DOMINGO
libro

Mutación del comunismo

Entender un proceso histórico polémico.

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En Nueva historia del comunismo en Europa del Este, Agustín Cosovschi y José Luis Aguilar López-Barajas trazan la historia del comunismo desde las primeras luchas socialistas en el siglo XIX hasta su colapso en los umbrales del siglo XXI. | juan salatino

El 19 de noviembre de 2020, unos días después de la confirmación del triunfo de Joe Biden en las elecciones de los Estados Unidos, Sidney Powell, una de las abogadas del equipo del presidente saliente, afirmó que los resultados habían sido manipulados por las fuerzas comunistas del mundo. “Ha habido un enorme influjo de dinero comunista proveniente de Venezuela, Cuba y seguramente China”, dijo, agregando que el conteo había sido realizado por máquinas diseñadas bajo la supervisión del difunto Hugo Chávez. El episodio podría resultar apenas anecdótico si no fuera porque es uno de los tantos en la interminable serie de acusaciones y denuncias que realizaron diversos personajes de las nuevas derechas en su intento de evocar el fantasma del comunismo para movilizar a sus partidarios en favor de proyectos políticos, económicos y sociales conservadores, violentos e incluso, en algunos casos, antidemocráticos. El fenómeno tiene su correlato al otro lado del espectro político: ya derrumbados los regímenes socialistas en Europa del Este, la palabra “socialismo” reapareció en la esfera pública tras años de estigmatización; sucedió primero en América Latina bajo el influjo de las fuerzas populistas de izquierda que se establecieron en países como Venezuela, Bolivia, Brasil y Ecuador, más tarde en Europa como consecuencia de la crisis y el ascenso de fuerzas como Podemos en España o Syriza en Grecia, y más recientemente en los Estados Unidos, donde Bernie Sanders, un socialista democrático frecuentemente atacado por su supuesta adscripción al comunismo, consiguió disputar las últimas primarias del Partido Demócrata de 2020 en una campaña en muchos sentidos inédita. También hacia 2020, parecía que la idea de comunismo volvía a cobrar popularidad, y una encuesta de Gallup en los Estados Unidos mostraba que hasta un 50% de los jóvenes adultos –la conocida generación de los millennials– tenía una percepción positiva del socialismo.

Si para sorpresa de muchos el comunismo parecía ponerse nuevamente de moda como un horizonte utópico, aunque impreciso entre los progresistas y como un fantasma igualmente nebuloso entre los conservadores, otro espectro parecía regresar de entre los muertos: la Guerra Fría. El 24 de febrero de 2022, a ocho años de la invasión y anexión rusa de la península ucraniana de Crimea y apenas unos días después de reconocer la independencia de las repúblicas separatistas prorrusas de Donetsk y Lugansk, en el este de Ucrania, Vladimir Putin lanzó una ofensiva militar total contra Ucrania con el objetivo de derrocar al presidente electo y devolver a Kiev a la órbita de Moscú, de la que había comenzado a alejarse hacía más de una década. La agresión rusa en Ucrania persiste al momento de escribir estas palabras y hasta ahora ha dejado miles de muertos y niveles de destrucción jamás vistos en el país desde la Segunda Guerra Mundial, así como una ruptura de relaciones casi total entre Rusia y las potencias occidentales.

Esta cuestión ha llevado a muchos a hablar de “una nueva Guerra Fría”, expresión que ya se había empleado innumerables veces para describir las tensiones entre los Estados Unidos y China, pero que en nuestros días cobra una fuerza inusitada ante el riesgo creciente de conflicto nuclear. La ofensiva rusa tuvo un efecto adicional: el de poner a Ucrania –país desconocido para muchos, y especialmente ignoto en el mundo hispano– en el centro de la atención global, con discusiones interminables acerca de la historia de la nación ucraniana, las complejas relaciones entre ucranianos y rusos y los legados del imperialismo ruso en la región. Seguramente, el primero en abrir esta discusión fue el propio Putin, quien apeló al pasado para justificar su agresión sobre el país vecino, argumentando que Ucrania era un invento de los bolcheviques y que Lenin había sido “su creador y arquitecto”. El espectro del comunismo, una vez más, acosaba a los vivos. 

