DOMINGO
libro

Juicio a las Juntas

Un ejemplo histórico de justicia.

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| juan salatino

En 2025 se cumplen cuarenta años del Juicio a las Juntas.

A través de este libro, queremos celebrar este hecho volviendo a pensar y problematizar algunos de los lugares comunes que se cristalizaron en el imaginario colectivo a lo largo de las últimas cuatro décadas y, sobre todo, reflexionar acerca de qué nos dice este acontecimiento sobre nuestro presente y futuro. Para ello, invitamos a personas interesadas y comprometidas con la historia y el legado del Juicio: desde protagonistas centrales y especialistas que han dedicado buena parte de su carrera a escribir y reflexionar acerca de este hecho, hasta voces más jóvenes que han crecido a la par de la reconstrucción democrática.

A lo largo de estas páginas, nuestro objetivo fue considerar de manera crítica muchos aspectos que rodearon al Juicio, antes, durante y después. Pero lo hicimos sin dudar jamás del valor inigualable que tuvo, no solo para la historia nacional sino también en nuestra propia experiencia de vida. Es que, para muchos de nosotros, representa el único evento jurídico, dentro de la turbulenta vida política del país, del que podemos sentirnos plenamente orgullosos.

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Siguiendo a Hugo Vezzetti, entendemos que el Juicio a las Juntas, junto con el informe Nunca más, constituyen el núcleo formador de la experiencia social sobre aquel pasado de barbarización política y la base del Estado de derecho.

Ambas piezas sintetizan el reclamo de verdad sobre lo sucedido, una verdad que fue susurrada o negada durante los años de la dictadura militar más criminal de la historia argentina, y la realización de los imperativos de justicia a través de un proceso que juzgó a los excomandantes. Aún hoy, la combinación de ambos valores –verdad y justicia– sigue siendo parte fundamental de la compleja y disputada memoria social sobre el terrorismo de Estado.

Durante estas décadas, se produjeron infinidad de libros, artículos académicos, investigaciones y crónicas periodísticas, textos de ficción, obras teatrales y películas acerca de los más diversos asuntos referidos a la dictadura y al terrorismo de Estado.

Allí están, entre otras, las historias de militantes perseguidos, la opresión y la censura, las víctimas de la represión y la tortura, las desapariciones forzadas, los familiares que aún buscan conocer la verdad y la lucha por la identidad. Sin embargo, dentro de esa abundante producción, el hecho mismo del Juicio permaneció mayormente ausente.

¿Qué es lo que explica este aparente olvido? ¿Fueron motivos intrínsecamente políticos por el hecho de que desde sus comienzos el Juicio haya estado asociado al gobierno de Raúl Alfonsín? ¿Las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, dictadas en diciembre de 1986 y junio de 1987, respectivamente, al calor de presiones militares y del primer levantamiento carapintada”, opacaron el legado del Juicio?

¿Qué rol tuvo la desilusión que causaron los indultos concedidos por Menem a militares y miembros de grupos armados?

¿La anulación de las llamadas “leyes de impunidad” en 2003 y la reapertura de los juicios en 2005, bajo la premisa de la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad, contribuyeron a revivir la trascendencia de lo ocurrido en 1985 o, más bien, pusieron “entre paréntesis” la historia anterior, como si el Juicio a las Juntas fuese parte de un pasado prescindible?

Más allá de cuáles sean las auténticas razones de este olvido, con este libro queremos ayudar a reconstruir y revitalizar su memoria. Como lo expresara Carlos Nino –uno de los ideólogos del Juicio, junto con Jaime Malamud Goti y Martín Farrell– en su libro Juicio al mal absoluto, seguimos reivindicando el fallo de la Cámara como una decisión “sobria y razonada” que sentó las bases necesarias para el “restablecimiento del Estado de derecho y de los principios más elementales de la ética en la vida argentina”.

En palabras de Nino, “el drama de un juicio, con las víctimas y los victimarios bajo la luz pública, con acusaciones y defensas, con testigos de todos los sectores sociales y con la aterradora posibilidad del castigo” ayudó a forjar una nueva conciencia jurídica, llamada a perdurar. Creemos también, con Nino, en el “efecto educativo” que tuvo el Juicio, y confiamos en que “la posibilidad de la deliberación” que promovió “facilite una convergencia en derredor de ciertos valores básicos o [que] cree, en términos de [Ronald] Dworkin, ‘una comunidad de principios’, tan vital para la democracia”.

