Desde principios de los años cincuenta, el gobierno de Estados Unidos ha invertido billones de dólares en prepararse para un escenario de guerra nuclear, a la par que ha ido refinando sus protocolos para continuar operativo después de que centenares de millones de estadounidenses se convirtieran en víctimas mortales de un holocausto de dimensiones apocalípticas.
El siguiente escenario acerca de qué podría suceder en los momentos posteriores a un ataque con misiles nucleares contra Estados Unidos se basa en datos extraídos de entrevistas exclusivas con asesores presidenciales, miembros de distintos gabinetes, ingenieros de armamento nuclear, científicos, soldados, pilotos de la Fuerza Aérea, agentes de las fuerzas especiales, miembros del Servicio Secreto, expertos en gestión de emergencias, analistas de datos de inteligencia, funcionarios y otras personas que llevan décadas anticipando estas macabras situaciones. Dado que los planes para una guerra nuclear general figuran entre los secretos clasificados con el máximo nivel de seguridad por el gobierno estadounidense, este libro y el escenario que plantea acercan al lector hasta el filo del abismo de lo que es posible saber de manera oficial. Algunos documentos desclasificados y ocultos durante décadas llenan los vacíos con una claridad pasmosa.
Habida cuenta de que el Pentágono es uno de los objetivos principales de cualquier enemigo de Estados Unidos que posea armamento nuclear, el primer ataque que se plantea en este simulacro de guerra nuclear se produce contra Washington D.C., donde cae una bomba termonuclear de un megatón. “Un ataque por sorpresa contra Washington D.C. es lo que más teme el gobierno”, asegura Andrew Weber, exasesor del secretario de Defensa para los programas de defensa nuclear, química y biológica. “Ataque por sorpresa” es la expresión que emplea el Mando y Control Nuclear de Estados Unidos para describir un “ataque [nuclear] a gran escala sin advertencia previa”.
Una agresión de esta índole contra Washington sería el detonante de una guerra nuclear a escala mundial que casi con total certeza se desencadenaría a continuación. “No existe una guerra nuclear a pequeña escala” es una frase que se repite con frecuencia en la capital de Estados Unidos.
Un ataque contra el Pentágono marcaría el inicio de un conflicto apocalíptico que pondría fin a la civilización tal como la conocemos. Esa es la realidad del mundo en el que vivimos. El escenario de guerra nuclear que expone este libro podría suceder mañana. U hoy mismo, dentro de un rato.
“El mundo podría acabarse dentro de un par de horas”, advierte el general Robert Kehler, excomandante del Comando Estratégico de Estados Unidos, el llamado Stratc.
El infierno en la Tierra
Washington D.C., en un posible futuro cercano
La detonación de un arma termonuclear de un megatón empieza con un resplandor y un calor tan formidables que a la mente humana le resultan imposibles de asimilar. Un millón de grados Celsius es una temperatura entre cuatro y cinco veces superior a la del núcleo del Sol.
En la primera milésima de segundo después de que esta bomba termonuclear impacte en el Pentágono, a las afueras de Washington D.C., se produce un destello. Una tenue luz de rayos X de una longitud de onda muy corta. La luz sobrecalienta el aire circundante a millones de grados, creando una inmensa bola de fuego que se expande a millones de kilómetros por hora. Al cabo de pocos segundos, esa bola de fuego alcanza un diámetro superior a un kilómetro y medio (1.735 metros) y genera un resplandor y un calor tan intensos que las superficies de hormigón revientan, los objetos metálicos se funden o se evaporan, las piedras se desintegran y los seres humanos se convierten al instante en carbón en combustión.
La estructura de cinco plantas y cinco caras del Pentágono, así como todo lo que contiene en sus más de seiscientos mil metros cuadrados de oficinas, estalla y queda reducido a un polvo abrasado por el resplandor y el calor iniciales; las paredes se derrumban con el impacto casi simultáneo de la onda expansiva, y los veintisiete mil empleados de las instalaciones mueren al instante.
