DOMINGO
libro

¿Ser feliz era esto?

La crisis de las relaciones reales.

21_07_2024_gran_hermano_cedoc_g
En la actualidad, la felicidad se impone como una meta alcanzable. En esta búsqueda se trata de negar las emociones y pensamientos negativos. Así, Sergio Sinay, en La soledad de los felices, editorial Galerna, se pregunta: ¿en realidad existe ese mundo? | cedoc

A quién se le ocurre afirmar que la felicidad no existe?

Esto es lo primero que pensaría alguien que aterrizara hoy en este planeta (tercero entre los que giran alrededor del Sol en una más de los millones de galaxias que existen). La sorpresa del hipotético visitante resultaría entendible en el caso de que su primera impresión sobre la Tierra la hubiera obtenido a través de las redes sociales. En estas no existen humanos tristes ni afligidos. Todos ríen o sonríen, todos exhiben sus mejores perfiles, los más atractivos y divertidos. Sus vidas transcurren entre viajes, bailes, recitales, comidas y celebraciones. Llenan las redes con fotos y videos que dan testimonio de  semejante felicidad, y suelen salpicar esos documentos con frases, pensamientos y lucubraciones de presunta sabiduría atribuidas (sin investigar ni la fuente ni la veracidad) a escritores, pensadores, artistas y demás personajes que la mayoría de las veces no son los autores, y que, en más de un caso, saltarían en sus tumbas, sus camas o sus sillas al ver el modo banal e inescrupuloso en que se les atribuyen palabras que jamás escribieron ni pronunciaron.

Hasta el estallido y el derrame de las redes sociales, fenómeno que se inició a principios de este siglo y tiene desde entonces una progresión geométrica e imparable, las personas vivían sus alegrías, sus momentos felices, sus tristezas, sus dudas, sus esperanzas y sus desazones en la intimidad, o lo hacían en encuentros y conversaciones con un grupo pequeño de amigos queridos y confiables, quizás en sesiones terapéuticas, también volcándolas en diarios personales o procesándolas en silencios recatados. Eso pertenece a un pasado cercano e irrecuperable. En poco tiempo las redes (e internet en general) acabaron con la privacidad y, como consecuencia, con la intimidad. No forzaron a nadie para hacerlo, no fue una invasión brutal, no hubo resistencia. La entrega de esas condiciones sagradas para la propia salud mental y espiritual fue voluntaria y hasta gozosa. El planeta entero se convirtió en un espectáculo del cual el televisivo Gran Hermano (un cínico y perverso robo de la denominación creada por George Orwell en 1984) es una síntesis. Todos espían a todos, todos se dejan espiar, las redes y las pantallas son confesionarios en los que desaparece todo rasgo de pudor, de vergüenza, de discreción. No hay reparo en exhibirse como un producto a cambio de recibir impresiones, likes o comentarios que confirmen la propia existencia, como si se hubiera declarado una pandemia de dudas sobre si uno mismo está vivo o no. Una necesidad compulsiva de confirmar por cualquier medio, y a cualquier precio, la propia existencia con un perfil de uno mismo sesgado, incompleto, en el que, para ser vista y aceptada, es requisito ineludible que la persona se exhiba alegre, divertida. Feliz.

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Esta es la primera impresión que tendría el recién llegado a este mundo y a este tiempo. Se encontraría ante la fachada de un mundo feliz, en el que a todos les va bien, todos conviven, estudian y trabajan en armonía, todos son afortunados y sabios en materia de amor, todos aprenden de sus experiencias y no dejan de crecer y de conocerse a sí mismos con la lucidez de un gurú oriental, y con la autoenmienda de un santo generoso. Pero esas imágenes no corresponden a una verdadera mirada externa, a la visión de otro. Es el ojo que se observa a sí mismo. Hace tiempo que las fotografías no cuentan cómo fuimos captados por el ojo ajeno, el del prójimo, el del congénere, en un instante determinado de nuestra vida. Ya no es necesario el otro. Vivimos en el mundo selfie. Nos autofotografiamos, nos mostramos como queremos que se nos vea, le sonreímos a nuestra mano que, desde el extremo del brazo extendido, sostiene el celular. Y el celular, como el espejo a la madrastra de Blancanieves, nos jura que somos bellos, felices, adorables, queribles, envidiables. Ese teléfono es el lago a cuya superficie nos inclinamos, como Narciso, para fascinarnos con la imagen, llamada perfil, que hemos construido de nosotros mismos. 

