DOMINGO
libro

Salud mental en riesgo

Usos y abusos de la tecnología.

19_01_2025_tecnologia_cultura_cedoc_g
En Generación Ansiosa Jonathan Haidt se ocupa de la generación que llegó a la pubertad alrededor de 2009 y desarrolló su autopercepción en el marco de cambios tecnológicos y culturales profundos, como el uso de los smartphones y de unas redes sociales. | cedoc

Cuando hablo con padres de adolescentes, la conversación suele girar hacia los smartphones, las redes sociales y los videojuegos. Las historias que me cuentan los padres tienden a seguir unos patrones comunes.

Uno de ellos es el del «conflicto constante»: los padres intentan establecer reglas y poner límites, pero hay tantos dispositivos, tantas discusiones sobre por qué es necesario suavizar una regla y tantas formas de eludirlas, que la vida familiar ha llegado a estar dominada por los desacuerdos sobre la tecnología. Mantener los rituales familiares y las relaciones humanas básicas puede ser como resistirse a una marea que no para de crecer y que engulle tanto a padres como a hijos.

En el caso de la mayoría de los padres con los que hablo, sus historias no se centran en ninguna enfermedad mental diagnosticada. Lo que subyace es una preocupación de que está ocurriendo algo antinatural, y que a sus hijos les está faltando algo —casi todo, en realidad— a medida que se acumulan sus horas online.

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Pero, a veces, las historias que me cuentan los padres son más aciagas. Sienten que han perdido a sus hijos. Una madre con la que hablé en Boston me contó los esfuerzos que estaban haciendo ella y su marido para mantener a su hija de 14 años, Emily,26 alejada de Instagram. Veían los efectos nocivos que estaba teniendo sobre ella. Para restringir su acceso, probaron varios programas para vigilar y limitar las aplicaciones de su teléfono. Sin embargo, la vida familiar degeneró en una lucha constante en la que Emily siempre acababa encontrando forma de sortear las restricciones. Se produjo un angustioso incidente cuando se metió en el teléfono de su madre, desactivó el software de vigilancia y amenazó con suicidarse si sus padres lo reinstalaban. Me dijo su madre:

Da la sensación de que la única manera de eliminar las redes sociales y el smartphone de su vida es mudarse a una isla desierta. Iba a un campamento de verano durante seis semanas, todos los años, donde no se permitía el uso de móviles, de ningún aparato electrónico. Siempre que la recogíamos del campamento volvía a ser la misma de siempre. Pero en cuanto empezaba a utilizar su teléfono otra vez, volvía a la misma agitación y tristeza. El año pasado, le quité el teléfono durante dos meses y le di un modelo básico, y volvió a ser la de siempre.

Cuando oigo este tipo de historias sobre chicos, suele haber por medio videojuegos (y a veces pornografía), más que redes sociales, sobre todo cuando un chico pasa de jugar de vez en cuando a jugar de forma empedernida. Conocí a un carpintero que me habló de su hijo de 14 años, James, que padece autismo leve. James había progresado bien en la escuela antes de que llegara la COVID-19, y también en el arte marcial del judo. Pero, una vez que cerraron las escuelas, cuando James tenía 11 años, sus padres le compraron una PlayStation, porque tenían que buscar algo con que se pudiera entretener en casa.

Al principio, mejoró la vida de James: disfrutaba mucho de los juegos y las relaciones sociales. Sin embargo, cuando empezó a jugar a Fortnite durante largos períodos de tiempo, su conducta comenzó a cambiar. «Fue entonces cuando afloró toda la depresión, la rabia y la pereza. Fue entonces cuando empezó a gritarnos», me dijo el padre. Ante el repentino cambio de comportamiento de James, él y su mujer le quitaron todos sus dispositivos electrónicos. Cuando lo hicieron, James mostró síntomas de abstinencia, como la irritabilidad y la agresividad, y se negó a salir de su habitación. Aunque la intensidad de sus síntomas disminuyó al cabo de unos días, sus padres seguían sintiéndose atrapados: «Intentamos limitar su uso, pero no tiene más amigos que con los que se comunica online, así que, ¿hasta dónde podemos aislarlo?». Al margen del patrón o la gravedad de sus historias, lo que tienen en común los padres es que se sienten atrapados o impotentes. La mayoría no quieren que sus hijos tengan una infancia basada en el teléfono, pero en cierto modo el mundo se ha reconfigurado a sí mismo para que cualquier padre que se resista esté condenando a sus hijos al aislamiento social.