Pero también consideramos que su impacto como acontecimiento colectivo trasciende las fronteras de la consolidación del Estado de derecho después de la dictadura, y nos convoca a reflexiones más profundas acerca de su carga simbólica en nuestra identidad nacional, de su rol decisivo en la construcción de una memoria común y del horizonte de la democracia constitucional.

Este regreso al Juicio nos encuentra en un clima de época diferente. Por un lado, en los últimos años, películas como Argentina, 1985 (Santiago Mitre y Mariano Llinás, 2022) y El juicio (Ulises de la Orden, 2023) han vuelto a instalar en el debate público viejas y nuevas discusiones sobre la historia y el legado del Juicio a las Juntas. ¿Por qué ahora estas películas? ¿Qué explica, por ejemplo, la sorprendente repercusión que generó su estreno en la opinión pública? ¿Por qué, a pesar de tantas décadas de olvido, la película Argentina, 1985 se proyectó en todas las salas del país durante meses y convocó a distintas generaciones? ¿Este legado había sido olvidado o, más bien, había permanecido adormecido? Por otro lado, este 40º aniversario nos encuentra también en un contexto político en el que desde el gobierno de Javier Milei y Victoria Villarruel se promueven consignas como “Memoria completa”, se reflota la llamada “teoría de los dos demonios” y se cuestionan muchos de los consensos fundamentales forjados al calor de nuestra reconstrucción democrática. ¿Qué condiciones y razones motivan este cambio de paradigma? ¿De qué modo podemos rescatar los valores encarnados en el Juicio a las Juntas, en un clima de relativización de la gravedad de los hechos ocurridos durante la peor dictadura que sufrió la Argentina y de deslegitimación constante de la lucha por los derechos humanos?

Ante la emergencia de este fenómeno político, la confrontación que ha caracterizado las últimas dos décadas de nuestro país –la llamada “grieta”– parece haber entrado en su ocaso. En medio de tantas frustraciones, fracasos y pérdidas que hemos padecido, el Juicio nos ofrece una certeza a la que aferrarnos, la ilusión de que “algo hemos hecho bien”.

Este libro es un homenaje a las personas que hicieron posible que el Juicio ocurriera. Pero también es un intento por resistir a los fantasmas del desencanto y la desilusión que muchas veces han estado asociados a la memoria del Juicio. Aquella tristeza o desesperanza que parece reflejarse en las palabras escritas por Malamud Goti a comienzos de este siglo:

La sociedad argentina está desarticulada hasta el presente por las controvertidas versiones sobre el quién, el cómo y el porqué de la “guerra sucia”. La opinión pública está sumamente fragmentada hoy y prácticamente nadie, ni siquiera los abogados, basa su posición en las decisiones de los tribunales.

La realización del Juicio fue el resultado de una combinación de fortuna y virtud, en palabras de Catalina Smulovitz, que marcó un horizonte de pensamiento para nuestra democracia, en la que la justicia pasó a ser parte de los anhelos, muchas veces frustrados, de la ciudadanía.

A veinticinco años de aquella reflexión, y contra el escepticismo que llegó a primar en algún momento acerca del valor y el sentido mismo del Juicio, a través de este libro esperamos contribuir a reivindicar la importancia vital que ha tenido este hecho para sentar las bases del período de democracia ininterrumpida más extenso de nuestra historia.

Un juicio extraordinariamente ordinario

El Juicio a las Juntas constituye un hecho excepcional e inédito dentro de la historia política moderna. El caso argentino fue distinto a todos los procesos de justicia transicional conocidos hasta entonces, incluyendo los Juicios de Nuremberg (1945-1946), el Tribunal Penal Militar Internacional para el Lejano Oriente –más conocido como Juicios de Tokio (1946-1948)– y el Juicio a los Coroneles en Grecia (1975). A diferencia de estos antecedentes, en la Argentina no se juzgó a los acusados por delitos que no estaban tipificados en el derecho vigente, ni estaba cuestionada la imparcialidad de los jueces que conformaron el tribunal. Tampoco se trató de un tribunal militar, como en el antecedente griego.