Dentro de la bola de fuego no queda nada.
Nada.
La zona cero queda reducida a la nada. Viajando a la velocidad de la luz, el calor que irradia la bola de fuego incendia todo objeto inflamable que se halla en un horizonte de varios kilómetros a la redonda. Cortinas, papel, libros, cercados de madera, ropa y hojas secas arden en llamas y se convierten en yesca para una gran tormenta de fuego que empieza a consumir unos doscientos cincuenta kilómetros cuadrados de la zona que, antes del resplandor, era el centro neurálgico del gobierno de Estados Unidos y el hogar de seis millones de personas.
Varios centenares de metros al noroeste del Pentágono, las 258 hectáreas del Cementerio Nacional de Arlington, incluidos sus cuatrocientos mil osarios y lápidas en honor a los caídos en la guerra, los tres mil ochocientos afroamericanos liberados enterrados en la sección 27 y los visitantes que han acudido a rendirles sus respetos a primera hora de esta tarde primaveral, así como los jardineros que mantienen el césped, los podadores que cuidan de los árboles, los guías turísticos que ilustran a sus grupos y los miembros de la Vieja Guardia que, con sus guantes blancos, vigilan la Tumba del Soldado Desconocido quedan transformados, en un instante, en estatuillas humanas chamuscadas y en llamas. En polvo negro de materia orgánica, en hollín. Los incinerados se ahorran el horror sin precedentes que empiezan a sentir los entre uno y dos millones de personas gravemente heridas y que no han muerto al instante en este ataque nuclear por sorpresa.
En la ribera opuesta del río Potomac, a un kilómetro y medio al nordeste, las columnas y las paredes de mármol de los monumentos conmemorativos a Lincoln y Jefferson se sobrecalientan, se resquebrajan, estallan y se desintegran. Los puentes de acero y piedra y las carreteras que conectan estos monumentos históricos con las zonas colindantes se levantan primero y luego se hunden. Al sur, al otro lado de la carretera interestatal 395, el luminoso y diáfano Fashion Centre de Pentagon City, con sus muros cortina y sus abundantes comercios llenos de prendas de marcas exclusivas y menaje para el hogar, los restaurantes y las oficinas que lo rodean y el hotel Ritz-Carlton desaparecen de la faz de la Tierra. Las vigas de los techos, las escaleras mecánicas, las lámparas de araña, las alfombras, el mobiliario, los maniquíes, los perros, las ardillas y las personas se carbonizan. Estamos a finales de marzo, son las 15.36, hora local.
Han pasado tres segundos desde la explosión. A unos cuatro kilómetros al Oeste, en el Nationals Park, se está jugando un partido de béisbol. La ropa de la mayoría de los treinta y cinco mil espectadores presentes en el estadio se prende fuego. Quienes no mueren achicharrados enseguida sufren graves quemaduras de tercer grado. Sus cuerpos, despojados de la capa exterior de piel, dejan a la vista la sangrienta dermis.
Las quemaduras de tercer grado requieren cuidados hospitalarios inmediatos y, a menudo, amputaciones de extremidades para evitar la muerte. En el Nationals Park, cientos de personas quizá logren sobrevivir en un primer momento porque estaban dentro de las instalaciones, bajo techo, comprando comida o usando los aseos. Ahora necesitan desesperadamente una cama en una unidad de quemados. Pero en toda la zona metropolitana de Washington solo hay diez camas especializadas en quemaduras graves, ubicadas en la unidad de quemados del hospital MedStar Washington, en el centro de la ciudad. Y dado que esta instalación se halla a unos ocho kilómetros al nordeste del Pentágono, habrá dejado de estar operativa, si es que aún existe. En la unidad de quemados del Johns Hopkins, a unos setenta kilómetros al nordeste, en Baltimore, hay menos de veinte camas especializadas, pero todas están a punto de ocuparse. En total, en los cincuenta estados que conforman Estados Unidos hay unas dos mil camas en unidades especializadas para este tipo de heridos.
