DOMINGO
Lenguajes

Vender felicidad

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El lenguaje del imaginario es múltiple. Circula por todas partes en nuestras ciudades. Habla a la multitud y ella le habla. Es el nuestro, el aire artificial que respiramos, el elemento urbano en el cual tenemos que pensar.

Las mitologías proliferan. Tal es el hecho. Esto podría parecer extraño en el momento en que las empresas se racionalizan, en el que las ciencias se formalizan, en el que la sociedad pasa, no sin dificultades, a un nuevo estatus de la organización técnica. En realidad, por razones que sería demasiado extenso analizar, el desarrollo técnico que entraña el descrédito de las ideologías no diluye la necesidad a la cual respondían. Transforma las creencias en leyendas, pero todavía cargadas de sentido (¿cuál?, ya no se sabe). Marginaliza las doctrinas que, transformadas en nubarrones centelleantes, evocan siempre las razones de vivir.

Una sociedad entera aprende que el bienestar no es identificable con el desarrollo. Les concede al acordarlo un lugar creciente a los ocios –más allá de esta “recompensa” del trabajo–, cultivando el sueño de las vacaciones o los retiros. Lo constata, en ocasiones con algo de locura, cuando ve levantarse ante ella los hartazgos o las cóleras de una juventud que denuncia la ficción común, testimonio de la inseguridad general, y rechaza los discursos oficiales en los cuales la blanda seducción o la rigidez soberbia disimulan apenas el papel de cortina de humo o superchería del bienestar.

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Sin embargo, el discurso imaginario que circula por la ciudad no deja de hablar del bienestar. Entonces es necesario preguntarse: ¿exilio o creatividad, coartada o invención? ¿Qué es lo que aprendemos entonces del bienestar en sus formas actuales? (…)

Sería entonces superficial creer que los mitos han desaparecido ante la racionalización. Si se creyera haber desinfectado las calles, se estaría en un error. Por el contrario, los mitos reinan en ellas. Exhiben los sueños y las inhibiciones de una sociedad en superficies de imágenes. Resurgen por todas partes, pero por razones distintas de las del pasado.

Los mitos invaden la publicidad, ya sea bajo la forma de “ilusión chocante”, de regreso “directo a la tierra natal”, de asociaciones entre “ahorro” y “sueño”, entre “bienestar” y “seguridad” o entre la “fiesta” y la botella de Vichy… Pobres lujos de rico en la sociedad de consumo. Sin embargo, también distribuyen a manera de limosna el equivalente de los paraísos antiguos. Los objetos desarrollan una utopía que, muy lejos de ser absorbida por el consumo, provoca la metamorfosis del vocabulario del intercambio, es decir, del comercio, en una literatura imaginaria. Una “mística de la heladera”, dice precisamente Goldmann. Heladeras o bañistas que fascinan la mirada del transeúnte sustituyendo las palabras antiguas para asegurar, con el objeto de tentación, que “en dos minutos será la fiesta”. Emplazados en el jardín cerrado del afiche, los frutos del bienestar están al alcance de la mano. Remiten a un fin escatológico. Escriben un inmemorial al fragmentar los sueños y reducir las distancias. Pero en realidad, al igual que las palabras, los objetos remiten siempre más lejos, hacia otros objetos, los deseos que concitan.

Estos objetos de consumo son los sujetos de cada frase. Llevan por indicación la sonrisa, que los inviste de un signo de atención y de encuentro o del gesto seductor que envuelve con su danza el automóvil o el lavarropas. Se forma así un discurso que jalona con sus comodidades el túnel del metro por donde quiera que se presenten, desde el alba hasta el anochecer, cinco millones de personas. ¿Y qué dice este discurso, con sus bienes de consumo brillando en los lugares de fuerte circulación, sino que su propósito es detener el curso de la multitud?

Este discurso imaginario del comercio ocupa los muros cada vez más. Se desarrolla calle por calle, apenas interrumpido por la irrupción de las avenidas. La ciudad contemporánea se convierte en un laberinto de imágenes. Se da una grafía propia, diurna y nocturna, que combina un vocabulario de imágenes sobre el nuevo espacio de escritura. Un paisaje de afiches organiza nuestra realidad. Es un lenguaje mural, con el repertorio de sus beneficios inminentes. Oculta los edificios donde se encierra el trabajo, cubre los universos cerrados de lo cotidiano; instala artificios que siguen los trayectos del trabajo para yuxtaponerle los momentos sucesivos del placer. Una ciudad que es un verdadero “museo imaginario” forma el contrapunto de la ciudad del trabajo.

Este lenguaje de la utopía se prolonga solamente cuando se pasa de los afiches publicitarios a las inscripciones contestatarias, o de los pasillos del metro a los de la universidad: cuando se vira de la solicitud a la protesta. Una misma escritura mural anuncia la felicidad para vender y la felicidad por lograr. Del afiche al grafiti, la relación de la oferta y la demanda se invierte pero, en los dos casos, la representación se “manifiesta” porque no se proporciona. Desde este punto de vista, el rechazo habla el mismo lenguaje que la seducción. Aquí también, el discurso del comercio continúa ligando los deseos a las realidades sin llegar a unirlos. Expone la comunicación sin poder asegurarla.

*Autor de La cultura en plural, ediciones Godot. (Fragmento).