En contraste, el Juicio a las Juntas se llevó adelante siguiendo los procedimientos ordinarios del derecho procesal penal argentino, respetando las garantías constitucionales de los acusados y el debido proceso, y los imputados fueron juzgados según los delitos previamente establecidos en el Código Penal. De este modo, desafió el paradigma de la “justicia de los vencedores”, según el cual el proceso judicial funciona tan solo como puesta en escena y justificación legal de un castigo cuya sentencia ya está escrita de antemano. Se trató, como señalaron varios de los participantes de las conversaciones que componen este libro, de un hecho extraordinario, realizado por personas corrientes y según las leyes ordinarias ya establecidas.

Este juicio también fue un acontecimiento único si se considera el contexto latinoamericano del siglo XX. Una historia signada por persistentes golpes de Estado y violaciones sistemáticas a los derechos humanos, y en la que, una vez recuperada la democracia, se mantenía un denominador común: la completa impunidad de los responsables. Como escribió Carlos Nino, las amnistías frente a las violaciones de derechos humanos, y no el castigo, habían sido hasta ese momento la norma en los procesos transicionales en todo el mundo.

La excepcionalidad del Juicio a las Juntas se observa, sobre todo, en la propia historia de la Argentina, que recibió de Nino la popular caracterización de “un país al margen de la ley”. Tanto es así que no resulta exagerado afirmar que el enjuiciamiento a los excomandantes es el episodio que singulariza la transición democrática de los años ochenta. Como surge de las conversaciones de este libro, la salida de la dictadura estuvo marcada por el hecho de investigar el horror de lo ocurrido y hacerlo a través de los tribunales. Y es posible que esa singularidad y el modo en que fue llevado adelante conviertan al Juicio a las Juntas –dirá Carlos Altamirano en las páginas que siguen– en uno de los escasos “momentos nobles” de nuestra historia.

El camino al Juicio

Este proceso judicial fue impulsado por el entonces presidente Raúl Alfonsín. El primer proyecto que envió al Congreso fue la derogación y declaración de nulidad de la Ley 22.924 de Pacificación Nacional, más conocida como Ley de Autoamnistía. Esta había sido promulgada por el presidente de facto Reynaldo Bignone el 22 de septiembre de 1983, pocos meses antes de la restauración democrática. Esta ley no era ni más ni menos que un acuerdo político que incluía al peronismo, cuyo candidato presidencial –Ítalo Luder, a quien la mayoría consideraba ganador de las elecciones de ese año– se había comprometido a respetar una vez que llegara al gobierno. La derogación de la autoamnistía se sancionó el 22 de diciembre y se promulgó el 27 del mismo mes de 1983, convirtiéndose en la primera ley de la transición democrática. Este fue el hito inicial que abrió el camino para juzgar a los integrantes de las Juntas Militares de la dictadura.

Antes de esto, el 13 de diciembre, tan solo tres días después de asumir la presidencia, Alfonsín había dictado los decretos 157/83 y 158/83. El primero de ellos, en su artículo 1 dispuso la “necesidad de promover la persecución penal, con relación a los hechos cometidos con posterioridad al 25 de mayo de 1973, contra Mario Eduardo Firmenich, Fernando Vaca Narvaja, Ricardo Armando Obregón Cano, Rodolfo Gabriel Galimberti, Roberto Cirilo Perdía, Héctor Pedro Pardo y Enrique Heraldo Gorriarán Merlo por los delitos de homicidio, asociación ilícita, instigación pública a cometer delitos, apología del crimen y otros atentados contra el orden público, sin perjuicio de los demás delitos de los que resulten autores inmediatos o mediatos, instigadores o cómplices”. El Decreto 158/83, por su parte, sometía “a juicio sumario ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas a los integrantes de la Junta Militar que usurpó el gobierno de la Nación el 24 de marzo de 1976 y a los integrantes de las dos Juntas Militares subsiguientes, teniente general Jorge R. Videla, brigadier general Orlando R. Agosti, almirante Emilio A. Massera, teniente general Roberto E. Viola, brigadier general Omar D.R. Graffigna, almirante Armando J. Lambruschini, teniente general Leopoldo F. Galtieri, brigadier general Basilio Lami Dozo y almirante Jorge I. Anaya” por los delitos de “homicidio, privación ilegal de la libertad y aplicación de tormentos a los detenidos, sin perjuicio de los demás de que resulten autores inmediatos o mediatos, instigadores o cómplices”.