En cuestión de segundos, la radiación térmica del ataque al Pentágono con una bomba nuclear de un megatón ha provocado graves quemaduras en la piel a aproximadamente otro millón de personas, el 90 por ciento de las cuales morirá. Académicos y científicos especializados en defensa se han pasado décadas elaborando estos cálculos. La mayoría de esas personas no lograrán más que dar unos pasos desde el punto en el que las ha sorprendido la detonación de la bomba. Se convertirán en lo que los expertos en defensa civil de la década de 1950, cuando empezaron a manejarse estas espeluznantes cifras, llamaron “muertos in situ”.
En la base conjunta de Anacostia-Bolling, una instalación militar con una superficie de cuatrocientas hectáreas situada en la ribera opuesta del Potomac, en el sudeste, hay otras diecisiete mil víctimas, incluido prácticamente todo el personal del cuartel general de la Agencia de Inteligencia de Defensa, de la sede de la Agencia de Comunicaciones de la Casa Blanca, de la estación de la Guardia Costera de Estados Unidos en Washington, del hangar de helicópteros Marine One y de otras muchas instalaciones federales fuertemente protegidas y que velan por la seguridad del país.
En la Universidad de Defensa Nacional, la mayoría de los cuatro mil estudiantes que hay en el recinto están muertos o agonizan. En medio de esta tragedia, no deja de ser irónico que sea en esta institución (financiada por el Pentágono e inaugurada en el bicentenario de la fundación de Estados Unidos) donde los oficiales de carrera aprenden a emplear estrategias para garantizar la seguridad del país en todo el mundo. Esta universidad no es la única institución militar de educación superior que desaparece con el primer ataque nuclear. También dejan de existir con efecto inmediato la Escuela Eisenhower de Estrategia, Recursos y Seguridad Nacional, la Escuela Nacional de Guerra, el Colegio Interamericano de Defensa y el Centro Africano de Estudios Estratégicos. Toda esta zona del frente marítimo, desde el parque de Buzzard Point hasta la iglesia episcopal de St. Augustine, desde el barrio de Navy Yard hasta el puente conmemorativo de Frederick Douglass, queda arrasada por completo.
En el siglo XX, los humanos crearon las armas nucleares para salvar el mundo del mal y ahora, en el siglo XXI, ese armamento está a punto de destruir el mundo. De reducirlo a cenizas.
El conocimiento científico necesario para crear una bomba nuclear es muy amplio. El resplandor termonuclear contiene dos pulsos de radiación térmica. El primero dura una fracción de segundo, tras el cual se produce el segundo, que se prolonga varios segundos y hace que la piel se prenda fuego y se queme. Los pulsos luminosos son silenciosos; la luz no tiene sonido. Lo que sigue es el atronador estruendo de la detonación. El calor extremo generado por la explosión nuclear crea una onda de alta presión que se propaga como un tsunami desde su epicentro, un muro gigantesco de aire extremadamente comprimido que viaja a una velocidad supersónica. Arrastra a las personas, las eleva en el aire, les revienta los pulmones y los tímpanos, succiona cuerpos y los escupe. “En general, a los grandes edificios los destruye el cambio de presión atmosférica, mientras que lo que arrastra a las personas y los objetos, como los árboles y los postes de electricidad, es el viento”, explica un archivero que recopila estas atroces estadísticas para el Archivo Atómico.
A medida que la bola de fuego nuclear aumenta de tamaño, su onda expansiva siembra una destrucción catastrófica, avanzando como una apisonadora 18 otros cinco kilómetros. El aire tras la onda expansiva se acelera y provoca vientos de varios centenares de kilómetros por hora, una velocidad extraordinaria difícil de concebir. En 2012, el huracán Sandy, que causó daños valorados en setenta mil millones de dólares y arrebató la vida de 147 personas, presentó unos vientos sostenidos máximos de unos 130 km/h. La máxima velocidad de una ráfaga de viento registrada en la Tierra es de 400 km/h, en una remota estación climatológica de Australia.