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Ese es, a grandes rasgos, el contexto en el que fue concebido este libro. (…)

Si nos proponemos analizar la historia del comunismo en Europa del Este es porque consideramos que dicha experiencia puede ser vista como una entidad relativamente consistente, y distinta de aquella que existió (o todavía existe) en otras latitudes. La amplia región que se extiende desde Alemania hasta Rusia y entre el mar Báltico y los Balcanes fue surcada –al menos, del siglo XIX en adelante– por una serie de problemáticas y procesos comunes que nos permiten tomarla como una unidad de estudio dotada de cierta estabilidad y que imprimieron sobre la experiencia comunista de la región una serie de preocupaciones, modos de actuar y esquemas de pensamiento que tiene sentido examinar en su conjunto.

A la vez, en cuanto especialistas de Europa central y del sudeste de Europa, estamos convencidos de que, si en verdad Europa del Este puede ser vista como una unidad de estudio coherente, también vale decir que resulta imposible entender la historia del comunismo en la región sin atender a sus diferencias internas. Por eso, la pluralidad de actores que convivieron y las múltiples ideas y prácticas políticas que emergieron en distintos puntos de la zona a lo largo de un siglo y medio de historia forman parte de la materia que este libro se propone examinar.

Esto significa, ante todo, restituir a Rusia y a la Unión Soviética el sitio que se merecen en dicha historia: el de un actor dominante, un polo cuyo magnetismo le dio siempre un lugar de primacía sobre el desarrollo del comunismo en Europa del Este, pero que no hizo de ella una autoridad incontestable ni otorgó a sus líderes un monopolio sobre la interpretación del comunismo. En este sentido, proponemos una historia del comunismo en Europa del Este que se aleja de nociones difusionistas según las cuales las cosas comenzaban en Moscú y se aplicaban de manera automática en el resto de la región. Por el contrario, aspiramos a demostrar que esta historia estuvo marcada tanto por momentos de sumisión a los soviéticos como por grados variables de independencia, autonomía y creatividad por parte de otros actores de la región, desde Berlín hasta Bucarest y desde Praga hasta Belgrado.

El lente amplio y descentrado que proponemos nos lleva a adoptar una narrativa que tenga en cuenta temporalidades múltiples, paralelas y conectadas, para así considerar los modos diversos en los que el movimiento socialista se desarrolló en distintos puntos de Europa central y oriental del siglo XIX en adelante e integrar al análisis las diferentes maneras en las que la experiencia del comunismo se escandió en Europa del Este tras la Revolución de 1917, y más especialmente luego de la Segunda Guerra Mundial. En esta narrativa multifocal, los lectores y las lectoras encontrarán una historia no solamente de Estados y de partidos, sino también de personas, prácticas e ideas. La historia del comunismo en Europa del Este, como se verá, es asimismo la de los comunistas: hombres y mujeres en más de una ocasión acorralados por sus propias contradicciones y movidos tanto por sus ideas de emancipación como por la ambición que caracteriza a la actividad de la política en todo tiempo y lugar. (...)

Los últimos días de la reforma

En marzo de 1985, Mijail Gorbachov fue elegido como nuevo secretario general del PCUS. Nacido en el seno de una familia ruso-ucraniana, había estudiado Derecho en Moscú y había madurado políticamente al calor de las ideas reformistas de los años sesenta. Su incorruptibilidad y su espíritu de cambio lo habían convertido en interlocutor de Andrópov durante los últimos años de vida del antiguo secretario general, quien por esa razón lo había propuesto como sucesor y así su elección decantó como natural tras la muerte de Chernenko.