El 15 de diciembre, Alfonsín había firmado también el Decreto 187/83, a través del cual se constituyó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), con el objeto de “esclarecer los hechos relacionados con la desaparición de personas ocurridos en el país”. La Comisión estuvo integrada por el escritor Ernesto Sabato (elegido presidente por el resto de sus miembros), el exjuez de la Corte Suprema Ricardo Colombres, el médico cardiólogo René Favaloro (quien luego renunció, en desacuerdo con que la comisión no estuviese facultada para investigar los crímenes de la Triple A), el ingeniero y exrector de la UBA Hilario Fernández Long, los filósofos Eduardo Rabossi y Gregorio Klimovsky, el obispo metodista Carlos Gattinoni, el rabino Marshall Meyer, monseñor Jaime de Nevares, la periodista Magdalena Ruiz Guiñazú y los diputados Santiago Marcelino López, Hugo Diógenes Piucill y Horacio Hugo Huarte. A su vez, Graciela Fernández Meijide, Daniel Salvador, Raúl Peleón, Alberto Mansur, Leopoldo Silgueira y Agustín Altamiranda cumplieron distintas funciones como secretarios. La Conadep tendría a cargo la elaboración de un informe final, que luego se publicaría y quedaría inmortalizado con el título de Nunca más, libro que batió récords de venta en aquel entonces. El trabajo se basó en valientes testimonios tomados en distintos sitios del país y en documentación que habían reunido organizaciones de derechos humanos en los años de la dictadura.

Si bien el Decreto 158/83 establecía que era el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas el que debía juzgar a los integrantes de las Juntas Militares, permitía la revisión de la decisión por un tribunal civil. Que el juzgamiento estuviera inicialmente en manos de la justicia militar generó malestar y desconfianza en algunos sectores de las organizaciones de derechos humanos y entre familiares de desaparecidos, quienes seguían denunciando y reclamando el conocimiento de la verdad.

En febrero de 1984, el Congreso aprobó el proyecto de reforma del Código Militar enviado por el presidente Alfonsín, que –a propuesta de un senador del Movimiento Popular Neuquino– incorporó una cláusula que no solo autorizaba a la Cámara Civil a revisar la sentencia que pudiera emitir la justicia militar, sino que también la facultaba a avocar –es decir, asumir– el proceso judicial en caso de advertir “una demora injustificada o negligencia en la tramitación del juicio” por parte del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. Fue así como la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital Federal estableció un plazo de ciento ochenta días para que la justicia militar investigara los hechos denunciados; de no hacerlo, ella misma avocaría el tratamiento de la causa.

El Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas no cumplió con la tarea de autodepurarse. No solo no investigó ni condenó a ninguno de los excomandantes, sino que además, en septiembre de 1984, le expresó a la Cámara –en reacción al informe Nunca más de la Conadep, presentado ese mismo mes– que las órdenes dadas por las Juntas Militares desde 1976 habían sido “legítimas”.

Ante esta inacción, al mes la Cámara Federal asumió finalmente el conocimiento del proceso. Para ello, fue decisiva la intervención de la Corte Suprema de la Nación –entonces presidida por el jurista Genaro Carrió (quien antes de ingresar al tribunal había colaborado con Nino, Malamud Goti y Farrell en la idea del Juicio a las Juntas)–, que hacia finales de diciembre de 1984 dictó una sentencia que convalidó la competencia de un tribunal civil –la Cámara Federal– para juzgar a las Juntas Militares.

La Cámara Federal estuvo integrada entonces por los jueces León Arslanian (como presidente del tribunal), Ricardo Gil Lavedra, Jorge Torlasco, Jorge Valerga Aráoz, Guillermo Ledesma y Andrés D’Alessio. En tanto, el fiscal a cargo del proceso fue Julio César Strassera, quien contó con la colaboración de Luis Moreno Ocampo como fiscal adjunto.