La onda expansiva nuclear destruye todas las estructuras que encuentra a su paso, alterando al instante la forma de edificios de oficinas, complejos de viviendas, monumentos, museos y aparcamientos. Todo ello se desintegra y se convierte en polvo. Y el azote del viento que la sigue arrasa lo poco que haya quedado en pie. Derriba grúas. Los edificios se derrumban. Los puentes se hunden. objetos pequeños, como ordenadores y bloques de cemento, y también grandes, como camiones con remolque y autobuses turísticos de dos plantas, vuelan por los aires como pelotas de tenis.
La bola de fuego nuclear que lo ha consumido todo en el radio inicial de 1,8 kilómetros se eleva ahora como un globo aerostático a una velocidad de entre 75 y 105 m/s. Transcurren treinta y cinco segundos. Empieza a formarse la icónica nube en forma de hongo, con sus colosales sombrero y tallo, compuesta de personas incineradas y residuos de la civilización, una nube que vira del rojo inicial a un tono parduzco primero y luego a una tonalidad más anaranjada. A continuación, ocurre el mortal efecto de la succión inversa, a causa del cual todo, personas y objetos, coches, postes de la luz, señales de tráfico, parquímetros y vigas de acero son succionados hacia el centro de este infierno candente y consumidos por las llamas. Transcurren sesenta segundos.
El sombrero y el tallo del hongo, ahora de un blanco grisáceo, se elevan entre ocho y dieciséis kilómetros por encima de la zona cero. El sombrero se ensancha hasta alcanzar quince, treinta, cincuenta kilómetros de diámetro, hinchándose y agrandándose cada vez más. Al final traspasa la troposfera, supera incluso la altitud a la que vuelan los aviones comerciales y la región donde se generan la mayoría de los fenómenos climáticos terrestres. Las partículas radiactivas empiezan a descender y una lluvia radiactiva cae sobre la tierra y sus habitantes. Una bomba nuclear produce “una poción mágica de productos radiactivos que formará un mesociclón de llamas”. Pasan ocho, quizá nueve minutos.
A entre quince y veinte kilómetros de distancia (en la zona de 1 psi), los supervivientes caminan arrastrando los pies, conmocionados, moribundos. Desconocen qué ha pasado; desesperados, intentan huir. Decenas de miles de personas tienen los pulmones reventados. En el cielo, cuervos, gorriones y palomas combustionan y caen como una lluvia de pájaros. No hay electricidad. No hay cobertura telefónica. No hay servicio de emergencias.
El pulso electromagnético de la bomba anula todas las emisiones de radio y televisión, también internet. En un radio de varios kilómetros más allá de la onda expansiva, los vehículos con sistemas de arranque eléctricos no se ponen en marcha. Las centrales depuradoras de agua han dejado de bombear. Saturada de unos niveles letales de radiación, toda la zona se convierte en un área prohibida para los servicios de emergencias. Los pocos supervivientes tardarán días en darse cuenta de que no se ha enviado ayuda a socorrerlos.
Quienes se las han apañado para esquivar la muerte provocada por la explosión inicial, la onda expansiva y la tormenta de fuego constatan de golpe la terrible verdad acerca de la guerra nuclear.
Que están completamente solos. Craig Fugate, exdirector de la FEMA, aclara que la única esperanza para estas personas es aprender a “sobrevivir por sí mismas”. Ahora empieza la “lucha por la comida y el agua…”.