Recordemos, a propósito, el mito de Narciso, tan apropiado para estos tiempos. Tal como lo relata Robert Graves (1895-1985), el historiador, narrador y poeta británico, Narciso era hijo una ninfa azul, Liríope, quien había intimado con Cefiso, el dios-río. Tiresias, el sabio y adivino ciego presente en tantos otros relatos mitológicos, le advirtió a la ninfa: “Narciso vivirá muchos años a menos que vea una imagen de sí mismo”. Al cumplir dieciséis años Narciso era un bellísimo efebo del que se enamoraban tanto varones como mujeres, quienes, arrobados, se arrojaban a sus pies. Embelesado por lo que imaginaba de su propia belleza (ya que no contaba con imágenes de sí), Narciso los consideraba indignos de esta y los rechazaba impiadosamente. Una de las amantes despechadas era la doncella Eco, que había sido castigada con la pérdida de la voz debido a que entretenía con cuentos y chismes a la diosa Hera, esposa de Zeus, el rey del Olimpo, mientras él se dedicaba a sus correrías con múltiples amantes. Eco solo podía usar la voz para repetir lo que otros decían, pero no para emitir palabras propias. Un día en que Narciso salió a cazar ciervos, cosa que hacía habitualmente, Eco lo siguió a escondidas con la esperanza de que él hablara y ella pudiera repetir sus palabras para iniciar así un contacto. En un momento Narciso quedó aislado de sus compañeros de cacería y gritó: “¿Hay alguien aquí?”. Eco repitió: “Aquí”. Pero el muchacho no veía a nadie en los alrededores, de manera que invitó: “¡Ven!”. Eco repitió: “¡Ven!”. El falso diálogo continuó así: “¿Por qué huyes de mí?”, preguntó Narciso. La doncella repitió la frase. “¡Reunámonos aquí!”, propuso entonces el joven. Eco repitió la invitación y, saliendo de su escondite, corrió a abrazarlo. Él la apartó y se alejó a la carrera mientras gritaba: “¡Antes moriré que acostarme contigo!”. Eco clamó: “¡Acuéstate conmigo!”. Pero él ya no estaba allí. Ella no pudo encontrarlo y vagó el resto de sus días triste y humillada hasta desaparecer. Solo quedó su voz. Pasó el tiempo, Narciso continuó rechazando y despechando pretendientes hasta que Aminias, uno de ellos, se mató clavándose una espada, no sin invocar antes a los dioses para que vengaran su muerte. Artemisa, divinidad de la caza, de los animales, de la virginidad y de las doncellas, y una de las más veneradas entre las doce diosas olímpicas, escuchó esa plegaria y actuó en consecuencia. En una próxima cacería de Narciso, en un lugar de Tespia, cuando el muchacho, agotado por el evento, se acercó a un lago para saciar su sed, se encontró con su propia cara reflejada en la superficie y se enamoró en el acto de lo que veía. Se inclinó deslumbrado hacia la imagen hasta caer al agua y ahogarse. En ese lugar, en el que también se suicidó Eco clavándose un puñal en el pecho, brotó por primera vez la flor blanca con corola roja que se conoce como Narciso.

El desafío de un encuentro real

El narcisismo, extendida y pandémica patología de este tiempo, revive el mito, que como todos los grandes mitos habla de los temas permanentes de la humanidad. Estos relatos, que el padre de la psicología profunda, Carl Jung, llamaba arquetípicos, se adecuan en cada época a la cultura y al lugar de la sociedad en la que se manifiestan. Al respecto es significativo observar algo que muestra la experiencia de Narciso. Experiencia que cualquier mortal puede repetir acercándose a un espejo hasta pegar la nariz a su propia imagen. A medida que aumenta la proximidad todo lo que nos rodea va desapareciendo y la imagen de uno mismo ocupa todo el radio de la mirada. En el momento en que tocamos el espejo con la nariz ya no hay espacio para nada más que nuestra cara. En la sociedad contemporánea esta es una experiencia cotidiana que millones de personas repiten y reproducen en su vida y en sus vínculos, sin necesidad de espejo. Todo desaparece alrededor de las pantallas de celulares y computadoras en las que solo existe la imagen que cada uno crea de sí para venderse, promocionarse, gustar, atraer y, en el colmo de la ilusión, ser querido. Esa imagen, como en un caleidoscopio, se compone de las fotos y videos selfies que se vuelcan allí y de los lugares, actividades, comidas, bebidas, mascotas y otros ingredientes de la escenografía montada para exhibir un mundo feliz. No hay lugar para el otro, para el prójimo real, cercano, tangible, del que podamos percibir la textura de su piel, su calor, su aroma, el sonido verdadero de su voz, su necesidad, su ofrecimiento, su verdadera alegría o su tristeza auténtica.

