La época indígena americana se extiende desde la llegada del ser humano a América, lo que se supone ocurrió hace al menos cincuenta mil años, hasta el inicio de la invasión europea, es decir la llegada de Colón. En ese extenso lapso se produjo el poblamiento del continente americano a lo largo de milenios, generándose un mosaico de culturas y una dispersión de pueblos indígenas diferenciados entre sí, con distintos niveles de desarrollo socioeconómico.
El ser humano no es originario de América pues existe una imposibilidad filogenética basada en que los monos americanos forman una rama muy alejada de los antropoides africanos, lo cual descarta que pudieran surgir elementos humanoides por una vía evolutiva. Todas las evidencias indican que llegó ya conformado como Homo sapiens procedente de Asia en varias oleadas remotas.
La primera migración, de origen mongoloide, ocurrió hace más de cincuenta mil años y se produjo por el estrecho de Bering –que hoy conecta la Alaska estadounidense con la Siberia rusa–, de apenas 90 kilómetros de extensión, beneficiada por las condiciones creadas para su paso durante el subestadio glacial altoniense (70.000 a 28.000 a.C.) en que el congelamiento favoreció su travesía. Eran hombres y mujeres del Paleolítico, nómadas, que vivían en cavernas y se dedicaban a la recolección, la caza y la pesca. Se extendieron por el continente americano de Norte a Sur hasta llegar, en un desplazamiento detrás de animales a cazar, efectuado a lo largo de milenios, al extremo austral.
A favor de esta hipótesis se levantan los hallazgos más antiguos encontrados hasta el presente en cada región americana: los de Alaska y Canadá tienen una antigüedad de más de treinta mil años; en California, de hace veintisiete mil; en México, de unos veintidós mil; en Venezuela, de catorce mil; en Perú, de hasta dieciocho mil; once mil para Chile y nueve mil en la Patagonia.
Luego de quienes ingresaron por el estrecho de Bering se sucedieron otras migraciones de elementos australoides y melanesoides procedentes del Pacífico. Estos ya eran navegantes y probablemente se encontraban en los estadios Mesolítico y sobre todo Neolítico, pues conocían la agricultura (maíz, yuca), eran sedentarios y sabían trabajar la cerámica. A partir de estas oleadas, que arribaron en diferentes momentos históricos (entre siete mil y dos mil años), de diversos orígenes étnicos, geográficos y nivel de vida, se produjo el desarrollo desigual de los pueblos aborígenes en un proceso que compete decenas de siglos de duración.
Así se conformó una población autóctona con mayor o menor conocimiento de la agricultura, mediante un crecimiento vegetativo bien diferenciado, resultado de combinaciones propicias o adversas del clima, suelos vegetales ricos o pobres. Se ha comprobado la existencia de 133 familias lingüísticas independientes en América, que comprenden cientos de idiomas y dialectos.
Al momento del descubrimiento del continente por los europeos, los habitantes de América se encontraban en muy diversos estadios de desarrollo. A lo largo y ancho del llamado Nuevo Mundo vivían infinidad de grupos aborígenes (ges, atapascos, esquimales, algonquinos, sioux, charrúas, tehuelches, onas, etcétera) que aún se hallaban en los primeros escalones de la evolución social, mientras otros, como los chibchas, tupi-guaraníes, arauacos, iroqueses, mayas, incas o aztecas, entre otros, habían logrado alcanzar nuevas etapas en su desarrollo social, económico y cultural a partir del momento en que iniciaron el cultivo de la tierra. Esto, que se calcula ocurrió hace unos mil quinientos años, permitió el surgimiento en ciertas zonas de Mesoamérica –al parecer, a partir de la cultura olmeca, considerada una especie de civilización madre– y el área andina de sociedades de clase y deslumbrantes centros de civilización.
La estructura social se caracterizó por la existencia de comunidades aldeanas organizadas en torno a la propiedad común del suelo, el trabajo colectivo (ayllú, calpulli) y sometidas a una clase dominante de guerreros y sacerdotes. Ello fue precedido, en los años 700 a 1000 d.C., en estas zonas de civilización más desarrolladas de la América precolombina, por una serie de crisis intestinas que pusieron fin al llamado período clásico y propiciaron el florecimiento de nuevas culturas, entre ellas la maya-tolteca, la azteca y la inca.
