DOMINGO
legado y vigencia

Piglia recargado

En Ricardo Piglia (1941 - 2017), la ancha arteria de lo literario es el torrente común de la historia, la política como corriente subyacente, la crítica literaria, la intriga policial, la conciencia de los límites del lenguaje y la literatura. Dos libros de reciente aparición –“Ricardo Piglia a la intemperie” (Ediciones UDP) y “Ricardo Piglia. Introducción a la crítica de mí mismo” (Siglo XXI)– vuelven a montar el foco en su dilatada obra, nutrida con novelas, cuentos, ensayos y guiones cinematográficos, y también en su vida: la infancia en Adrogué, la bohemia, el nomadismo, la consagración como escritor y la feroz enfermedad que terminó con sus días.

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Ricardo Piglia. | cichero

Ricardo Piglia construye el hogar de su palabra literaria en el cruce entre lo policial, la historia, el debate político y el cuerpo polimorfo de la literatura.

En lo reciente, dos libros acercan miradores para mejor escudriñar su vida y su obra: Ricardo Piglia a la intemperie, de Mauro Libertella, con edición de Leila Guerriero, en Ediciones Universidad Diego Portales; y Ricardo Piglia, introducción a la crítica de mí mismo. Conversaciones con Horacio Tarcus y prólogo de María Moreno, Siglo XXI Editores.

Piglia respira con ansia literaria entre el cuento, la novela y el ensayo. Su cuentística persigue su horizonte en, entre otros volúmenes de cuentos, Nombre falso (1975), Prisión perpetua (1988) o Cuentos morales (1995). En 2021, Anagrama edita sus Cuentos completos. Su novelística cobra impulso en Respiración artificial (1980), que le confiere reconocimiento internacional; o en La ciudad ausente (1992), Plata quemada (1997) y El camino de Ida (2013). Entre sus ensayos sobresalen Crítica y ficción (1986) o El último lector (2005); y otros dedicados a Macedonio Fernández, la literatura norteamericana o la novela argentina. Escribe también guiones y su Diario de Emilio Renzi (2015-2017).

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Junto a su condición de profesor académico y escritor, como crítico literario Piglia proyecta lecturas reflexivas hacia autores como Brecht y Benjamin, Tiniánov, Shklovski y Bajtin; además de los argentinos Macedonio Fernández, Borges, Arlt, Walsh, Saer o Puig; norteamericanos como Fitzgerald o Faulkner; o su tan admirado polaco radicado en Argentina, Witold Gombrowicz, autor de Ferdydurke; y con el músico Gerardo Gandini compone la ópera La ciudad ausente, inspirada en su novela homónima, que se estrena en el Teatro Colón en 1995.

Durante quince años vive en Estados Unidos, dicta clases en las universidades de Harvard, UC Davis y Princeton. En 2011 regresa a Buenos Aires y alterna su labor docente entre Argentina y el país del Norte.

Piglia nace en Adrogué, en 1941. Luego de la caída de Perón, en 1955, con su familia se instala en Mar del Plata. Allí, cerca de las espumas, la arena y las olas, une su vida con las letras. En Buenos Aires se sumerge en el cuento policial, en autores como Hammett o Chandler; y en la década del setenta estudia Historia en la Universidad Nacional de la Plata. Aquí, el filósofo José Sazbón se convierte en su amigo entrañable que lo acerca al Sartre marxista de La crítica de la razón dialéctica. Con él, lee El capital, de Marx.

En 1961, participa en la revista Liberación, la primera de las muchas en las que intervendrá. Y a sus 31 años recibe la invitación de la China de Mao para un viaje de más de dos meses. En 1966 se inicia la llamada Revolución Cultural. La juventud de los Guardias Rojos purga los supuestos focos burgueses reaccionarios. El Libro rojo, la biblia maoísta, es de lectura obligatoria. El comunismo chino rompe relaciones con la Unión Soviética de Nikita Jruschov, acusada de pactar con Estados Unidos. Piglia recorre China, sus fábricas, escuelas, universidades, pero siempre en un formato de “viajes rigurosamente vigilados por la Revolución Cultural –dice Libertella–. De modo que solo pudo obtener una visión parcial y previamente editada de esta realidad”. De forma llamativa, nada de ese viaje en la lejanía oriental emerge en su obra literaria.