Para sostener su acusación, los fiscales se basaron en buena medida en el informe Nunca más, entregado por la Conadep en septiembre de 1984, que había agrupado los casos por centros de detención. Esto les permitió establecer una conexión entre presuntos secuestros aislados y el sistema diseñado por los comandantes militares. Durante seis meses, los fiscales llevaron adelante la investigación y –junto a un grupo de jóvenes asistentes– recopilaron la prueba requerida. Esto último fue una absoluta novedad dentro de una cultura legal en la que hasta entonces la investigación había estado siempre a cargo de los jueces de instrucción.

El Juicio a las Juntas comenzó el 22 de abril de 1985 y se extendió hasta el 14 de agosto de ese mismo año. Durante más de tres meses, se celebraron 78 audiencias orales públicas, que sumaron 530 horas, en las cuales declararon 839 testigos de distintos puntos del país.

Aunque las audiencias fueron grabadas, solo se transmitían por televisión unos pocos minutos por día y sin sonido, una decisión que tomó la Cámara Civil por razones de seguridad, posiblemente también para disminuir el impacto que tendría el relato de las víctimas. Además, el diario PERFIL publicó durante esos meses El diario del juicio, que cubrió el proceso a través de un grupo especializado de periodistas, dejando uno de los archivos más valiosos de este episodio, que abarca 37 números y la transcripción de las versiones taquigráficas de las sesiones.

En su alegato final, el fiscal Strassera concluyó con una frase que quedaría grabada en el mármol de la historia argentina: “A partir de este juicio y de la condena que propugno nos cabe la responsabilidad de fundar una paz basada no en el olvido, sino en la memoria, no en la violencia, sino en la justicia. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces, ‘Nunca más’”.

La primera sentencia de la Cámara llegaría el 9 de diciembre de 1985. Arslanian, como presidente del tribunal, leyó las condenas: para Videla y Massera, reclusión perpetua; Viola, diecisiete años de prisión; Lambruschini, ocho años de prisión; Agosti, cuatro años y seis meses de prisión; en cambio, resultaron absueltos Galtieri, Graffigna, Lami Dozo y Anaya. Un año más tarde, el 30 de diciembre de 1986, la Corte Suprema –compuesta entonces por los jueces José Severo Caballero, Jorge Bacqué, Augusto César Belluscio, Carlos Fayt y Enrique Petracchi– confirmó la sentencia de la Cámara, aunque atenuando algunas de las penas fijadas por la instancia anterior. La cuantía de las sentencias –en particular, la de Agosti– suscitó críticas que continuarían años después.

En palabras de Inés González Bombal, el Juicio representó la concreción de los nuevos principios que dieron sustento a la legitimación de origen de la democracia, y permitió resignificar ese pasado repleto de horror dejando de lado el paradigma de la guerra sucia, para incorporar uno basado en los derechos humanos.

En la perfecta conjunción de derecho, moral y política que implicó dicho procedimiento, el Juicio necesitó de la activa y decidida voluntad política del gobierno de aquel entonces, que logró concretar lo que no estaba llamado a suceder, y de una serie de acciones y estrategias de otros actores políticos. Por su parte, fiscales y jueces que hasta entonces no tenían experiencia en juicios públicos y orales, dotados únicamente de las herramientas ordinarias del derecho, llevaron adelante un proceso cuya novedad circuló por los diarios de todo el mundo. En los albores de la reconstrucción democrática, e incluso contra todo pronóstico, un hecho insólito en nuestra historia judicial se había producido.

☛ Título: Cuando hicimos historia

☛ Autor: Roberto Gargarella

☛ Editorial: SXXI Editores

Datos del autor

Roberto Gargarella es abogado y sociólogo (UBA), doctor en Leyes por la Universidad de Chicago y la UBA, con estudios posdoctorales en el Balliol College (Oxford). Es profesor titular en la UBA y en la Universidad Torcuato Di Tella.

Sus principales temas de indagación son el constitucionalismo y la democracia, el castigo penal, la desobediencia civil, el Poder Judicial y los derechos sociales.

Entre sus decenas de libros y artículos publicados, se encuentran Carta abierta sobre la intolerancia, Castigar al prójimo (ambos publicados por Siglo XXI Editores), y The Legal Foundations of Inequality.

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