El otro verdadero, el de carne y hueso, cuando es percibido y aceptado ocupa tiempo y espacio en nuestra vida. Su presencia nos requiere, nos pide que posterguemos otros intereses. En el encuentro real con un prójimo real no se pueden abrir pantallas simultáneas, no es posible un multitasking del encuentro. Hay que poner en juego destrezas de sociabilidad, capacidad de escucha receptiva, anfitriona, empatía vivencial y no declamatoria, paciencia, voluntad de aceptación, y también de asombro. Por mucho que lo conozcamos el otro, el verdadero, no el de la pantalla, ni el del chat, siempre puede asombrarnos, y lo hace. 

En cambio, luego de cada frío roce virtual todo sigue como antes, la pantalla inerme y brillante nos protege emocionalmente. Nos da siempre la posibilidad de “clavar el visto”, de bloquear, de enviar a la papelera aquello del otro que no aceptamos. De un encuentro real, por breve que haya sido y aunque se hubiese centrado en temas relativamente simples, siempre se regresa modificado, con una sensación, una emoción o un sentimiento que no estaban presentes, o no de esa manera, hasta un minuto antes. En todo encuentro entre seres tangibles hay una modificación, una intervención mutua y simultánea que no necesariamente debe ser registrada por la consciencia, pero que el inconsciente recoge y procesa. Esos encuentros alimentan y activan recursos y aspectos en nuestro cuerpo, en nuestra psique y en nuestro mundo emocional. Nos alimentan. Las relaciones virtuales (chats, posteos, mails, interacciones en redes) son comida chatarra para el alma, para la psique, para el universo emocional. 

Cuando los otros se convierten en simples siluetas que desfilan alrededor de uno en una suerte de baile silencioso, “nosotros” ya nada significa. La cultura narcisista florece alrededor de palabras como “yo”, “mi”, “mío” o “me”. Cada uno vive absorbido por su propia imagen y dedicado a ella, a reproducirla y multiplicarla. No es necesario ahora reflejarse en las aguas de una laguna. Para eso están las selfies, los diferentes tipos de pantallas, los muros de Facebook, las historias de Instagram, las vidrieras que son las diferentes redes sociales. Estos son los vidrios reflectantes, los espejos y las cámaras que nos rodean y nos siguen. Agreguemos las diferentes prácticas que incitan a “amarse a uno mismo”, a pensar en sí antes que en nadie. A estimular un autoenamoramiento en el cual el otro, el prójimo, desaparece y a lo sumo es tenido en cuenta como medio o recurso para algún fin personal.

El psicoanalista y ensayista italiano Massimo Recalcati, poseedor de una mirada aguda y original y de una escritura exquisita, considera que esta masiva epidemia de narcisismo es ya un trastorno de personalidad, que podría resumirse en una frase como la siguiente: “Verme bien, conocerme a mí mismo, dedicarme a mis cosas, no dejar que me afecte lo que les pasa a los demás, ese no es mi problema, no complicarme la vida, si una pareja, un amigo o una persona no me sirve, la dejo”. Para Recalcati, con quien coincido, nuestra época ha creado dos grandes mentiras. La primera es la de la libertad egoísta y narcisista, que hace que nos creamos independientes, autónomos y carentes de deudas simbólicas con el otro. “Esta es la mentira narcisista, afirma, que promueve el culto individualista de la propia imagen (…) y el ideal de construirse un nombre uno mismo sin pasar por el Otro”. La segunda mentira exalta lo Nuevo como principio que orienta el deseo. Promueve no atarse a nada, intensificar el anhelo de aquello que aún no poseemos, creer que la felicidad estallará en cuanto lo alcancemos. Esto vale para un nuevo objeto, un nuevo, artefacto, una nueva pareja, una nueva sensación. El barril sin fondo que es el vacío existencial, el vivir sin preguntarse cuál es el sentido y cuál será la huella de la propia existencia, el temor a carecer de respuesta para este interrogante y el miedo a morir sin haberla encontrado deriva, como dice Recalcati, en una versión meramente nihilista del deseo, ocupado en perseguir sin descanso algo que, en realidad, está destinado a faltarnos siempre. Esta es la dinámica del capitalismo, acota. No satisfacer necesidades, sino crear deseos.