En el resto de este capítulo, voy a mostrarte pruebas de que algo importante está pasando, de que algo cambió la vida de los jóvenes a principios de la década de 2010 e hizo que su salud mental se fuese a pique. Pero, antes de sumergirnos en los datos, quiero hacerte partícipe de las voces de los padres que sienten que sus hijos fueron de algún modo arrastrados por las olas, y que ahora están luchando por recuperarlos.

Comienza la oleada

Había pocas señales de que se fuese a producir una crisis de salud mental en los adolescentes en la década de 2000. Después, de pronto, a principios de la década de 2010, las cosas cambiaron. Cada caso de enfermedad mental tiene muchas causas: siempre hay unos antecedentes complejos que tienen que ver con los genes, las experiencias en la niñez y los factores sociológicos. Voy a centrarme en por qué las tasas de enfermedades mentales de la generación Z (y algunos millennials) aumentaron en tantos países entre 2010 y 2015, mientras que las generaciones mayores se vieron mucho menos afectadas. ¿Por qué se produjo un aumento internacional sincronizado en las tasas de ansiedad y depresión en adolescentes?

Greg y yo terminamos de escribir La transformación de la mente moderna a principios de 2018. (…) En una encuesta realizada todos los años por el Gobierno de Estados Unidos, se les hace a los adolescentes una serie de preguntas sobre su consumo de drogas, junto con otras sobre su salud mental. Por ejemplo, se les pregunta si durante un largo período se han sentido «tristes, vacíos o deprimidos», o si han «perdido interés por la mayoría de las cosas que normalmente disfrutan y se aburren con ellas». A quienes responden afirmativamente a más de cinco de las nueve preguntas sobre los síntomas de una depresión grave se les atribuye una alta probabilidad de haber sufrido «un episodio depresivo grave» en el último año.

Podemos observar un repunte muy brusco y acusado de los episodios depresivos fuertes a partir de 2012, más o menos. (…) El aumento para las chicas fue mucho mayor que el de los chicos en términos absolutos (la cifra de casos adicionales desde 2010), y salta a la vista más claramente la forma de palo de hockey. Sin embargo, los chicos partieron de un nivel más bajo que el de las chicas, por lo que, en términos relativos (el cambio porcentual desde 2010, que siempre utilizaré como referencia), los aumentos fueron similares para ambos sexos: alrededor del 150 por ciento. En otras palabras, la depresión se volvió unas 2,5 veces más frecuente. Los aumentos afectaron a todas las razas y clases sociales. Los datos de 2020 se recopilaron antes y en parte después de la COVID-19, y, para entonces, una de cada cuatro adolescentes (13-19) había sufrido un episodio depresivo grave en el año anterior. También podemos observar que la situación fue a peor en 2021(…). Pero la gran mayoría del aumento se produjo antes de la pandemia de COVID-19.

El carácter de la oleada

¿Qué diantres les ocurrió a los adolescentes a principios de la década de 2010? Tenemos que averiguar quién sufre qué y desde cuándo. Es sumamente importante responder con precisión a estas preguntas, para poder identificar las causas de la oleada y posibles maneras de revertirla. Eso es lo que se propuso hacer mi equipo, y en este capítulo expondré con detalle cómo llegamos a nuestras conclusiones.