En cuanto a nuestro actual territorio, las distintas zonas que habitaban los grupos indígenas originarios no se corresponden con los actuales límites internacionales ni interprovinciales, ya que dichas regiones sobrepasan las fronteras y atraviesan el territorio argentino en angostas franjas longitudinales, paralelas, que corren de Norte a Sur. Como los recursos existentes en cada franja ambiental condicionaban las formas de organización de cada pueblo para obtenerlos e implicaban una necesaria relación de intercambio entre los pueblos de distintas franjas para conseguir todo lo que necesitaban, es preciso definir la ubicación de las mencionadas franjas y sus características. Así las describe la investigadora Silvia Palomeque: “El noroeste y el centro de la Argentina –en los territorios que durante la colonia correspondían a las gobernaciones de Tucumán (provincias de Jujuy, Salta, Tucumán, La Rioja, Catamarca, Santiago del Estero y Córdoba) y de Cuyo (provincias de Mendoza, San Juan y San Luis)– estaban habitados por los pueblos agricultores con residencias estables en aldeas y que, en consecuencia, necesitaban organizar la forma de acceder a los productos que no había en su zona. Además, en ambas gobernaciones, el ambiente cambiaba en cortas distancias y cada franja era muy diferente de la otra vecina.
”Comenzando desde el Oeste y avanzando hacia el Este, la primera franja longitudinal era la costa del océano Pacífico con sus recursos marítimos, la segunda era el desierto chileno con sus minerales, la tercera era la Puna con sus ganados y sales, la cuarta fueron los valles y quebradas con su producción agrícola, seguidos por el pie de monte, que conectaba con la llanura, donde finalmente estaban los bosques y selvas con recursos variados como maderas, mates, calabazas, el cebil (alucinógeno) y las plumas. Esto implica que la forma más habitual de comunicación entre los distintos pueblos indígenas tenía una orientación Este-Oeste, totalmente distinta de la orientación Norte-Sur que luego impondrán los españoles.
”Considerando estas franjas ambientales y las características socioculturales de los grupos indígenas que allí se asentaban, desde la arqueología se han definido las siguientes zonas para el centro y el noroeste de la Argentina: Puna, valles/quebradas, selvas y Chaco; Cuyo, mesopotamia santiagueña y sierras centrales o de Córdoba. Al este y sudeste de la Argentina se encontraban los pueblos que habitan la llanura pampeana y el litoral de los ríos Paraná y Uruguay; estas zonas también tenían sus propios recursos particulares pero sus pueblos eran diferentes de los anteriores en tanto no residían en asentamientos aldeanos estables sino que presentaban una fuerte movilidad espacial”.
Europa invade América
En mayo de 1453 se produjo la caída de Constantinopla a manos turcas. Una de sus consecuencias más importantes fue el cierre de las rutas comerciales que llevaban de Europa a la India por el Oriente. Se impuso entonces la necesidad de abrir otras vías para el aprovisionamiento de especias y metales preciosos. La invención de la brújula, el astrolabio y la construcción de naves capaces de enfrentar las tormentas oceánicas, además de la bonanza económica de la España de entonces, hicieron posible que Cristóbal Colón se lanzara hacia el Oeste y arribara en 1492 a las Antillas, creyendo haber llegado a la India. Como insólita consecuencia de dicho error, seguimos llamando a nuestros aborígenes “indios” tobas o “indios” mapuches. Gentes tildadas de salvajes, muchas veces presentadas como monstruos no humanos, que sin embargo supieron luchar y enfrentar con valor la opresión de los invasores europeos y sus aliados.
La “tierra de Américus”
No fue don Cristóbal el primer europeo en hollar suelo americano pues se tiene por seguro que antes lo hicieron los vikingos, probablemente Eric el Rojo y Leif Erikson, quienes a fines del siglo X habrían desembarcado en las costas de Groenlandia y de Norteamérica. También es muy probable, como hemos visto en páginas anteriores, una incursión asiática por el Pacífico; así parecen demostrarlo las características raciales de pueblos andinos de Ecuador, Perú y Bolivia.
La historia nos enseña que fue la reina Isabel la Católica quien, con sus joyas, financió la expedición colombina. No fue ella sino Luis de Santángel, un comerciante judío, en sociedad con los hermanos Martín y Vicente Pinzón, quienes aportaron dos carabelas de su propiedad. Lo de la reina fue una invención que justificaría la delegación que el papa Alejandro VI, supuesto dueño del orbe, hiciera de las nuevas tierras en los soberanos españoles. No en España sino en sus reyes, lo que algunos siglos más tarde explicará ciertas estrategias de los revolucionarios de Mayo que adujeron, en el “silogismo de Charcas”, que estando el dueño de América, Fernando VII, preso e imposibilitado de reinar, la soberanía pasaba al pueblo y no a España.
