DOMINGO
Historia

Perón y la Iglesia

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Hace mucho tiempo, en un país muy cercano, el peronismo gobernaba a la Argentina desde hacía siete años. Con revolucionarios avances en conquistas sociales y laborales que aún sus opositores más acérrimos le reconocían y con tantas otras cuestiones que empujaban a que esos mismos opositores caracterizaran al general Juan Domingo Perón como un tirano o un déspota que corrompía a la sociedad para saciar sus instintos más bajos. Perón estaba en el centro de la escena. Para la inmensa mayoría era el hombre que proveía el bienestar a las masas y para una minoría intensa y poderosa era un ser malvado que solo merecía las llamas del infierno. Era blanco o negro.

En eso andaban peronistas, radicales, conservadores, socialistas, comunistas y hasta la mismísima corporación militar en 1955. Las diferencias se dirimían en la prensa y en los debates parlamentarios. Todo parecía cristalizado, inamovible. Pero sigilosamente apareció un actor que sumó su voz potente a la discusión: la Iglesia Católica era un nuevo convidado que lejos estaba de ser de piedra. 

Los problemas entre el presidente Perón y los curas ya venían de larga data, pese a que el cardenal Santiago Luis Copello hacía permanentemente control de daños. Las diferencias se remontaban a la aprobación de la Constitución de 1949 y se profundizaron cuando Evita se entrometió en un asunto que los curas suponían que era de su terreno exclusivo: la caridad.

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Eva, además, era un dolor de cabeza para los obispos porque tampoco conciliaba desde lo discursivo: 

Yo no lo convoco a Dios a cada rato. Recuerdo que una vez alguien me rogó que fuera más cristiana y que invocase a Dios en mis discursos. La verdad es que no deseo complicarlo a Dios en el bochinche de mis cosas. Pero tienen que saber que yo lo quiero a Cristo mucho más de lo que ustedes creen: lo quiero en los descamisados. ¿Acaso no dijo Él que estaría en los pobres, en los enfermos, en los que tuviesen hambre y tuviesen sed? Yo no creo que Dios necesite que lo tengamos siempre en los labios. Perón me enseñó más vale llevarlo en el corazón –decía Eva mientras intervenía en la asistencia con las poderosas herramientas del Estado. Porque si algo sabía Eva era que no había que dejarles a las organizaciones católicas y a la oligarquía el monopolio de la caridad.

A fines de 1951, los movimientos de Evita, Iglesia, oligarcas y fieles se equilibraban sobre una delgada línea de convivencia hasta que sucedió un hecho dramático: un cáncer feroz devoró la vida de Eva en un semestre. Y ya nada fue igual. Nada.

Los curas, que hasta el 26 de julio de 1952 surfeaban las olas pese a las quejas de las señoras copetudas, entendieron que si Eva ya era un problemón viva, su muerte la elevaba a una estatura mística, tal que podía comenzar a ser venerada como Santa Evita. O sea: no los movilizaron sus convicciones, sino el terror.

Ni qué hablar de lo que experimentaron cuando Perón les abrió las puertas del país a los pastores pentecostales y a los representantes de la Escuela Científica Basilio. Era la gota que faltaba y que decidió a la cúpula eclesiástica a dinamitar al gobierno desde cada uno de los púlpitos. Y así fue como desde las usinas católicas se instaló que Perón utilizaba a las UES (Unión de Estudiantes Secundarios) para proveerse de chicas adolescentes que luego llevaba a la cama, que el gobierno era un nido de corrupción, que existía un proyecto para reemplazar a la religión católica por otra peronista y hasta la elaboración de un plan demencial para desplazar a la imagen de la Virgen María y suplantarla por la de Evita. La Iglesia, que había callado durante media década al ser beneficiada por Perón con subsidios a las escuelas religiosas, desató una acción de propaganda psicológica en contra del gobierno con la doble apuesta: sacar a Perón de la Casa Rosada y eliminar la amenaza de los pentecostales, quienes ganaban adeptos en las clases populares con su discurso eficaz y con la realización de los supuestos milagros de sanación que día a día se publicaban en los diarios. Los curas no estaban dispuestos a permitir que esos pastores les quitaran clientes en ese negocio llamado religión.

El comienzo de las hostilidades tuvo una fecha precisa: fue el 17 de marzo de 1954, cuando Perón recibió en la Casa Rosada a los pentecostales y convirtió al pastor estadounidense Tommy Hicks en un fenómeno social.—Necesito una entrevista con el presidente Perón –cuenta la leyenda que le dijo Hicks al secretario de Perón en la Casa Rosada unos días antes de aquel 17 de marzo. Para cualquier hombre era imposible acceder a Perón por el solo deseo de verlo. Pero Hicks consiguió lo que se propuso y, además, obtuvo el permiso para hacer presentaciones en la cancha de Atlanta, algo a lo que Perón se oponía porque consideraba que las manifestaciones populares en las calles o en los estadios debían ser peronistas o promovidas por el deporte. Los diarios de la época e incluso varios relatos literarios consignan que Perón accedió al pedido de Hicks luego de que el pastor acariciara e hiciera desaparecer unas manchas que el General tenía en el brazo mientras formulaba unas oraciones. Más allá de lo inverosímil de la anécdota, desde el 14 de abril de 1954 y durante 52 días consecutivos, Hicks se presentó en Atlanta ante más de dos millones de personas, quienes iban para oír las oraciones del pastor y ver los presuntos milagros de sanidad.

*Autor de Días malditos, editorial Planeta (Fragmento).