Hemos encontrado pistas importantes sobre este misterio indagando en más datos sobre la salud mental de los adolescentes. La primera pista es que el aumento se concentra en los trastornos relacionados con la ansiedad y la depresión, que se clasifican juntos en la categoría psiquiátrica conocida como trastornos interiorizados. Se trata de trastornos que hacen que la persona sienta una fuerte angustia y experimente los síntomas por dentro. La persona que padece un trastorno interiorizado siente emociones como la ansiedad, el miedo, la tristeza y la desesperanza. Rumian. A menudo dejan de hacer vida social.

Por el contrario, los trastornos exteriorizados son aquellos en los que una persona siente angustia y vuelca los síntomas y reacciones hacia el exterior, dirigidos a otras personas. Entre estas afecciones están los trastornos de conducta, las dificultades para controlar la ira y las tendencias a la violencia y a asumir riesgos excesivos. En todas las edades, culturas y países, las niñas y las mujeres sufren tasas más altas de trastornos interiorizados, mientras que los niños y los hombres sufren tasas más altas de trastornos exteriorizados. Dicho esto, ambos sexos han experimentado más trastornos interiorizados y menos exteriorizados desde principios de la década de 2010. (…)

Casi todo el aumento de las enfermedades mentales en los campus en la década de 2010 se debió a unos mayores niveles de ansiedad y/o depresión.

Una segunda pista es que la oleada se concentra en la generación Z y alcanza indirectamente a los millennials más jóvenes. Lo podemos ver que muestra el porcentaje de encuestados en los cuatro grupos de edad que afirmaron haberse sentido nerviosos en el último mes «la mayor parte del tiempo» o «todo el tiempo». No se manifiesta ninguna tendencia en los cuatro grupos de edad antes de 2012, pero después el grupo más joven (en el que empieza a entrar la generación Z en 2014) aumenta bruscamente. El siguiente grupo por edad (en su mayoría millennials) también aumenta, pero no tanto, y los dos de más edad se mantienen relativamente estables: la generación X (los nacidos entre 1965 y 1980) experimenta un leve aumento y los baby boomers (los nacidos entre 1946 y 1964), un ligero descenso.

¿Qué es la ansiedad?

La ansiedad está relacionada con el miedo, pero no es lo mismo. El manual diagnóstico de psiquiatría (DSM­5­TR) define el miedo como la «reacción emocional a una amenaza inminente percibida o real, mientras que la ansiedad surge cuando se espera una futura amenaza».

Ambos pueden ser reacciones sanas a la realidad, pero cuando son excesivas, se convierten en trastornos.

La ansiedad y sus trastornos asociados parecen ser las enfermedades mentales que definen a los jóvenes de hoy. Entre los diversos diagnósticos relacionados con la salud mental, (…) las tasas de ansiedad fueron las que más aumentaron, seguidas de cerca por las de depresión. Un estudio de 2022 realizado con más de 37.000 estudiantes de secundaria en Wisconsin determinó un aumento de la prevalencia de la ansiedad, que pasó del 34 por ciento en 2012, al 44 por ciento en 2018, que afectó sobre todo a las niñas y adolescentes LGBTQ.

Un estudio de 2023 con estudiantes universitarios estadounidenses reveló que el 37 por ciento afirmaba sentirse ansioso «siempre» o «la mayor parte del tiempo», mientras que otro 31 por ciento se sentía así «casi la mitad del tiempo». Esto significa que sólo un tercio de los estudiantes universitarios afirmó sentirse ansioso menos de la mitad del tiempo o nunca.

El miedo es posiblemente la emoción más importante para la supervivencia en todo el reino animal. En un mundo plagado de depredadores, los que reaccionaron con más rapidez fueron los más propensos a transmitir sus genes. De hecho, las reacciones rápidas a las amenazas son tan importantes, que el cerebro de los mamíferos puede provocarlas antes de que la información llegue de los ojos a los centros visuales del cerebelo para su procesamiento completo. Por eso podemos sentir una avalancha de miedo, o saltar para esquivar un coche que se acerca, antes incluso de que seamos conscientes de lo que estamos viendo. El miedo es una alarma conectada a un sistema de reacción rápida. Una vez que la amenaza ha pasado, la alarma deja de sonar, las hormonas del estrés dejan de fluir y la sensación de miedo disminuye.