La Corona española era pesimista acerca del resultado de la expedición, lo que justifica la firma de las Capitulaciones de Santa Fe, el 17 de abril de 1492, por las que se concedía a Colón y a sus financistas grandes prerrogativas, como la de ser nombrado almirante, virrey y gobernador de las tierras a descubrir, además del diez por ciento de las riquezas obtenidas, privilegios que a la postre no se cumplieron, obligando a don Cristóbal a un infructuoso peregrinaje para obtener lo acordado, empeño en el que lo sorprendió la muerte.
Mientras don Cristóbal atravesaba varias veces el océano ida y vuelta, un fabulador y mediocre marino florentino, Américo Vespucci, escribía a su compatriota, el poderoso Lorenzo de Médicis, adjudicándose el descubrimiento del Nuevo Mundo e instándolo a financiarle una expedición. A diferencia de los soberanos españoles que tratarán de mantener oculto el acontecimiento para, infructuosamente, no despertar la ambición de otras potencias, el príncipe Médicis publicará la carta y el cartógrafo alemán Waldsemüller la tendrá sobre su escritorio cuando deba bautizar los nuevos territorios. En su Cosmographiae Introductio escribirá: “En el sexto clima, hacia el polo antártico, está situada la parte del globo que, habiendo sido descubierta por Américus, puede ser llamada ‘tierra de Américus’ o ‘América’”.
Monstruos sin cabeza, cíclopes con rabo
Para hacer lo que los europeos hicieron con los americanos fue necesario poner en duda la condición humana de los habitantes del Nuevo Mundo, a quienes se definía como “seres con apariencia de hombres”. A ello contribuyó el imaginativo Colón, quien en su “Diario” se refiere tres veces a seres “de un solo ojo”, como el cíclope griego. No termina ahí la cosa pues don Cristóbal, en una de sus cartas al tesorero real Gabriel Sánchez, le cuenta que a “la gente con cola” podía encontrársela en la parte poniente de la isla Juana, en la provincia llamada Nuan, “adonde nace esta gente”. En su segundo viaje le llegó el conocimiento de que “en Mangi todas las gentes tenían rabo de más de ocho dedos de largo” y que no muy lejos de La Española, ciudad por él fundada, había seres “con hocico de perros que comían los hombres y que tomando uno lo degollaban y le bebían la sangre y le cortaban su natura”.
No se queda atrás el explorador Antonio Pigafetta, uno de los escasos sobrevivientes de la expedición magallánica y cronista de la misma, quien cuenta que en una de las tantas islas indianas vivían hombres que tenían las orejas tan largas como todo el cuerpo, de manera que “cuando se acuestan, una les sirve de colchón y otra de frazada”.
A mediados del siglo XV, el “haut americano” es descripto por primera vez en el capítulo LII de Les Singularités de la France Antarctique, de André Thevet: “Tiene el tamaño de una mona de África, el vientre colgante y una cabeza parecida a la de un niño. Cuando se la captura suspira como un niño acongojado [...]. Además a esta bestia nunca se la ha visto comer”.
Aún en 1602 Delle relationi universali, del abate Giovanni Botero, publicado en Venecia, reproduce la figura del “gastrocéfalo americano”: “Un hombre sin cabeza, que tiene ojos en la nariz y la boca en el pecho, y que va desnudo, menos en sus partes vergonzosas [...] y lleva sombrero ancho sobre sus espaldas, que de tan ardiente calor solar los defiende”. Y, más adelante: “Esto es verdaderamente un milagro de la naturaleza, un aborto o un prodigio, porque no se trata de un solo ser, sino que hay miles por estos lugares”.
Era indudable que el “humanitario” espíritu español imponía que se ocuparan y cristianizaran esas tierras habitadas por monstruos. Sobre todo si eran tan ricas. Aunque fuese necesario emplear malas maneras...
La lucidez de nuestros antepasados
Sin duda los primeros postergados en nuestro territorio, también en nuestra historia oficial, han sido y continúan siendo los pueblos originarios. En tiempos de la Conquista española sufrieron el inhumano despotismo de la codicia, hoy son víctimas de la miseria y de la discriminación en un país latinoamericano en el que el 90% de los niños que aparecen en las campañas publicitarias son rubios y la mayoría de ellos tiene ojos claros.
