Borges persigue sueños borrosos, su pluma lenta se desliza por un extraño arrabal de recuerdos que puntualmente se dan cita y atiborran con sus exigencias la prosa del escritor. Una mirada cargada de pasado que delinea las formas de un presente confinado a ser deudor, alguien que vive de prestado. Las recurrencias de un ayer que van guiando los pasos sin futuro, las fantasmagorías de antiguas imágenes que perturban el paisaje contemporáneo. ¿Se trata acaso, en la escritura de Borges, de un gesto arcaizante, de una impostergable melancolía por ese tiempo ya acontecido? ¿Intenta tal vez escapar de las seducciones que la presencia de los recuerdos produce envolviéndolos en las oscuras pero esenciales formas del mito? ¿Hay en Borges algo así como una sensibilidad propia de cierta oligarquía decadente que convoca los fantasmas del pasado como un modo de escapar a las imágenes de su muerte anunciada? Su melancolía de la estancia y de una ciudad aldeana, de arrabales brumosos, tiene más que ver con narraciones heredadas, con ciertas lecturas que con una actitud política atravesada por el espíritu conservador. Él no busca erigir estatuas destinadas a constituir, en medio del desierto nacional, de ese panteón mínimo y casi ridículo, una verdadera y arquetípica historia patria. Su persistente giro hacia el ayer, su reivindicación de una genealogía de guerreros de la independencia escondía, no sin un dejo de humor solapado, una mirada irónica. El fantasma de Ricardo Rojas, buscando en Europa los ejemplos indispensables para reescribir una historia de poca monta convirtiéndola en una saga de héroes, no parece perseguir como una pesadilla recurrente sus visiones de largas noches de insomnio. Borges vive el pasado en el presente, descubre que la literatura le abre puertas insospechadas porque le permite dejarse llevar por la ficción que va tejiendo la trama de sus recuerdos, mezclando sueños y relatos familiares, articulando desde allí una historia personal que acaba confundida con la saga oscurecida de un país sin memoria y carente de personajes ejemplares. De un modo diferente al de Ricardo Rojas (que viajó al Viejo Continente para empaparse de un historicismo que le permitiera inventar una historia propia capaz de aportar al proceso de nacionalización de esas ingentes masas de inmigrantes que amenazaban con volatilizar lengua, memoria e identidad nacional), Borges fue invadido por el peso de recuerdos escapados del siglo XIX y su relación con ese pasado atiborrado de imágenes legendarias se desentendió de cualquier intención pedagógica. Su memoria, hinchada por libros y narraciones escuchadas en su hogar y en las calles de Palermo, se convirtió en literatura. Pero también una deriva personal que lo llevó, en los años veinte y parte de los treinta hacia un cierto nacionalismo del que después, ya en los años cuarenta, abjuraría hasta el final de sus días.
Jorge Panesi, que analiza este recorrido que va del joven Borges, todavía influido tanto por sus lecturas europeas, en particular las de Schopenhauer y Nietzsche, como por su añoranza de un país que, en él, reunirá los trazos de una ciudad Buenos Aires y, más concretamente, el Palermo de su infancia con su condición de barrio de márgenes y arrabales y de la influencia del criollismo con sus personajes heroicos cargados de una aureola mítica, se pregunta: ¿Cómo conciliar en la década del veinte este heroísmo de las grandes figuras con la nadería de la personalidad, que es pensada contemporáneamente y constituye su contracara teórica?
Lo que Borges no desarrolla en esos momentos es una visión de la historia y de la historia literaria basadas en la negación de un yo de conjunto. ¿Qué lo impide? El nacionalismo y la religión del nacionalismo. La pampa y el suburbio son dioses y quienes cantan esas regiones deberán elevarse a la categoría de dioses: el nacionalismo es la religión laica de la modernidad y también un amplificador de la subjetividad (dicho de otro modo: la nación es un sujeto). Pero el sujeto en Borges no es el sitio de ninguna plenitud, se halla horadado por una ilusión o una nadería, temprana y doblemente: si el yo, a la manera nietzscheana, es concebido como una multiplicidad, si los contornos entre su límite interior y exterior se desdibujan, esto quiere decir que la apertura es esencial, que en ese hueco se alojan el otro, los otros”. A ese primer fervor “nacionalista”, ya debilitado por sus sospechas respecto a la nación como sujeto y al desplazamiento del componente mitologizante por su dimensión política que se profundizará con la llegada del peronismo, Panesi dirá que podría afirmarse sin exagerar que, promediando la década del treinta y hasta el fin de sus días, no ha hecho sino empeñarse en revertir o corregir la religión nacionalista enarbolada en el fervor de los primeros tres libros de ensayos. Pero el suyo, ya entonces, ha sido un nacionalismo abierto o, mejor, un pensar que se asienta en el ímpetu; por lo tanto, si pensar es abrirse a lo otro, en este gauchismo o criollismo reflexivo encontramos el antídoto que aleja a Borges de la ceguera política nacionalista.
*Autor de La biblioteca infinita, editorial Emecé (Fragmento).