Gambeteando el pecado de la soberbia de querer calificar la performance económica y política del primer año del gobierno de Milei, no caben dudas de que el balance es exitoso casi desde todos los aspectos que se lo mire. Más aún, los resultados alcanzados superan con creces las expectativas que reinaban al inicio de esta experiencia. Un viejo adagio del mercado dice que la satisfacción está atada a la brecha entre la realidad y las expectativas, y en este sentido el Gobierno ha tenido motivos para festejar.
Claramente, más allá de esta dinámica positiva, quedan aún muchos aspectos que resolver. Desde el punto de vista de la sostenibilidad a largo plazo, y a la luz de las varias experiencias acaecidas en el país en los últimos cincuenta años, uno podría juzgar que el tipo de cambio cuasi fijo adoptado por el ministro Caputo es una política arriesgada. No obstante, si se considera que esta estrategia podría afianzar y fortalecer el sendero anti-inflacionario observado, especialmente en un año electoral en el que el oficialismo busca consolidar su fortaleza política, podría plantearse que esta política es, en realidad, más conservadora que arriesgada.
De hecho, la Argentina cuenta con diversos antecedentes de gobiernos que intentaron utilizar un ancla cambiaria para frenar la inflación, especialmente en la antesala de procesos electorales. La lógica política detrás de esta estrategia es evidente: mantener un dólar estable ayuda a moderar los precios de los bienes importados y suele generar una sensación de calma en el mercado interno. Sin embargo, esta aparente estabilidad tiene su contracara en la acumulación de desequilibrios en la balanza externa. De forma contraria, en años no electorales, la dinámica puede no ser más sostenible, lo cual requiere de ajustes.
En efecto, la experiencia argentina muestra varios episodios de “atraso cambiario” que tarde o temprano se convierten en saltos bruscos. Las más recientes: i) enero de 2014, Kicillof ministro, suba del dólar oficial de 6,5 a 8 pesos (a valores constantes de hoy representaría un salto de $/US$ 1.292 a $/US$ 1.521, o del 16%); ii) diciembre de 2015, unificación cambiaria, salto cambiario de 9,6 a 14 pesos en un día (desde un equivalente de $/US$ 925 a $/US$ 1.260, o similar a un 36%); y iii) mayo de 2018, cierre del mercado de capitales y aun con megaacuerdo FMI, el tipo de cambio pasó de 20 a 40 pesos (a precios de hoy desde $/US$ 1.180 a $/US$ 1.810, o un salto del 53%), arrastrando a dos presidentes del BCRA en el camino.
Todos estos episodios estuvieron acompañados por una significativa aceleración de la inflación. En 2014, por ejemplo, el promedio anual de inflación pasó del 26,6% al 38%. En 2015, tras el ajuste cambiario, la inflación anual se disparó del 27% a más del 40% en 2016. En 2018, el índice prácticamente se duplicó en los doce meses posteriores, saltando del 25,5% al 55,7%.
Estas anécdotas ilustran que, aunque una corrección cambiaria puede postergarse, generalmente no puede evitarse. Esto subraya los riesgos de mantener un tipo de cambio cuasi fijo más allá de un plazo razonable, especialmente cuando persisten desequilibrios estructurales que comprometen su sostenibilidad en el mediano plazo. Sin embargo, estos episodios también alertan sobre las graves consecuencias de un ajuste abrupto, particularmente en un año electoral, cuando los costos sociales y económicos suelen ser más difíciles de absorber.
En este sentido, resulta lógico –y para nada inusual, ya que de hecho todos los gobiernos optaron por hacer lo mismo– que el actual gobierno evite realizar ajustes significativos en el tipo de cambio durante el año vigente. Sobre todo, luego de haber disfrutado de un año tan satisfactorio en términos económicos y políticos, mientras se concentra en consolidar en el Congreso su fortalecimiento político.
Más allá de la política, hay elementos presentes en el contexto actual que no estaban vigentes durante las correcciones cambiarias del pasado reciente. En términos cuantitativos, 2024 marcó una reducción de la inflación aun más significativa de lo que refleja la evolución del IPC, ya que también incluyó una corrección de precios relativos en favor de las tarifas, que arrastraban un fuerte retraso. En efecto, si se excluye la porción de inflación explicada por los precios regulados, el aumento general de precios en 2024 habría sido del 102,7%, lo que representa una disminución del 51,5% respecto al 211,4% registrado en 2023. Además, la cuenta corriente de bienes se mantiene positiva, y el programa económico se apoya en un superávit fiscal sin precedentes recientes, lo que permitió al Gobierno prescindir de la emisión monetaria como fuente de financiamiento.
Es innegable que este esquema le ha dado beneficios muy altos al Gobierno, la brecha cambiaria se ubica en su mínimo de los últimos años –oscilando en el 10%–, el riesgo país cayó de 1.828 a 597 puntos básicos en poco más de doce meses y las reservas internacionales del BCRA se han recuperado, aunque las reservas netas (esto es, los “verdaderos” activos que tiene el BCRA tras descontar sus pasivos) continúen en terreno negativo.
Estos datos permiten que las expectativas sean hoy mucho más estables en comparación con los últimos años, lo que constituye una de las fortalezas del actual gobierno. Más allá de la discusión –difícil de zanjar– sobre si el tipo de cambio está atrasado o no, todo indica que el Gobierno cuenta con los instrumentos necesarios para sostener el esquema, al menos hasta el proceso electoral.
En los últimos días, ha comenzado a emerger un escenario que contempla el levantamiento, aunque sea de forma parcial, del cepo cambiario. Esto implicaría la eliminación de los múltiples tipos de cambio alternativos, simplificando el sistema y relegando la discusión cambiaria a un segundo plano. La existencia de un tipo de cambio único, accesible y con una flotación lo más “limpia” posible podría acercar la cotización a una situación más próxima al equilibrio, más allá de que el impacto pueda ser heterogéneo entre los distintos sectores de la economía.
En especial si consideramos que, mientras la inflación sigue siendo un desafío central en la Argentina y en unos pocos países más, en el resto del mundo ya fue prácticamente resuelto, lo que debilitó el canal tradicional entre el tipo de cambio y la inflación (pass-through). Bajo el esquema actual, un potencial acuerdo del FMI y un eventual reingreso a los mercados internacionales podrían brindar un respaldo adicional para continuar con el proceso de estabilización vigente. Desde ya, es un recorrido difícil, pero la experiencia de otros países muestra que no es imposible.
*Economista de ACM.