La llegada al poder de Gorbachov fue un parteaguas: impulsó una reforma general del socialismo que bautizó perestroika, término traducible como “reestructuración”, y que aspiraba a reinventar la Unión Soviética en un sentido democrático, plural y dinámico. Movido por un espíritu revolucionario y quizá sin conciencia plena de la tarea monumental que significaba reformar el sistema soviético, Gorbachov introdujo medidas que aspiraban a reducir el poder del partido y del Estado y en cambio delegar el poder en las regiones, las empresas y los ciudadanos y en nuevas instituciones políticas plurales y democráticas. Por impulso de cuadros como el reformista Aleksandr Yákovlev, el régimen soviético redujo la censura y alentó el debate libre en la esfera pública en un proceso que daría en llamarse glasnost, término que podría traducirse como “transparencia”.

Así, con la convicción de estar recuperando el legado de Lenin, Gorbachov se valió de su poder de secretario general para revolucionar el sistema político, económico y social de la Unión Soviética a punto tal de debilitar el partido y de poner en cuestión las bases del sistema mismo, con consecuencias impensadas para el país y para la región entera. En palabras de quien más tarde sería su ministro de Relaciones Exteriores, el georgiano Eduard Shevardnadze, Gorbachov “usó el poder de Stalin para desmantelar el sistema del estalinismo”.

Las consecuencias de la perestroika se harían sentir en toda la región, sacudida por la crisis económica y por la progresiva pérdida de legitimidad del socialismo frente a amplias capas de la población. En Yugoslavia, donde la Liga de los Comunistas hacía tiempo había pasado a ser poco más que una cámara de negociación de intereses republicanos, pero ya sin un árbitro capaz de resolver los conflictos, la parálisis política de los tempranos años ochenta dio lugar a una progresiva apertura. Tanto por la acción de las élites de las repúblicas, que aprovechaban las demandas internas de sus ciudadanos para aumentar sus herramientas de negociación en la mesa federal, como por la presión de los propios ciudadanos, el debate político se ampliaba y comenzaba a incluir demandas nuevas en materia de transparencia, defensa de los derechos humanos e incluso protección del ambiente. La crisis de legitimidad del régimen se hacía especialmente notable entre los jóvenes, cada vez más escépticos respecto del comunismo: si en 1974 apenas un 9% declaraba no querer adherir a la Liga de los Comunistas, dicho índice ascendía al 50% en 1986, y la presencia de jóvenes en las filas del partido disminuía sistemáticamente. Mientras repúblicas como Bosnia o Croacia continuaban profesando su adhesión a los ideales del socialismo autogestionario y evitaban la confrontación abierta, Serbia y Eslovenia se convirtieron en escenarios de un conflicto que terminaría por desgarrar la federación yugoslava en apenas unos años. Los comunistas eslovenos, con dirigentes como Milan Kucan, mantenían su defensa inconmovible de la descentralización, a la vez que habilitaban un clima de creciente debate público en su república, donde crecía el descontento con Belgrado y el rechazo hacia un país que parte de la sociedad percibía como cada vez más ajeno. La sensación de ser explotados por las repúblicas menos desarrolladas del sur de la federación y el autoritarismo del régimen comunista, que muchas veces golpeaba con represión las iniciativas civiles independientes y la acción de periodistas críticos, contribuían a profundizar allí el sentimiento antiyugoslavo. Los tardíos años ochenta serían testigos del ascenso del nacionalismo esloveno, en gran medida tolerado por las autoridades y alimentado por intelectuales críticos.

En paralelo, en el otro extremo de la federación, Serbia atravesaba un proceso similar bajo la conducción cada vez más agresiva de Slobodan Miloševic. Tras suceder a Ivan Stambolić a la cabeza de la Liga de los Comunistas de Serbia, Miloševic iniciaba una campaña para recentralizar la federación yugoslava y reintegrar a Voivodina y Kosovo a la órbita de las autoridades serbias. (…)

La caída del socialismo en Europa del Este entrañaba una paradoja difícil de resolver: nadie pensaba que el derrumbe se fuera a producir, pero una vez que este se produjo a nadie le sorprendió. Al mismo tiempo, la extinción de un sistema que muchos consideraban imperecedero y la repentina transformación de las reglas del juego político, económico, social y cultural produjeron desorientación, incertidumbre y temor en sociedades hasta entonces acostumbradas a un nivel considerable de estabilidad y previsibilidad. Como sentenció un autor en una frase célebre, “todo era para siempre, hasta que dejó de existir”.