Le da especial importancia al año 1964, “quizá el año más importante que yo recuerde”, porque entonces devino profesor y escritor. En la capital argentina se aloja en pensiones, departamentos prestados, hoteles baratos. Su estadía más larga es en el Hotel Almagro, en Castro Barros y Rivadavia. Sobre esta experiencia escribe en 1966: “Vivo en hoteles, en pensiones, en casa de amigos siempre de paso, porque eso es para mí el estado de la literatura: no hay lugar propio, no hay propiedad privada. Se escribe, digo yo cómicamente, desde ahí. Hombre de ningún lugar”.

Ese nomadismo o filosofía itinerante, salpicada de una dimensión ascética, acompaña su florecer como escritor consagrado. En 1997, Piglia recibe el Premio Planeta por su novela Plata quemada desde una decisión editorial previamente determinada, lo que provoca un sonado escándalo. Piglia luego toma distancia de este evento: “Los premios, obviamente, son una manifestación pura de la lógica de mercado”, un mecanismo promocional que determina “que un libro es ‘mejor’ que otro, y en ese sentido son la antítesis de la literatura, que es un espacio fluido, sin poder”.

Lo polémico también jalona su coexistencia con César Aira, otro referente de la literatura argentina. En este sentido, Libertella escribe que “Aira y Piglia mantuvieron una guerra fría durante toda su vida. Ocasionalmente se dispararon con ironías y flechas verbales en entrevistas y reportajes y cocteles y reuniones intramuros…”. En la revista Vigencia, un año después de la publicación de Respiración artificial, César Aira escribe que esta “es una de las peores novelas de su generación”. Aira reduce a Piglia a “un profesor prestigioso, muy culto e inteligente”. Por su parte, Alan Pauls, en diálogo con Libertella, afirma que “Ricardo decía que Aira es el seudónimo con el que todos los escritores argentinos publican los libros malos”.

Otro tipo de relación más positiva respecto al medio intelectual es, por ejemplo, su amistad con Carlos Altamirano, importante ensayista, con el que comparte perspectivas en el campo cultural a través de la revista Puntos de Vista, en la que también interviene Beatriz Sarlo, una de las referencias de la teoría literaria en las décadas del 80 y 90, junto a Josefina Ludmer, autora de El género gauchesco, un tratado sobre la patria (1988). Con Ludmer, Piglia sostiene una relación sentimental nunca reconocida públicamente.

 

Una larga conversación.  El escritor es invitado por Horacio Tarcus al CeDinCi (Centro de Investigación de la Cultura de Izquierdas). Ante los estantes de revistas culturales argentinas de las décadas de 1960 y 1970, afirma: “Es aquí donde hay que buscar la riqueza cultural de la Argentina”. Luego se inicia una primera conversación que, con sus discontinuidades, se extiende durante los cuatros años siguientes. Así nace el libro antes mencionado, Ricardo Piglia. Introducción general a la crítica de mí mismo, que preserva la espontaneidad de un Piglia oral.

El período fértil de publicaciones culturales que involucra a Piglia es contemporáneo de la llamada Generación Contorno, que surge en derredor de la revista literaria argentina homónima creada en 1953 por Ismael y David Viñas, la publicación emblemática de la intelectualidad de izquierda de ese entonces. Un tiempo atravesado por múltiples cruces entre política y literatura en la senda de ideas marxistas, maoístas, trotskistas, peronistas o conservadoras, mientras que el país, en los 70, se sumerge en la oscuridad de la dictadura. Piglia siempre se afilia al pensamiento político de izquierdas, pero sin renunciar a la independencia crítica. Sazbón lo persuade de que se es marxista no por la obediencia sino por la libertad intelectual en el análisis. De hecho, “la política, la práctica, es, a mi juicio, una de las soluciones… a la sensación de inutilidad que produce la literatura”. En ese punto se impone la necesidad de la acción. Entonces, el escritor ávido de progreso social es asaltado por un sentimiento de nulidad y fracaso; lo acosa la sospecha de la “literatura como práctica elitista, que no tiene una función”. Ante esto, Piglia se siente identificado con una “tradición del debate entre literatura y política, compromiso, realismo, en la literatura argentina desde, digamos, Contorno para acá, de Roberto Arlt para acá”. Apreciación del acto literario que implica también, como sostiene en Crítica y ficción, asumir que “todo crítico escribe desde una convención de la literatura (y no solo de la literatura) y a menudo su esfuerzo consiste en enmascarar la trama de intereses que sostiene su análisis”.