Aunque abunden los recitales, los grandes eventos deportivos, las previas, la sobredosis de reuniones sociales, aunque el turismo se haya convertido en una actividad depredadora protagonizada por manadas de humanos que se apiñan durante unos minutos para sacarse selfies en lugares ricos en valores geográficos, culturales o históricos, valores de los cuales ni se enteran o no les interesan (se trata simplemente de mostrar que “estuvieron”), aunque todo eso ocurra, en fin, las protagonistas de tales eventos son muchedumbres solitarias, para usar un término que el sociólogo y psicólogo estadounidense David Riesman (1909-2002) instaló hacia 1950 con  su libro así titulado. Allí, centrado en la sociedad de su país, Riesman investigaba el pasaje del capitalismo de producción al capitalismo de consumo y el nacimiento, en ese proceso, de la clase media, compuesta por individuos que delegaban su autonomía en las directivas, sutiles e inconscientes, de quienes les ofrecían consumo a cambio de seguridad.

El apretujamiento masivo que se produce en todas las circunstancias mencionadas no significa contacto, relación ni mutuo conocimiento. Cada una de esas personas está aislada en su burbuja solipsista, de la que simula salir en estos sucesos. La globalización, que achicó el mundo mediante la tecnología, y que lo convirtió en una aldea global en la que se pretende unificar culturas (eliminando sus ricas y necesarias diferencias) bajo un modelo único, el del consumismo, no profundizó ni hizo más trascendentes los vínculos interpersonales, sino todo lo contrario. Gracias a las tecnologías de conexión e información y a toda su secuela de virtualidad las personas se aislaron en cápsulas a prueba de otros y, retirados en sus espacios habitacionales o laborales, se lanzaron a vivir la vida a través de lo que se ve y se transmite en las pantallas. Se puede viajar sin viajar, participar de eventos masivos sin salir de casa, trabajar a distancia sin ver a jefes, subordinados, clientes, proveedores o colegas, conocer gente solo a través de sus caras y perfiles (generalmente incomprobables) sin saber jamás cómo son sus cuerpos; es posible atiborrarse de información hasta no poder discernir lo importante de lo superfluo, lo significativo de lo banal y también se puede tener sexo sin la participación de los cuerpos, es decir, sin la textura, perfume y temperatura de la piel, sin la información sensual que esta transmite, con las manos, los ojos, los genitales hambreados por la real ausencia del otro. 

Tras la fachada de cartón piedra

Esto es lo que verá el visitante que observe desde afuera los comportamientos de la sociedad humana, como un entomólogo. Verá una fachada de felicidad, hecha de cartón piedra, como las escenografías teatrales, operísticas y cinematográficas. Escuchará una y mil veces la muletilla “Todo bien”, usada como una cortina que impida ver el interior de las personas, sus verdaderas emociones, sentimientos y sensaciones.

Ese interior está vacío. Es el vacío existencial, al que Víktor Frankl definió como la neurosis masiva de nuestro tiempo. Frankl advirtió que se manifiesta a través del aburrimiento y la indiferencia. Estos son precisamente los síntomas que se pretende ocultar compulsiva y obsesivamente con demostraciones maníacas de alegría, con consumo adictivo de diversión en sus diferentes formatos. El aburrimiento proviene de la falta de intereses, apuntaba el padre de la logoterapia, y la indiferencia es falta de iniciativa vital. Lo que hoy falta, insistía Frankl, es un verdadero interés por el mundo, y, mucho más aún, una iniciativa comprometida por cambiar algo en ese mundo. Muertas y desaparecidas muchas tradiciones que impulsaban ese interés y esa iniciativa (acaso la década de los años 60 haya sido la última en que, desde el final de la Segunda Guerra, ambas se manifestaban), el ser humano, en palabras de Frankl, “carece de un instinto que le diga lo que ha de hacer y no tiene tradiciones que le digan lo que debe hacer; en ocasiones no sabe siquiera lo que le gustaría hacer”. Privadas de voluntad de sentido las personas se recluyen en las cápsulas de seguridad y conformismo que les provee la industria tecnológica y obedecen desde sus islas a las leyes del consumismo, manipuladas por especialistas en marketing, publicidad, branding y otras especialidades que brotan como hongos para mantener girando la rueda del capitalismo tardío.

