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Cuando se nos dice que se avecina una pandemia horrenda –algo como la gripe española de 1918, que mató a decenas de millones de personas (se estima que fue entre el 3 y el 5 por ciento de la población mundial), o un virus hasta entonces desconocido que emergió de alguna jungla remota (como sucede en Contagio)–, ahora recurrimos a los virólogos como Ally Hextall y los laboratorios de alta seguridad en los que trabajan. Un ejemplo que llegó a los noticieros durante las primeras semanas de 2016, y del que casi ningún virólogo había oído hablar hasta ese entonces, es el virus Zika. Fue descubierto en el bosque de Zika, en Uganda, por unos científicos que en realidad estaban investigando la fiebre amarilla. Ambos virus, y el responsable del dengue, son propagados por la misma especie de mosquito, el Aedes aegypti. No hacía falta entrar en pánico a causa de una infección por el virus Zika. A pesar de que el virus había sido descubierto en 1947, el primer caso registrado de un enfermo a causa del zika no tuvo lugar sino hasta 1964. Después de tres días de fiebre y de algunas molestias y dolores, la persona se recuperó por completo.

Algunos estudios demostraron que muchos casos de infección fueron totalmente asintomáticos. Sin embargo, a medida que el virus se fue propagando, sus efectos parecieron cambiar. Las epidemias sucedidas en varias islas del Pacífico durante los primeros años de la década del 2000 trajeron aparejados síntomas más graves; en particular, el síndrome de Guillain-Barré. Y luego llegó a América Central y a América del Sur.

Se comenzaron a acumular pruebas de que si una mujer embarazada contraía la enfermedad, su bebé podía nacer con una cabeza excepcionalmente pequeña (una condición conocida como microcefalia). En Brasil, donde el virus se propagó rápidamente, nacieron muchos más bebés con microcefalia que lo usual. Los investigadores han descubierto que no solo los mosquitos propagan el virus. Algunas mujeres parecen haberlo contraído por medio de semen infectado y, posiblemente, por medio del sudor. Ya se está trabajando en desarrollar una vacuna: en el Instituto Butantan de Brasil, en el Instituto Nacional de la Salud de Estados Unidos, en los gigantes farmacéuticos como GSK y Sanofi Pasteur, y en algunas pequeñas empresas de biotecnología.

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Los tiempos estimados de cuándo podría estar disponible difieren enormemente. Por supuesto, tampoco es que no se hace nada mientras se espera que se desarrolle la vacuna. Mientras los científicos trabajan, debe hacerse algo para ayudar a las personas afectadas (aún no existe una droga antizika) y también para limitar la propagación del contagio. Algunas medidas simples, como cubrir los barriles de agua potable, pueden ser muy útiles. Durante siglos se ha utilizado el método de restringir la circulación de la gente, sobre todo de las personas que podrían estar infectadas, para limitar la propagación de enfermedades infecciosas. Ahora hay métodos nuevos y más sofisticados para identificar a posibles infectados.

Ese es el motivo por el que, hace algunos años, en muchos aeropuertos se instalaron escáneres térmicos. Se suponía que debían identificar a los pasajeros cuya temperatura elevada indicara un posible caso de “gripe porcina”.

En 1986, en un momento en que el mundo luchaba por aceptar el comienzo de la epidemia del sida, Roy Porter, el preeminente historiador de la medicina de Gran Bretaña hasta su muerte (ocurrida en 2002), escribió: Sin embargo, lo peligroso del miedo es que rara vez se muestra como algo ordenado, sino que siempre es manipulado y explotado. Como consecuencia, se desplaza su objeto y sus funciones se tergiversan… La peste negra, por ejemplo, era atribuida a los judíos (que fueron masacrados por toda Europa por su supuesta responsabilidad) […] Y más tarde, en el siglo XIX, las terroríficas nuevas pandemias de cólera fueron explotadas de manera similar para exacerbar la alarma social. (…)

Sin poner en duda la gravedad de la enfermedad, a Porter le preocupaba que se estuviera provocando el miedo a la epidemia del sida porque los magnates de los medios estaban convencidos de que “el miedo vende periódicos”. (…)

Al igual que en la mayoría de las películas de catástrofes pandémicas –y, con un poco de suerte, sin la casi completa destrucción de la raza humana que nos muestran algunas– la humanidad logrará capear el temporal, al menos si se le provee una vigilancia exhaustiva usando la más moderna tecnología informática y de información, y si se invierte lo suficiente en el desarrollo de vacunas. Por supuesto, hasta dónde pueden ayudar a las comunidades humanas toda esta tecnología o los esfuerzos de los virólogos y de la industria farmacéutica en lo referente a lidiar con el pánico y con la desintegración social que nos muestran las películas… eso ya es otro tema. ¿Podría ser que la preparación ante una epidemia requiera algo más que la habilidad de producir a toda prisa una nueva vacuna? (…)

Si el caos desatado en una comunidad depende del modo en que responden sus miembros, las películas como Contagio sirven como algo más que una fuente de entretenimiento. Mirar una película como esa no solo debería reforzar nuestra confianza en los virólogos de delantal blanco, también debería prepararnos mentalmente para ensayar cómo comportarnos. ¿Confiaremos en lo que tengan que decir los representantes gubernamentales (en la película, los miembros del CDC) cuando expliquen los riesgos a los que ellos creen que nos enfrentamos?

*Autor de Vacunas, ediciones Godot. (Fragmento).