Mientras que el miedo activa todo el sistema de respuesta en el momento del peligro, la ansiedad activa algunas partes del mismo sistema cuando se percibe sólo una posible amenaza. Es sano que estemos ansiosos y en alerta cuando nos encontramos en una situación en la que de verdad podría haber peligros al acecho. Pero cuando nuestra alarma salta a la mínima de cambio, por sucesos ordinarios incluidos muchos que no suponen una amenaza real—, nos mantiene en un perpetuo estado de ansiedad. Es entonces cuando la ansiedad normal, sana y temporal se convierte en un trastorno de ansiedad.

También es importante señalar que nuestra alarma no evolucionó sólo como reacción a las amenazas físicas. Nuestra ventaja evolutiva reside en el tamaño mayor de nuestro cerebro y en nuestra capacidad para formar grupos sociales fuertes, por lo que somos particularmente sensibles a las amenazas sociales como ser rechazados o avergonzados. Las personas —y en particular los adolescentes— suelen estar más preocupados por la amenaza de la «muerte social» que por la muerte física.

La ansiedad afecta al cerebro y al cuerpo de múltiples formas. En muchos casos, la ansiedad se manifiesta en el cuerpo por medio de sensación de tensión u opresión y una molestia en el abdomen y el tórax.

En el plano emocional, la ansiedad se experimenta como temor, preocupación y, al cabo de un tiempo, agotamiento. Desde el punto de vista cognitivo, a menudo resulta difícil pensar con claridad, lo que lleva a las personas a la rumiación improductiva y a provocar distorsiones cognitivas en las que se concentra la terapia cognitivo-conductual (TCC), como el catastrofismo, la sobregeneralización y el pensamiento dicotómico.

Para quienes padecen trastornos de ansiedad, estos patrones de pensamiento distorsionado suelen provocar síntomas físicos incómodos, que a su vez inducen sensaciones de miedo y preocupación, lo que a su vez desencadena más pensamiento ansioso, perpetuando así un círculo vicioso.

El segundo trastorno psicológico más común en los jóvenes de hoy en día es la depresión (…). La principal categoría psiquiátrica en este caso se denomina trastorno depresivo mayor (TDM). Sus dos síntomas clave son el estado de ánimo deprimido (la sensación de tristeza, vacío y desesperanza) y la pérdida de interés o del placer en la mayoría de las actividades o en todas. «Qué fatigosas, rancias, vanas e inútiles me parecen todas las costumbres de este mundo», dijo Hamlet, inmediatamente después de lamentarse de que Dios prohíba el suicidio. Para justificar un diagnóstico de TDM, estos síntomas deben ser constantes durante al menos dos semanas. Suelen ir acompañados de síntomas físicos, como una considerable pérdida o ganancia de peso, dormir mucho menos o mucho más de lo normal y la fatiga. También se acompañan de trastornos del pensamiento, como la incapacidad para la concentración, la obsesión con las faltas o fallos propios (que provocan sentimientos de culpa) y las numerosas distorsiones cognitivas que la TCC trata de contrarrestar. Es probable que quienes experimentan un trastorno depresivo piensen en el suicidio, porque tienen la sensación de que su sufrimiento nunca acabará, y la muerte le pondrá fin.

Una característica importante de la depresión en lo que respecta a este libro es su ligazón con las relaciones sociales. Es más probable que las personas se depriman cuando están más aisladas socialmente (o sienten que lo están), y la depresión hace que las personas tengan menos interés y capacidad en tratar de relacionarse. Como ocurre con la ansiedad, se da un círculo vicioso. De modo que prestaré mucha atención a la amistad y a las relaciones sociales en este libro. Veremos que una infancia basada en el juego las fortalece, mientras que una infancia basada en el teléfono las debilita.