La reinvención de Europa del Este luego del derrumbe del socialismo sucedió de modos muy distintos en cada país, en cada región, a veces incluso en cada pueblo y hacia dentro de cada familia. La escala de las transformaciones no fue la misma en todos lados, y el pasaje de un sistema a otro afectó de manera desigual a los distintos puntos de Europa del Este, arrastrando continuidades y provocando rupturas. En países como Polonia, Hungría, Rumania, Bulgaria y Albania, las fronteras, la integridad de los Estados y su composición nacional se mantuvieron estables. En cambio, en Checoslovaquia, Yugoslavia, la Unión Soviética y Alemania del Este, el derrumbe del socialismo condujo a la redefinición de fronteras y soberanías, a la extinción de dichos Estados y su reemplazo por Estados nuevos, y en algunos casos incluso a la guerra. A la vez, la desaparición del mundo socialista de Europa del Este, con sus instituciones regionales comunes, sus tratados y múltiples formas de interdependencia militar y económica, abrió un proceso de reordenamiento geopolítico en el continente europeo con nuevos polos regionales, en particular con un declive del poder de Moscú en favor de las potencias occidentales y especialmente de las instituciones de la Unión Europea.

El período que se abrió en los años noventa y que la mayoría de los autores coinciden en denominar “poscomunismo” o “postsocialismo” fue uno de rupturas pero también de continuidades. Los procesos de transformación de los años noventa no pudieron sino estar fuertemente condicionados por estructuras, actores e ideas formados durante el socialismo, e incluso muchos de los actores que condujeron dichos procesos habían ascendido a la escena política en años anteriores, bien desde las entrañas mismas del régimen, bien desde el seno de la disidencia y la oposición. El poscomunismo, en más de un sentido, era también un vástago del comunismo.

* * *

Las transiciones iniciadas en 1989 tuvieron como punto neurálgico la transformación económica. En los años noventa, los países de Europa del Este se volcaron al proceso de “imitación” de los patrones económicos occidentales, introduciendo terapias de shock de corte neoliberal que buscaban generar un cambio radical en sus economías. En algunos casos, el diseño de los programas de transformación fue obra de economistas locales, antiguos miembros del sistema socialista, que habían pasado de la fe en la planificación central a la convicción de que la economía de mercado era la única salida. Los ejemplos más representativos quizá sean el polaco Leszek Balcerowicz y el checo Václav Klaus, fogueados en el sistema intelectual del socialismo y arquitectos del neoliberalismo en sus respectivos países. Buena parte de estas nuevas élites postsocialistas se habían formado gracias a los programas de intercambio transnacionales puestos en marcha por los gobiernos socialistas de Europa del Este desde los años setenta en cooperación con centros de investigación y universidades occidentales. En esos intercambios, tuvieron la posibilidad de analizar la implementación de mecanismos de mercado en economías en vías de desarrollo como las de América Latina y la de Corea del Sur. Al mismo tiempo, en una época marcada por la pérdida total de credenciales de las ideas socialistas y por la creciente hegemonía de la expertise extranjera, muchos especialistas occidentales jugaron también un rol clave en la implementación de programas transicionales, como en el caso ya célebre del estadounidense Jeffrey Sachs, economista de Harvard que se desempeñó en esos años como consejero de Boris Yeltsin en Rusia.

Una vez más, el proceso de transformación económica que siguió al desplome del socialismo no tuvo las mismas manifestaciones en toda la región, donde el desmantelamiento de las estructuras de la economía socialista y la implementación de medidas de mercado se conjugaron con particularidades regionales, con diferencias geográficas y geopolíticas y con la influencia de los actores locales. El proceso fue especialmente traumático en Rusia, donde la desarticulación de la economía planificada, ya en mal estado desde los tiempos de Gorbachov, adquirió en tiempos de Yeltsin los rasgos de lo que un autor calificó de “saqueo administrado.

