ocurre en la fase inicial, pero el éxito o fracaso del programa depende de la capacidad para sostener esa apreciación sin generar desequilibrios externos. En los casos exitosos, la apreciación real se mantuvo dentro de límites manejables, mientras que, en los fracasos, la sobrevaluación llevó a una fuerte corrección cambiaria en un período relativamente corto.
Los economistas Martín Rapetti, Gabriel Palazzo y Joaquín Waldman, que analizaron 46 experiencias de estabilización, encontraron que un buen predictor de la capacidad de sostener la apreciación es la dinámica de las cuentas externas: tanto a los de éxito transitorio como a los de éxito perdurable les empeoran la cuenta corriente y el balance comercial. Pero los casos de éxito parten de mejores condiciones y el deterioro de las cuentas externas es más lento que en el caso de los que fracasan. Argentina ya muestra señales de alerta en este sentido. Desde el tercer trimestre de 2024, el superávit de cuenta corriente se ha reducido y la balanza comercial muestra una tendencia declinante (ver gráficos). Además, las dificultades del BCRA para acumular reservas internacionales son una señal contundente de que la escasez de divisas sigue latente. No es que la economía privada no provea (aunque lo haga a un menor ritmo que en el pasado); el problema radica en que los usos superan a las fuentes. Tal como puede verse en la tabla, en lo que va de 2025, el BCRA desacumuló reservas por unos USD864 Millones, a pesar de haber recibido USD3.450 Millones (producto de la compra de reservas al sector privado y de lo aportado por los depósitos en dólares del sistema financiero).
La situación es aún más elocuente si consideramos que durante 2024 el sector privado aportó unos USD25.305 Millones.
A pesar de dicho aporte, las reservas brutas del BCRA sólo aumentaron USD5,674 Millones.
La diferencia en ambos casos proviene de la utilización de las divisas aportadas por el sector privado para atender necesidades del Sector Público, pagos a los Organismos Internacionales y otros (de los cuales el más significativo es la compra de títulos públicos en dólares para intervenir en los mercados libres de cambios).
Ahora bien, es lógico que alguien pueda concluir que, si incluso con cepo sucede esto (hay más demanda que oferta de dólares), levantar el cepo podría ser una invitación a una corrida contra las ya escasas reservas del BCRA. Pero, este exceso de oferta ocurre con un tipo de cambio a todas luces apreciado (una brecha reducida no es indicador de que el tipo de cambio oficial es adecuado dado que los mercados libres también están siendo intervenidos por el Gobierno, amén del flujo de dólares privados que lo abastece gracias al blend disponible para los exportadores (80% al oficial/20% al libre). En un contexto donde las reservas aún son bajas y el tipo de cambio real está apreciado, la pregunta no es si el esquema actual puede sostenerse en el corto plazo, sino qué tan viable será en el mediano. La estabilidad nominal y fiscal lograda hasta ahora puede ser un punto de partida sólido, pero sin flexibilidad cambiaria y sin reformas estructurales que mejoren la productividad, el riesgo de acumulación de desequilibrios sigue latente. Superar el “miedo a flotar” y permitir que el tipo de cambio actúe como válvula de ajuste no significa abandonar la estabilidad, sino evitar que el programa actual repita los errores de estabilizaciones pasadas.
Conclusiones. El Gobierno ha apostado su éxito a la estabilización macroeconómica. Hasta ahora, ha logrado avances significativos en materia fiscal y de reducción de la inflación, pero el gran desafío de 2025 es transformar esos logros iniciales en una consolidación de largo plazo. En términos económicos, esto implica sostener el superávit fiscal en un año en el que la “licuación” del gasto público ya no será tan efectiva como en 2024, garantizar que la inflación continúe descendiendo pese a los ajustes tarifarios y avanzar con reformas estructurales que permitan mejorar la competitividad y destrabar la inversión. En términos políticos, el desafío es aún mayor. Un año electoral no sólo pone a prueba la capacidad del Gobierno para mantener el rumbo, sino que también exige una estrategia de comunicación más sofisticada, en la que los éxitos de la gestión sean el eje central y no se vean eclipsados por controversias que desvíen la atención.
El presidente Milei ha prometido que el primero de enero de 2026 no habrá cepo cambiario. El ministro Caputo asegura que el nuevo acuerdo con el FMI establecerá un nuevo régimen cambiario sin devaluación. Más allá de la discusión técnica sobre la viabilidad de estos anuncios, lo cierto es que el éxito de cualquier decisión en política económica dependerá de la confianza que los actores económicos tengan en la conducción del Gobierno. Si el objetivo es consolidar la estabilidad y dar señales claras de que el modelo es sostenible, la prioridad debe ser que los hechos hablen por sí mismos.
*Economista.