Las noticias que el extremeño Núñez de Balboa hizo llegar del descubrimiento, el 25 de septiembre de 1513, del mar del Sur (océano Pacífico), se difundieron por toda España y se supieron también en Portugal. El entusiasmo por haber descubierto un nuevo y promisorio continente no mermó el deseo de llegar a Oriente y traspasar esa inmensa barrera que se oponía.
Los portugueses no dudaban de la existencia de un paso que uniera ambos océanos, sobre todo después de las revelaciones del viaje de Vespucci de 1502 y de Gonzalo Coelho desde 1503 hasta 1506 al litoral marítimo sudamericano. Decididos a no dejarse ganar de mano otra vez por su vecina ibérica, despacharon clandestinamente una expedición a cargo de Nuño Manuel y Cristóbal de Haro que debía recorrer la costa del actual Brasil hasta hallar el paso interoceánico anunciado por los citados navegantes. Se internaron en nuestro Río de la Plata y exploraron el Paraná Guazú, sin avanzar más allá por el calado de sus naves. Luego regresaron a Portugal con la noticia de que, en efecto, existía un paso interoceánico aunque no habían podido explorarlo en su totalidad.
La novedad se difundió pronto por Europa y el geógrafo alemán Johannes Schöner dibujó en 1515 una carta global en la cual se ve a Sudamérica dividida a la altura del Río de la Plata por un estrecho que comunica el océano Atlántico con el Pacífico.
En España la noticia del descubrimiento del océano Pacífico por Vasco Núñez de Balboa primero, y el viaje clandestino de Nuño Manuel y Cristóbal de Haro al año siguiente, hicieron comprender a sus reyes que era preciso enviar una armada que se adueñase de ese supuesto paso interoceánico y, luego de franquearlo, extender sus dominios por el oeste de las Indias Occidentales, como llamaban a las nuevas tierras. “Habéis de mirar que en esto ha de haber secreto e que ninguno sepa que yo mando dar dinero para ello ni tengo parte en el viaje”. Esto decía el monarca Fernando de Aragón en sus instrucciones al piloto mayor del reino, Juan Díaz de Solís, en 1515, al enviarlo hacia la América meridional.
La suerte no acompañará a dichos conquistadores europeos pues no les sucederá lo que a Hernán Cortés, a quien Moctezuma y su corte recibirán con honores, convencidos de que eran la encarnación del dios Quetzalcoatl profetizada por los augures aztecas. Tampoco la de Pizarro, quien invadirá el Imperio incaico y apresará sin dificultades a su soberano, Atahualpa, más ocupado en litigar con su hermano Huáscar que en defenderse de los intrusos.
Nuestros querandíes o pampas, a quienes la historia oficial trata de salvajes poco menos que animalizados, deben ser reconocidos como más sagaces que los incas y los aztecas ya que no confundieron a los españoles con dioses y no dudaron de que se trataba de enemigos. No se dejaron impresionar por aquellas naves descomunales, más imponentes que sus piraguas, tampoco por aquellas pieles rígidas que refulgían al sol como la plata que los conquistadores imaginarían abundante en esa tierra nueva.
Los mataron luego de incitarlos al desembarco tentándolos sagazmente desde la orilla con agua, frutas y peces, preciadísimos luego del prolongado y azaroso cruce del océano. El cronista Herrera, integrante de la expedición, relató que “los indios tomando a cuestas a los muertos, y apartándoles de la ribera hasta donde los del navío los podían ver, cortaban las cabezas, brazos y pies, asaban los cuerpos enteros y se los comían”.
Cabe dudar sobre estos relatos sobre canibalismo, que se repetirán a lo largo de toda la Conquista, con escasas confirmaciones, que tenían por objetivo horrorizar a los europeos y así justificar las intervenciones “civilizadoras” que provocaron la casi extinción de los habitantes americanos.
Las versiones de la muerte de aquellos primeros españoles que se atrevieron a hollar las tierras de lo que hoy es nuestro país han sido siempre expuestas por nuestra historia oficial con solidaridad hacia los intrusos y con aversión hacia los defensores, lo que constituirá el acto inicial del drama de una Argentina siempre pensada desde los otros, desde intereses distintos y muchas veces antagónicos a los nacionales, en particular de sus mayorías populares. Es ese uno de los elementos claves de la construcción de nuestra identidad nacional.
Según mentas de la época, los querandíes apresaron a un soldado de apellido Salcedo que paseaba desprevenido por la orilla del río y lo ahogaron cuidadosamente. Luego lo tendieron sobre la orilla y acuclillados a su lado, en silencio, aguardaron. A las pocas horas comprobaron que Salcedo no resucitaba y que su cadáver comenzó a descomponerse con pestilencia. Como si fuera uno de ellos.