Las revistas que abonan el aludido debate y en las que el autor de Respiración artificial encuentra una especial “riqueza cultural” son aquellas que lo involucran directamente como colaborador o miembro del consejo de redacción: El Escarabajo de Oro, la mencionada Puntos de Vista; o Literatura y Sociedad, en la que escribe su editorial del número 1, de octubre-diciembre de 1965, Revista de Problemas del Tercer Mundo, en la que publica “Clase media: cuerpo y destino, la tradición de Rita Hayworth, Manuel Puig”, en el número 2 de diciembre de 1968; o en Los Libros, aparece “Notas sobre Brecht”, en su número 40, en 1975. Todos estos textos se incluyen en la sección de “Textos juveniles”, en el libro que brota de la larga conversación del escritor con el editor, archivista e historiador Tarcus.

‘Respiración artificial’.  Para ciertos escritores, como Piglia, una novela crucial pavimenta definitivamente su destino literario. Es el caso de Respiración artificial, publicada a sus 39 años, en 1980. Su gestación es lenta, visceral, a lo largo de una década, con el tiempo necesario para volver sobre cada capítulo como si hubiera sido escrito por otro. Emilio Renzi, un joven escritor, publica un libro sobre un no resuelto drama familiar. Su tío, Marcelo Maggi, le envía una carta con elementos para despejar lo incierto. Maggi es un profesor de Historia que vive en Concordia, Entre Ríos. Allí investiga la vida de Enrique Ossorio, secretario privado de Juan Manuel de Rosas. Poco antes de la caída del llamado Restaurador de las Leyes, Ossorio se suicida. La novela asoma luego de la noche siniestra de la dictadura militar en Argentina, tres años antes del arribo a la democracia.

En Respiración artificial se esconde un velado filo crítico respecto a los tiempos dictatoriales en curso; lo que, con gesto indirecto, abona la frase en su contratapa: “Tiempos sombríos en los que los hombres parecen necesitar un aire artificial para poder sobrevivir”.

La obra vibra en la cuerda de las muchas interpretaciones. Respiración artificial da lugar a su significación como novela histórica, cuya vigencia es preparada por Bomarzo (1962), de Mujica Lainez, y que luego Andrés Rivera fortifica con La revolución es un sueño eterno (2010); o también el libro es interpretado como metaficción, crítica política o  texto posmoderno.

La novela rebosa historia (desde la formación como historiador del autor), teorías, opinión política, entrecruzamientos con lo policial, ideas diversas, literatura trenzada con variopintas formas del sentido o configuraciones de géneros. Algo que desata críticas. Como autojustificación, Piglia propone “que la diferencia entre filosofía, literatura, crítica literaria, historia, tiende a ser borrada por la novelística contemporánea”. Esta diversidad satisface cierta apetencia académica. Y si se quiere insistir en Respiración artificial como “novela política”, el propio Piglia recomienda, en Crítica y ficción, no olvidar “que la ficción tiene otra manera de trabajar la política que cuando se la escribe con una óptica ‘realista’ o ‘periodística’”. Lo que puede encontrarse en “laverdadera literatura política” que Piglia encuentra en Roberto Artl, cuya  “ficción política” capta “el núcleo secreto de una sociedad”.

El último lector y la máquina de las historias. Piglia repara en una imagen característica de Borges, en la que este se acerca a la letra de una página que intenta descifrar. Una foto que reluce originalmente en la vieja Biblioteca Nacional de la calle México. El autor de El aleph es el que quema sus ojos para gozar de la lectura. Esta podría ser la primera imagen del “último lector”, del “que se ha pasado la vida leyendo, el que ha quemado sus ojos en la luz de una lámpara”. El lector que radiografía las letras con obsesión pertinaz y que hurga insomne las muchas escrituras integra el clan de los “lectores puros: para ellos la lectura no es solo una práctica, sino una forma de vida”.

En El último lector, su ensayo sobre la lectura, Piglia no se pregunta sobre qué es leer, sino sobre quién es el que lee desde una “historia imaginaria del arte de leer en la ficción”. El lector no solo es el que lee, sino el que es leído. Eso es lo que, observa, Macedonio Fernández busca en Museo de la novela de la eterna. Pero el acto de la lectura no queda adosado solo a los libros venerados. Porque, como sugiere Emilio Renzi en el cuento-ensayo En el umbral, sobre la lectura y los libros y los autores frecuentados por el hábito, “el valor de la lectura no depende del libro en sí mismo, sino de las emociones asociadas al acto de leer”.