La liberalización de los precios condujo a un aumento desproporcionado de la inflación, y luego a una caída del salario real de casi el 50%. Para 1992, el ruso promedio consumía un 40% menos que el año anterior. A su vez, el proceso de privatización de las empresas estatales se tradujo en una de las más formidables y regresivas transferencias de riqueza de la historia: se realizó mediante la emisión de vouchers que convertían a los ciudadanos en accionistas, pero muchos de ellos solían verse en la obligación de vender sus acciones para sobrevivir a la inflación, contribuyendo así a la baja de los precios de las acciones y a su concentración en manos de unos pocos. Adquiridas a precios a veces irrisorios y luego revalorizadas con el tiempo, las empresas públicas de la era soviética terminarían en manos de antiguos miembros de la nomenklatura, emprendedores de la época de la perestroika para entonces devenidos en empresarios y miembros de las redes de crimen organizado que se extendían en Rusia desde los años de Gorbachov. Sacudidos por la extinción del país en el que habían nacido, empobrecidos por la llegada de la economía de mercado, los ciudadanos veían emerger una nueva clase de ultrarricos que se hacía del poder en Rusia: los oligarcas. El resentimiento y la humillación de aquel momento serían el semillero de Vladimir Putin, antiguo agente de la KGB que sucedería a Yeltsin en el gobierno y que afianzaría su poder en años subsiguientes con base en el disciplinamiento de los oligarcas y la promesa de devolver a Rusia la grandeza perdida.

Por fuera de Rusia, la transición económica adquiría características distintas. En Polonia y Checoslovaquia respectivamente, Leszek Balcerowicz y Václav Klaus auspiciaron la convertibilidad de las monedas locales, impulsaron la apertura de los mercados e iniciaron el proceso de privatización de las antiguas empresas estatales. Allí, sin embargo, la introducción de mecanismos de mercado adquirió la forma de un “neoliberalismo embridado”, con ciertos límites impuestos por los marcos institucionales y por la resistencia de ciertos actores políticos. Por caso, en Polonia, el alcance de privatizaciones fue más limitado que en otros países de la región y en Checoslovaquia fue el propio presidente Václav Havel quien se opuso a la privatización por vouchers que Klaus pretendía implementar.

En perspectiva, la dura transición económica ha dejado algunos casos de éxito, y Polonia resulta el más representativo. Desde la caída del socialismo, el país ha triplicado su PBI y la población ha aumentado siete años su esperanza de vida. En la actualidad, sus niveles de crecimiento ocupan los puestos más altos de la Unión Europea y su economía se ha ampliado añadiendo nuevos focos industriales y diversificando un robusto y versátil sector de exportaciones. Con todo, Polonia partía de una posición ventajosa para emprender un camino hacia la economía de mercado: durante los años anteriores, pese a las numerosas disfuncionalidades del sistema socialista, había atravesado un cambio radical y estructural en materia de urbanización e industrialización que hizo que hacia los años setenta se transformase en una economía de envergadura. Así las cosas, la vertebración de cuatro décadas de socialismo había dejado una base sólida que las políticas exitosas de los años postsocialistas supieron aprovechar en el contexto de un próspero proyecto de integración europea.

 

☛ Título: Nueva historia del comunismo en Europa del Este

☛ Autores: Agustín Cosovschi y José Luis Aguilar López-Barajas

☛ Editorial: SXXI Editores
 

Datos de los autores

Agustín Cosovschi (Buenos Aires, 1986) es historiador, doctorado por la Universidad Nacional de General San Martín y la Ehess.

Actualmente se desempeña como investigador en la École Française d’Athènes, instituto de historia y arqueología del Estado francés en Grecia.

José Luis Aguilar López-Barajas (Granada, 1992) es doctor en Historia por la Universidad Friedrich Schiller de Jena.