Por lo general, no soy propenso a la ansiedad o la depresión, pero sí he padecido ansiedad prolongada, que ha requerido medicación, durante tres períodos de mi vida. En uno de ellos se me diagnosticó depresión mayor. Así que puedo, hasta cierto punto, comprender lo que están pasando muchos jóvenes. Sé que los adolescentes con trastorno de ansiedad o depresión no pueden simplemente «animarse» o decidir «endurecerse». Estos trastornos han sido causados por una mezcla de genes (algunas personas están más predispuestas a estos trastornos), patrones de pensamiento (que se pueden aprender y desaprender) y circunstancias sociales o del entorno. Pero como los genes no cambiaron entre 2010 y 2015, debemos averiguar qué patrones de pensamiento y qué circunstancias sociales/del entorno cambiaron para provocar este tsunami de ansiedad y depresión.

No es real, ¿verdad?

Muchos expertos en salud mental fueron al principio escépticos respecto a que estos grandes aumentos de la ansiedad y la depresión reflejaran aumentos reales de las enfermedades mentales. Al día siguiente de que se publicara La transformación de la mente moderna, se publicó un artículo en The New York Times con el título: «El gran mito sobre la ansiedad de los adolescentes». En él, un psiquiatra planteaba varias objeciones importantes a lo que él consideraba un pánico moral creciente en torno a los adolescentes y los smartphones. Señaló que la mayoría de los estudios que mostraban un aumento de las enfermedades mentales se basaban en autoinformes (…). Un cambio en los autoinformes no significa necesariamente que se haya producido un cambio en las tasas subyacentes de enfermedades mentales. ¿Quizá los jóvenes sólo estaban más dispuestos a autodiagnosticarse, o más dispuestos a hablar sinceramente de sus síntomas? ¿O quizá empezaron a confundir síntomas leves de ansiedad con un trastorno mental? ¿Tenía razón el psiquiatra al ser escéptico? Sin duda tenía razón al afirmar que debemos analizar múltiples indicadores para saber si las enfermedades mentales van realmente en aumento. Una buena forma de hacerlo es analizar los cambios en los indicadores no declarados por los adolescentes. Por ejemplo, en muchos estudios se registran los cambios en el número de adolescentes atendidos en las urgencias psiquiátricas o que ingresan en el hospital cada año porque se han autolesionado a propósito. Puede tratarse de un intento de suicidio, normalmente por sobredosis de fármacos, o lo que se denomina autolesión no suicida (ALNS), que suelen ser cortes que se hacen en el cuerpo sin la intención de matarse. (…)

La tasa de autolesiones de estas adolescentes casi se triplicó entre 2010 y 2020. La tasa de las chicas de más edad (15-19 años) se duplicó, mientras que las correspondientes a las mayores de 24 años disminuyeron durante ese período (…).Así pues, lo que ocurriera a principios de la década de 2010 afectó mucho más a las preadolescentes y adolescentes (13­19) que a cualquier otro grupo de edad. Ésta es una pista importante. Las autolesiones (…) incluyen los intentos de suicidio no mortales —que indican unos muy altos niveles de angustia y desesperanza— y las ALNS, como los cortes. Éstos últimos se entienden mejor como conductas de afrontamiento que algunas personas (sobre todo las niñas y mujeres jóvenes) utilizan para gestionar una ansiedad o depresión debilitantes.