Un coro de alaridos de guerra se elevó hacia el cielo: los llegados del mar no eran dioses. Ya sabían a qué atenerse.
Postergación femenina
Otro relegamiento en nuestra historia oficial, corregido en parte por influencia de la historia nacional, popular y federal, también conocida como revisionismo histórico, es el de la mujer. Solo en los tiempos modernos, y todavía con retaceo, ha habido reconocimiento hacia algunas de ellas como Julieta Lanteri, Alicia Moreau de Justo y, sobre todo, Eva Perón. En la época de nuestras guerras independentistas pueden rescatarse, como lo he hecho en anteriores publicaciones, a Juana Azurduy, las Heroicas Cochabambinas, Macacha Güemes, “la Delfina” y pocas más.
La postergación femenina era, justamente, el tema del reclamo de Isabel de Guevara, integrante de la expedición de Pedro de Mendoza –primer fundador de Buenos Aires–, a la reina de España, a quien escribe veinte años después de la fracasada expedición:
Muy Alta y Poderosa Señora:
A esta provincia del Río de la Plata, con el primer gobernador de ella, Don Pedro de Mendoza, hemos venido ciertas mujeres entre las cuales ha querido mi ventura que fuese yo la una. Y como la armada llegase al puerto de Buenos Aires con mil e quinientos hombres y les faltase el bastimento, fue tamaña el hambre, que a cabo de tres meses murieron los mil [...] Vinieron los hombres en tanta flaqueza que todos los trabajos cargaban a las pobres mujeres, así en lavarse las ropas como en curarles, hacerles de comer lo poco que tenían, a limpiarlos, hacer centinela, rondar los fuegos, armar las ballestas cuando algunas veces los indios les venían a dar guerra, poner fuego a los versos y a levantar los soldados, los que estaban para ello, dar alarma por el campo a voces, sargenteando y poniendo en orden los soldados. Porque en este tiempo, como las mujeres nos sustentamos con poca comida, no habíamos caído en tanta flaqueza como los hombres. [...] He querido escribir esto y traer a la memoria de V.A. para hacerle saber la ingratitud que conmigo se ha usado en esta tierra, porque al presente se repartió por la mayor parte de lo que hay en ella, así entre los antiguos como entre los modernos, sin que de mí y de mis trabajos se tuviese ninguna memoria, y me dejaron de fuera sin me dar indios ni ningún género de servicios.
No fue la única en demostrar valor: en España don Álvar Núñez Cabeza de Vaca, el indómito aventurero que había caminado América desde el Atlántico hasta el Pacífico y desde la Florida hasta Asunción, había sido condenado a la pérdida de su adelantazgo y no tenía por sus capitulaciones el derecho a nombrar sucesor.
Está vacante el título y se lo adjudica, el 22 de julio de 1547, el extremeño Juan de Sanabria, pariente de Hernán Cortés. Pero muere antes de emprender el viaje y le sucede en el título su hijo Diego, que no se dio prisa en embarcarse no obstante el impulso que a la empresa daba su madre, doña Mencia Calderón. Finalmente, ante la prolongación de la demora, la decidida doña Mencia zarpó en abril de 1550 solo acompañada de sus hijas mujeres y algunas doncellas que aspiraban a casarse con residentes en Asunción, además de varios marinos a cargo de la navegación. Uno de los pilotos de la expedición escribiría al príncipe Felipe: “[En las naves] venían cincuenta mujeres casaderas y doncellas para poblar la tierra. Mandaba Vuestra Alteza, por su Consejo Real de Indias, que trajera esta gente y señoras y las mujeres doncellas al Río de la Plata y las entregase todas al gobernador”.
☛ Título: El ADN argentino
☛ Autor: Pacho O’Donnell
☛ Editorial: Sudamericana
Datos del autor
Escritor, historiador, dramaturgo y médico psicoanalista. En su práctica clínica como psicoanalista es uno de los referentes de la escuela grupal argentina, basada en los desarrollos de Sigmund Freud y de Enrique Pichon-Rivière, que incluyó el trabajo con personas mayores.
Fue miembro titular de la International Association of Group Psychotherapy y de la Sociedad Española de Psicología y Terapia de Grupo. Fundó la Escuela Argentina de Psicología Operativa.
Es director del Departamento de Historia de la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales (UCES), vicepresidente honorario de la Comisión de Homenaje a la Vuelta de Obligado y fue dos veces presidente del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego antes de su renuncia.