¿Cómo y por qué conocen los expertos en defensa de Estados Unidos todo esto con tal grado de precisión? ¿Cómo ha recabado el gobierno estadounidense tantos datos relativos a las consecuencias de un ataque nuclear al tiempo que se mantiene a la opinión pública a ciegas? La respuesta es tan grotesca como las propias preguntas: durante los años transcurridos desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno se ha estado preparando y ensayando planes para una guerra nuclear general. Una guerra mundial, la tercera, de la que se estima que dejará, como mínimo, dos mil millones de muertos. (…)
La niña entre los escombros
6 de agosto de 1945, Hiroshima, Japón
La bomba atómica que se lanzó sobre Hiroshima en agosto de 1945 mató a más de ochenta mil personas de un solo golpe. La cifra total de víctimas mortales sigue siendo objeto de debate. En los días y semanas inmediatamente posteriores al bombardeo no pudo efectuarse un recuento preciso de los muertos, ya que la destrucción masiva de las instalaciones gubernamentales de Hiroshima, de hospitales, comisarías de policía y parques de bomberos generó una situación de caos y confusión absolutos.
Setsuko Thurlow, una niña de trece años, se hallaba a menos de dos kilómetros de la zona cero 3 cuando aquella arma atómica, cuyo nombre en código era Little Boy, detonó sobre Hiroshima a una altitud de 580 metros, una “explosión en el aire”, por usar la jerga del sector. Fue la primera arma nuclear utilizada en batalla.
La altura de la detonación se basó en una cifra calculada con precisión por el experto estadounidense en defensa John von Neumann, un científico al que se le encomendó la tarea de hallar un modo de matar al mayor número posible de personas en tierra con una única bomba atómica. Hacer estallar una bomba nuclear directamente en el suelo “desperdiciaba” mucha energía y desplazaba volúmenes gigantescos de tierra, según habían determinado y convenido los estrategas militares. La explosión dejó inconsciente a Setsuko Thurlow.
Al recuperar la conciencia, Setsuko no veía ni podía moverse. “Entonces empecé a oír las voces susurrantes de las niñas que me rodeaban”, recordaba años más tarde, y también que las escuchó decir “Dios, ayúdame. Mamá, ayúdame. Estoy aquí”.
Protegida por un edificio derrumbado, Setsuko había sobrevivido milagrosamente a la onda expansiva que sigue al estallido de una bomba. A su alrededor, todo estaba sumido en la oscuridad, recordaba. Su primera sensación fue que se había convertido en humo. Al cabo de un rato, transcurridos segundos o quizá minutos, su cerebro registró la voz de un hombre que le daba indicaciones para que hiciera algo.
—No te rindas –le decía–. Estoy intentando salvarte.
Aquel hombre, un desconocido, agitaba a Setsuko por el hombro izquierdo y la empujaba por detrás.
“Sal de aquí… Gatea tan rápido como puedas”, se dijo a sí misma.
En el momento de la explosión de la bomba atómica, Setsuko Thurlow cursaba octavo grado en una escuela para niñas. Era una de las más de treinta chicas que habían sido reclutadas para recibir formación con el fin de hacer grabaciones de alto secreto en el cuartel general del Ejército nipón en Hiroshima, que es donde se encontraba cuando estalló la bomba.
—¿Se lo imaginan? –preguntaba Setsuko pasado el tiempo.
¿Se imaginan a una niña de trece años desempeñando una labor tan importante? Eso refleja lo desesperado que estaba Japón.
En los primeros instantes tras el estallido, Setsuko entendió que aquel hombre intentaba liberarla de los escombros y supo que era importante hacer lo que le decía si quería seguir con vida.
Empujó y empujó. Empezó a dar patadas y finalmente se las apañó para salir gateando de entre los escombros y atravesar una puerta.
—Cuando conseguí salir, el edificio ya ardía –recordaba–. Y eso significaba que las otras treinta niñas que estaban conmigo en aquel lugar se estaban quemando vivas.
La bomba atómica que cayó sobre Hiroshima fue lanzada por un bombardero de la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Por entonces, esa era la única manera de que una bomba alcanzara su objetivo. El arma medía unos ocho metros de longitud y pesaba 4.400 kilos, más o menos el peso de un elefante de tamaño medio. A la cola del bombardero volaba un segundo avión, en el que viajaban tres físicos de Los Álamos con abundante instrumental científico para recopilar datos.