El suicidio de adolescentes en Estados Unidos muestra una tendencia temporal generalmente parecida a la de la depresión, la ansiedad y las autolesiones, aunque el período de rápido aumento empieza unos años antes. (…)

En lo que respecta al suicidio, las tasas de los niños son casi siempre más altas que las tasas de las niñas en los países occidentales, mientras que las correspondientes a los intentos de suicdio y las autolesiones son más altas en las niñas (…)

Las tasas de suicidio de las chicas adolescentes empezaron a aumentar en 2008, con un repunte en 2012, tras haber oscilado en un rango limitado desde la década de 1980. Entre 2010 y 2021, la tasa aumento el 167 por ciento. Esto también es una pista que nos lleva a preguntarnos: ¿qué cambió para las preadolescentes y adolescentes más jóvenes a principios de la década de 2010? Los rápidos aumentos en las tasas de autolesiones y suicidios, junto con los estudios basados en autoinformes que muestran un aumento de la ansiedad y la depresión, sirven de contundente refutación frente a quienes fueron escépticos sobre la existencia de una crisis de salud mental. No estoy negando que parte del aumento de la ansiedad y la depresión se deba a una mayor disposición a reportar esas dolencias (lo cual es positivo), o a que algunos adolescentes empezaran a patologizar la ansiedad y el malestar normal (lo cual no es positivo).

Sin embargo, que el sufrimiento que ellos mismos reportan vaya unido a los cambios de conducta nos dice que hubo un gran cambio en la vida de los adolescentes a principios de la década de 2010, o quizá desde finales de la de 2000.

Los smartphones y el origen de la generación Z

La llegada de los smartphones cambió la vida de todo el mundo tras su lanzamiento en 2007. Como lo hicieron antes la radio y la televisión, el smartphone invadió el país y el mundo. (…)

En la década de 1990 hubo un rápido aumento de las tecnologías que emparejaban el ordenador personal con el acceso a internet (por módem, en aquel entonces), y que en 2001 ya se podían ver en la mayoría de los hogares.

En los siguientes diez años, no decayó la salud mental de los adolescentes. Los adolescentes millennials, que crecieron jugando en esa primera oleada, eran ligeramente más felices, de media, que la generación X cuando eran adolescentes. En la segunda oleada se produjo el rápido aumento de las tecnologías que emparejaban las redes sociales con el smartphone, y que llegaron a la mayoría de los hogares en 2012 o 2013. Fue entonces cuando la salud mental de las adolescentes empezó a desplomarse, y cuando la salud mental de los chicos cambió de formas más difusas.

Por supuesto, los adolescentes (13-19) tienen teléfono móvil desde finales de la década de 1990, pero eran teléfonos básicos, sin acceso a internet, la mayoría con tapa, de los que podían abrirse con un movimiento de muñeca. Los teléfonos básicos servían sobre todo para comunicarse directamente con los amigos y familiares, de tú a tú. Se podía llamar a la gente, y enviar mensajes de texto pulsando con el pulgar un incómodo teclado numérico. Los smartphones son muy diferentes. Nos conectan a internet las veinticuatro horas los siete días, pueden ejecutar millones de aplicaciones y se convirtieron rápidamente en el hogar de las redes sociales, que pueden enviarnos notificaciones continuas durante todo el día y apremiarnos a comprobar lo que todo el mundo dice y hace. Este tipo de conectividad ofrece muy pocas de las ventajas de hablar di-rectamente con los amigos. De hecho, para muchos jóvenes, es tóxico.

☛ Título: La generación ansiosa

☛ Autor: Jonathan Haidt

☛ Editorial: Ediciones Paidós

Datos del autor

Jonathan Haidt (Nueva York, 1963) es psicólogo social y profesor de Liderazgo Ético en la Escuela de Negocios Stern de la Universidad de Nueva York. Su investigación se centra en la psicología de la moralidad y en las emociones morales complejas.

En 2012, la revista Foreign Policy lo consideró uno de los «100 pensadores globales más importantes» y la revista Prospect uno de los «65 pensadores del mundo».

Es autor de varios artículos académicos y de los libros La mente de los justos (Deusto, 2019) y La transformación de la mente moderna, escrito junto con Greg Lukianoff (Deusto, 2019).