Y según Libertella, “El último lector es también un ensayo sobre cómo robarle al vértigo del mundo contemporáneo las dos o tres horas diarias para sumergirse en la lectura”. En la era de lo hiperveloz que niega el proceso de la lectura lenta, atenta, el lector busca “su tiempo”, desde su condición de miembro de una invisible sociedad de lectores siempre amenazada de extinción. El lector “roba tiempo” para sumergirse en nuevos libros. 

Y gracias al lector, la literatura existe, y se cristaliza en el relato.

Y sobre el arte del cuento en particular, Piglia, en Crítica y ficción, propone que el cuento clásico “siempre cuenta dos historias”. Un primer relato oculta otro secreto, y el “efecto de sorpresa se produce cuando al final la historia secreta aparece en la superficie”. En cambio, en el cuento moderno de autores como Chejov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson o el Joyce de Dublineses, la sorpresa que alumbra al final se apaga entre dos historias cuya tensión nunca se disipa.

Y la coexistencia de varios relatos como parte de una narración unificadora vive en su ya mencionada novela La ciudad ausente. Una máquina para narrar, creada por Macedonio Fernández, genera distintas historias que se confunden con las del Estado en una ciudad de Buenos Aires distópica. Y una de las historias, La isla de Finnegan, evidencia la influencia de Joyce y su inefable Finnegas Wake, y la de Borges como constructor de un mundo en Tlön Uqbar, Orbis Tertius.

La isla de Finnegan es un relato-ensayo esencial en el que “la lingüística es la ciencia más desarrollada”. El río Liffey que recorre la isla –el río de Joyce, de Dublín, de Piglia– “designa el lenguaje y en el río Liffey están todos los ríos del mundo”.

El río de las palabras no nombra el mundo más hondo e inasible, en cambio constante. El devenir y no lo permanente es el norte continuo de los muchos lenguajes, concebidos como “etapas sucesivas de una lengua única”. En la isla, las palabras cambian como la realidad; los idiomas a veces duran solo unas semanas, o un día.

Y en la isla de Finnegan, en la isla de Piglia, la vida no se puede detener, solo “el silencio persiste, claro como el agua, siempre igual a sí mismo”.

 

Despedida y permanencia. En 2013, Piglia es invadido por los primeros síntomas de una enfermedad que se le diagnostica como ELA (esclerosis lateral amiotrófica). Luego de una lenta degradación, muere el 6 de enero de 2017. Se va la persona, pero permanece la obra del escritor que “leía al revés”.  El “leer al revés” de Piglia, recuerda Libertella, “es encontrar a Borges en Arlt y a Arlt en Borges. Leer al revés es acercarse al ensayo como ficción y a la ficción como ensayo”.

En Piglia, como ya advertimos, la ancha arteria de lo literario es el torrente común de la historia, la política como corriente subyacente, la crítica literaria, la intriga policial, la conciencia de los límites del lenguaje y la literatura.

Respecto al nexo literatura-política, nudo esencial en la perspectiva del mundo de Piglia, lo literario que se impregna por una subterránea crítica política nunca debe ser dogma que ordena un modo de vivir. Como sostiene en su mencionado editorial de la revista Literatura y Sociedad: “Escribir es, en un sentido, un acto político. Pero recetar una literatura popular, una literatura social, querer imponer un determinado contenido es plantear una preceptiva”.Y toda “preceptiva” empequeñece la libertad.

Y como también asegura su biógrafo Libertella, su posición sobre las torres de la política se compone siempre “de crítica y sospecha” ante “el poder político”.

Lo literario calidoscopio en Piglia es, asimismo, conciencia de la vida que escapa a todo decir. En el umbral, Renzi suscribe esto último: “Siempre habrá una distancia insalvable entre el ver y el decir, entre la vida y la literatura”.

La ficción se renueva en su acechar la existencia como invención y conflicto; como un merodear todo aquello que, como manifiesta al final de la nota preliminar de Nombre falso, se muestra al “otro lado de la ventana”. A través de esa abertura, todo gran escritor, como Piglia, hace que el lenguaje, como versátil animal de palabras, perciba y diga algo de lo que allí se asoma.

*Filósofo, escritor, docente, su último libro es La red de las redes, Ed. Continente; creador de la página web La mirada de Linceo (www.estebanierardo.com).