Durante años, la potencia real de aquella bomba (la fuerza requerida para producir una explosión equivalente) fue objeto de debate entre militares y científicos expertos en defensa. Finalmente, en 1985, el gobierno de Estados Unidos acordó que la cifra era equivalente a quince kilotones de TNT. Un “Informe estratégico sobre bombas” realizado tras la guerra calculó que habría que lanzar simultáneamente 2.100 toneladas de bombas convencionales sobre Hiroshima para conseguir un efecto similar.
Setsuko Thurlow logró salir de aquel edificio. Era temprano por la mañana, pero parecía de noche. Un denso humo oscuro invadía el ambiente. Entonces vio una forma de color negro que avanzaba hacia ella seguida por otras que, en un principio, confundió con fantasmas.
—Les faltaban partes del cuerpo –apreció–. La piel y la carne les colgaban de los huesos. Algunos llevaban en la mano sus propios ojos.
En la misma calle, a un largo trecho de distancia, el doctor Michihiko Hachiya, director del Hospital de Comunicaciones de Hiroshima, se encontraba tumbado en el suelo del salón de su casa, recuperándose de un turno de noche en el trabajo, cuando lo sobresaltó un potente resplandor, que indicaba que había detonado una bomba atómica. Le siguió un segundo destello. Quedó inconsciente, o eso creyó. A través de las volutas de polvo, el doctor Hachiya empezó a discernir lo que ocurría. Partes de su cuerpo, los muslos y el cuello, estaban aplastados y ensangrentados. Se hallaba desnudo. La ropa le había volado por los aires.
—Tenía incrustado un fragmento de vidrio de un tamaño considerable en el cuello y me lo arranqué de cuajo –recordaba tiempo después, y también que acto seguido se preguntó dónde estaría su mujer.
Volvió a mirarse el cuerpo.
—Me empezó a manar sangre a borbotones. ¿Se habría cortado la vena carótida? ¿Me moriría desangrado?
Al cabo de un rato, el doctor Hachiya encontró a su esposa, Yaeko-san. La pequeña casa se derrumbaba a su alrededor y salieron “corriendo, tropezando, peleando por mantenernos en pie”, recordaba él.
—Al levantarme, descubrí que había tropezado con la cabeza de un hombre.
El ejército estadounidense y las fuerzas de ocupación que desplegó en Japón ocultaron durante años la experiencia de supervivientes como Setsuko Thurlow, el doctor Hachiya y otros muchos, incontables. Las consecuencias que las armas atómicas usadas en combate tuvieron sobre la población y los edificios se archivaron como información clasificada porque las autoridades de defensa de Estados Unidos pretendían reservarla… para otra guerra nuclear. El Pentágono quería asegurarse de tener más conocimientos sobre los efectos de una explosión nuclear que ningún otro enemigo futuro.
Con sendos destellos de energía y luz, dos bombas atómicas, una lanzada sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945 y otra sobre Nagasaki tres días después, pusieron fin a una guerra mundial en la que ya habían muerto entre cincuenta y setenta y cinco millones de personas. A partir de entonces, un reducido grupo de científicos nucleares y cargos de defensa de Estados Unidos empezó a urdir nuevos planes, de mayor envergadura, para emplear multitud de armas atómicas en la siguiente gran guerra. Una guerra en la que se preveía que perdieran la vida, como mínimo, seiscientos millones de personas, una quinta parte de la población mundial.
Lo cual nos devuelve a aquellos hombres que, sentados en un búnker subterráneo en diciembre de 1960, escuchaban los planes para una guerra nuclear general.
☛ Título: Guerra nuclear
☛ Autor: Annie Jacobsen
☛ Editorial: Debate
Datos del autor
Annie Jacobsen (1967) es una escritora y periodista de investigación estadounidense.
Escribe y produce programas de televisión y fue editora colaboradora de Los Angeles Times Magazine.
Escribe sobre guerra, armas, seguridad y secretos y es autora de varios libros de no ficción como The Pentagon’s Brain (finalista del Premio Pulitzer 2016) y Área 51.