La ideología del bienestar desplaza y aleja a las pasiones colectivas y promete la erradicación del dolor. El dolor de no poder, el dolor de saberse mortal, el dolor de la incertidumbre (que es parte esencial de la vida). El imperativo de la (pseudo) felicidad indolora nos necesita aislados o, a lo sumo, juntados en tribus de iguales. Es lo que garantizan las redes. Personas recluidas en espacios físicos y mentales desde los cuales se conectan con quienes piensan, gustan y dicen lo mismo. Lo diferente inquieta y atemoriza. Obliga a pensar, a discernir, a elegir y, como consecuencia, a responsabilizarse. La cuestión es que cuando no hay diversidad ni se impone la necesidad de elegir, cuando no se confronta con el mundo real y con la vida real, con la vera vita, tampoco hay libertad, sino sólo simulacros de ella. Las personas solas y aisladas, o reunidas entre iguales en espacios controlables, en los que sus conductas puedan ser registradas y orientadas (aunque se crean espontáneas y libres), son, como dice el economista canadiense Nick Srnicek, verdaderas minas de oro en el actual capitalismo de plataformas digitales. Proveen datos, informan de sus conductas, consumen y se las puede explotar sin correr ninguno de los riesgos que debían enfrentar los buscadores de oro en la California del siglo XIX. Todo lo entregan por propia voluntad. 

A propósito de espacios controlables en los cuales “la neurosis masiva de nuestro tiempo” pueda dar sus réditos, los hay de tipo virtual (las redes y todas las variables de internet, puesto que hagamos el uso que hiciéramos de ella estamos siempre detectados y trazados) y de tipo físico y presencial (recitales, eventos deportivos, ferias de todo lo que se nos ocurra). Por amontonamiento o por reclusión se multiplican las formas de paliar el dolor que produce el vacío. Sin embargo, y aunque haya resistencia a aceptarlo, el dolor del alma es, como el del cuerpo, un mensaje, el aviso de una necesidad desatendida. Los analgésicos que sofocan el dolor físico y nos permiten seguir adelante hasta su próxima aparición (lapso en el cual la causa que lo provoca habrá empeorado) tienen su correlato en los paliativos psíquicos que prometen eliminar la angustia existencial. Pero se hace difícil reconocer la felicidad si se extirpa el dolor. El sufrimiento es parte de la vida y todo lo que existe tiene su opuesto complementario. Sólo podemos reconocer y nombrar aquello de lo cual conocemos su polaridad, decía Carl Jung. Donde se amordaza al dolor, la felicidad será apenas un simulacro. Como dice el filósofo coreano Byung-Chul Han la vida acaba por ser, por confortable que se la crea, un mero ejercicio de supervivencia. Hay que vivir más tiempo, aunque no se sepa para qué. Alargar la vida sin ensancharla, navegar por su superficie sin bajar a la profundidad. Al final, según Han, si solo se vive para sobrevivir, aumenta el miedo a morir.

El visitante hipotético creerá ver personas felices, pero estará observando personas solas. Solas, aun en redes físicas o virtuales. Hablemos, entonces, de la soledad.

 

☛ Título: La soledad de los felices

☛ Autor: Sergio Sinay

☛ Editorial: Galerna
 

Datos del autor 

Sergio Sinay, escritor y periodista, es columnista de los diarios PERFIL y La Nación, y de Sophia online. Ganó en 1993 el Premio de Ensayo de La Nación.

Estudió Sociología y se ha formado en Psicología Gestáltica y Existencial. Dirigió importantes medios nacionales e internacionales, entre ellos la revista dominical del diario Clarín, y la revista Expansión, en México.

Fue jefe de redacción de las ediciones en castellano de Selecciones del Reader´s Digest. Dicta conferencias y seminarios en Argentina, Chile, Uruguay, México y España. Su obra está traducida al inglés, italiano, francés y portugués.